Revista La Brecha
El devenir informativo de los
últimos meses ha hecho que los ecuatorianos vayan acostumbrándose, día
tras día, a despertar con la difusión de un nuevo escándalo de
corrupción a través de sus medios de comunicación.
Si bien este asunto no es nuevo, pues la
corrupción lleva décadas enraizada en la política nacional, las
dimensiones actuales lo han convertido en el segundo problema más
preocupante para la sociedad ecuatoriana, después del desempleo.
El vicepresidente, Jorge Glas, cesado en
la actualidad de sus funciones, lleva tres meses encerrado en la Cárcel
4 de Quito. El número dos del antiguo gobierno, impuesto por el ex
presidente Rafael Correa como número dos también del actual, fue
condenado el 13 de diciembre a cumplir una sentencia de seis años de
prisión como autor del delito de asociación ilícita dentro de la trama
de corrupción de Odebrecht en Ecuador, y está obligado a devolver –junto
a sus cómplices– 33,4 millones de dólares como afectación dolosa al
patrimonio del Estado ecuatoriano.
Glas no sólo es el primer vicepresidente
del país encarcelado mientras estaba desempeñando de su cargo, sino el
funcionario de más alto rango, en ejercicio, de América Latina detenido a
consecuencia de la Operación Lava Jato.
Lo anterior propiciará que en los
próximos días el presidente, Lenín Moreno, proponga formalmente una
terna al Legislativo para sustituir al vicepresidente encarcelado, el
cual desde el 3 de enero cumple los 90 días máximos permitidos de
ausencia temporal para el cargo. Los medios de comunicación han filtrado
en los últimos días los nombres de tres ministras del actual Ejecutivo
como posibles sucesoras del ex vice.
La situación de Glas es extremadamente
compleja, pues todo apunta a que las investigaciones judiciales a las
que está sometido desencadenarán nuevos procesos en su contra. Si su
condena actual es por asociación ilícita, aún está por determinarse con
qué finalidad cometió este acto delictivo.
Pero los casos de peculado, concusión,
cohecho, enriquecimiento ilícito, tráfico de influencia, lavado de
activos y testaferrismo abundan en Ecuador. Durante este año 2018
deberán resolverse otros tantos casos más de corrupción que implican a
ex ministros del gobierno de Correa –algunos de ellos fugados–, su ex
contralor general –también escondido en Miami– y altos funcionarios
responsables de megaproyectos construidos durante esta última década.
El propio Correa, que vuelve al país
esta semana para hacer campaña en contra de la consulta popular
impulsada desde el actual Ejecutivo y que según su resultado puede
impedir su presentación como candidato presidencial en las próximas
elecciones, ya ha anunciado que teme ser vinculado a las tramas de
corrupción que paulatinamente van destapándose.
POR QUÉ.
Entender las causas por las cuales durante el mandato de Correa esta pequeña nación andina ha pasado a ser considerada como una de las que tienen los más altos índices de corrupción implica entender un entramado de leyes desarrollado durante los últimos diez años que hicieron que fuera más fácil delinquir en la gestión pública y más improbable que antes que dicha corrupción saliera a la luz.
El primer error es constitucional, pues
la actual carta magna –aprobada en setiembre de 2008–,que pretendió ser
la más garantista del mundo, creó la Función de Transparencia y Control
Social. Con ello se buscó superar el histórico reparto de instituciones
públicas y organismos de control que había sufrido Ecuador durante los
tiempos de la vieja partidocracia, conformando a través de la nueva
estructura de un “supuesto” Estado moderno un organismo llamado Consejo
de Participación Ciudadana y Control Social. A ese consejo de siete
miembros se lo dotó de las siguientes competencias: promover e
incentivar el ejercicio de los derechos relacionados con la
participación ciudadana, establecer mecanismos de control social para
asuntos públicos, elegir a los titulares de la Fiscalía, Contraloría,
Defensoría del Pueblo, Defensoría Pública y la Corte Constitucional,
entre otros.
Sin embargo, este llamado “quinto poder”
se construye a partir de una Constitución que concentra una gran parte
de éste en el presidente de la República, una imposición de Rafael
Correa a la que la bancada mayoritaria de su partido durante la Asamblea
Constituyente (2007-2008) no tuvo el valor de enfrentarse,
permitiéndole influir decisivamente en la conformación de un organismo
que, a través de un concurso de méritos, pretendía ser representante de
la sociedad civil.
El resultado es evidente: todos los
organismos de control del sistema democrático quedaron en manos de
personas afines al partido de gobierno. De igual manera, el Ejecutivo
impulsó una nueva “ley de servicio de contratación pública” que
teóricamente pretendía transparentar esta función del Estado. Derivado
de dicha ley se creó la figura del “régimen especial”, lo cual permitió
al Estado contratar a empresas sin licitaciones públicas, bastando una
selección directa del proveedor avalada tan sólo por el visto bueno del
ministro del área. Esa misma ley incorpora la opción de que entidades
estatales y empresas públicas puedan contratar obras, bienes, servicios y
consultorías –incluso con empresas extranjeras– sin requerir garantía
alguna y también mediante selección directa.
En estos últimos diez años Correa dictó
16 decretos de emergencia tan sólo en el sector petróleo, lo que abrió
las puertas a la corrupción en los sectores estratégicos, sin contar con
otras áreas de intervención del Estado que también se vieron afectadas
por dicha reglamentación.
Por último, cabe reseñar que entre 2005 y
2015 la Contraloría ha enviado a la Fiscalía General del Estado más de 2
mil informes por mal uso de fondos públicos. El anterior fiscal, Galo
Chiriboga, tío de Rafael Correa, reconoció la falta de respuesta por
“falta de registros” de la institución que dirigía, anunciando la pronta
implementación de un sistema para hacer un seguimiento en “tiempo real”
que nunca llegó a ponerse en marcha. Hasta el cierre de 2016 tan sólo
hubo 245 sentencias, que básicamente hacían referencia a pequeños casos
vinculados a municipios que desviaron recursos. Los procesos hoy en
marcha contra altos funcionarios públicos vinculados al gobierno
nacional devienen de investigaciones internacionales, como la Operación
Lava Jato, en Brasil, y nunca son fruto de acciones iniciadas
judicialmente en el país.
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