lunes, 26 de noviembre de 2018

Crisis, What Crisis?

Por Decio Machado

Desde los textos de los Grundisse de Karl Marx (no se asusten señores neoliberales, últimamente hasta Francis Fukuyama o The Economist reivindican los diagnósticos de aquel sabio y combativo barbudo respecto a los defectos del capitalismo) ya sabemos que las crisis cíclicas son una ley inherente al sistema capitalista.

Las burbujas financieras y las crisis capitalistas se vienen repitiendo desde 1637, cuando el precio de un bulbo del tulipán en Holanda llegó a valer lo mismo que una vivienda, y de forma indiscutible desde 1825, cuando la primera auténtica crisis de sobreproducción internacional golpeó al planeta.

La lista de fallos generalizados en las relaciones económicas y políticas de reproducción capitalista es larga: tras 1637, sobrevino en 1720 la llamada Burbuja de los Mares del Sur y toda Europa entró en recesión; en 1797 tuvo lugar una burbuja del suelo en Estados Unidos y la retirada masiva de depositantes de bancos británicos, lo que generó un nuevo crack económico a ambos lados del Atlántico; en 1819 los bancos estatales estadounidenses emitieron amplios préstamos a agricultores, lo que fomentó una burbuja especulativa que determinó que muchos bancos quebraran cuando los prestamistas no pudieron atender sus obligaciones financieras; en 1837 la retirada de fondos del gobierno de los Estados Unidos en el Second of the United States provocó una nueva crisis de cinco años de duración; en 1857 la quiebra de la Ohio Life Insurance and Trust Company combinada con la crisis del sector ferroviario norteamericano y el hundimiento de un barco cargado de oro camino de Nueva York, generó una nueva convulsión económica con fuerte impacto global; en 1873 se dio la (primera) Gran Recesión; en 1884 quebraron entidades financieras como Grant and Ward, Marine National Bank y Penn Bank, generándose un efecto dominó en Wall Street; en 1901 tuvo lugar el primer crack de la bolsa de Nueva York; en 1907 sucedió el llamando “Pánico de los Banqueros”; en 1929 sucedió la (segunda) Gran Depresión; en 1937 tuvo lugar la denominada “Crisis Olvidada”; en 1973 la Crisis del Petróleo; en 1987 el “Lunes Negro”; en 1994 el “Efecto Tequila”; en 1997 la crisis financiera asiática; en 2000 la burbuja “Puntocom”; y en 2008 la crisis de las “hipotecas subprime” conocida también como la explosión de la burbuja inmobiliaria.

El juego de las crisis del capitalismo es sencillo y se resume en un fragmento del diálogo entre Jeremy Irons -director general de una entidad financiera que se presupone es Lehman Brothers aunque sin nombrarla- y Kevin Spacey -un analista de riesgo subido de categoría en dicha compañía- en el largometraje Margin Call (2011) dirigido y escrito por J.C. Chandor, cuyo título en castellano es El precio de la codicia, donde el primero indica tras un despido masivo en la compañía:

Sientes tanta lástima de ti mismo que es insoportable… ¿Qué? Tú crees que hoy hemos dejado algunas personas sin trabajo y que no vale la pena… Pero tú llevas haciendo eso cada día hace ya casi 40 años. Y si esto no vale la pena, entonces nada lo vale… Es solo dinero. Se fabrica. Trozos de papel con fotos para que no tengamos que matarnos para conseguir comida. No es malo y hoy no es diferente a lo que ha sido siempre: 1637, 1797, 1819, 37, 57, 84, 1901, 7, 29, 1937, 74… ¡1987! Aquel año sí que me jodió bien… 92, 97, 2000 y como sea que llamemos a este, es siempre lo mismo, una y otra vez, no podemos evitarlo. Y tú y yo no podemos controlarlo, ni pararlo, ni frenarlo. Como mucho alterarlo ligeramente. Solo reaccionamos. Ganamos mucho si lo hacemos bien y podemos perderlo todo si lo hacemos mal. En el mundo siempre ha habido y siempre habrá el mismo porcentaje de ganadores y perdedores. Ricos felices y pobres desgraciados. Peces gordos y perros hambrientos. Sí… Puede que hoy en día nosotros seamos más que nunca, pero los porcentajes son exactamente iguales”.

Pues bien, sin recuperarnos aún del último impacto -lo que tenemos en la actualidad es un ritmo de crecimiento muy inferior al de antes de la última crisis además de un incremento permanente de la desigualdad global y una tendencia generalizada al elevado desempleo-, los principales gurús de Wall Street ya prevén la llegada de la siguiente crisis el próximo año o lo más tardar en 2020.

Analizando el funcionamiento del sistema capitalista global durante las últimas cuatro décadas nos encontramos con que desde 1982 han estado bajando de forma sostenible los tipos de interés a escala planetaria. Eso propició que el mundo viviera una etapa de prosperidad sin precedentes, pero por otro lado impulsó que la deuda global se triplicara respecto al PIB planetario.

Los impactos de la última crisis generaron consecuencias múltiples, destacándose entre estas una profunda crisis de liquidez global que implicó grandes inyecciones de dinero en efectivo desde los bancos centrales de todo el mundo a los sistemas financieros privados. Tanto en Europa como en Estados Unidos se aplicaron programas de políticas de estímulo económico buscando dinamizar sus economías. Si bien es cierto que gran parte de los endeudamientos públicos globales fueron parte importante de los mecanismos dotados para la salida de la crisis de 2008, también lo es que serán el principal pilar de la próxima crisis global.

Visto desde esta perspectiva podríamos decir que, a diferencia de las anteriores, la crisis de 2008 tiene matices que la convierten en una crisis de carácter estructural. Los mecanismos de corrección aplicados para rearticular el equilibrio económico y superar la anterior etapa de recesión son los que generarán un fuerte colapso del sistema financiero global en la próxima recesión.

Larry Summers, quien ejerciera como secretario del Tesoro en la época de Bill Clinton y también como asesor del presidente Barak Obama ha llegado incluso a desarrollar la llamada tesis del “estancamiento global”. Según Summers, el tipo de interés de equilibrio en la economía habría bajado tanto que las políticas monetarias ultra-expansivas no son suficientes ya para estimular la demanda, llegándose a la conclusión de que el crecimiento a futuro es sólo posible mediante la generación de burbujas que tras estallar vuelven a generar una economía maltrecha.

La deuda global actual alcanza los 247 billones de dólares, tres veces el tamaño de la economía mundial, lo que hizo que Murray Gunn -jefe de investigación global de Elliott Wave International- declarara el pasado mes de septiembre que “las principales economías están a punto de sumergirse en la peor recesión que hemos visto en 10 años”.

Ante esto vale la pena fijarse en las dos principales economías del planeta.

En el caso de Estados Unidos, los datos de endeudamiento comienzan a ser alarmantes: la deuda de las familias alcanzan actualmente los 13,3 billones de dólares, una cifra superior a la de la crisis del 2008. Así los créditos universitarios superan notablemente los 611.000 millones que alcanzaron una década atrás, los créditos por compras de autos y los saldos de las tarjetas de crédito también han superado los montos de hace una década. Según Peter Schiff, broker y presidente de la corredora de bolsa Euro Pacific Capital, la próxima crisis “será mucho peor que la Gran Depresión de 1929, la economía de Estados Unidos está peor que hace una década” y esta estallará antes de que Donald Trump -y en Ecuador Lenín Moreno- termine su primer mandato.

En pocas palabras, la eleva deuda estadounidense no es más que el flujo de capitales con el que se ha alimentado el auge económico del país tras la crisis del 2008. Buscando correcciones, la Reserva Federal de los Estados Unidos ha incrementado desde diciembre del 2015 siete veces el precio del dinero y tiene previsto volver a hacerlo para la segunda mitad de próximo mes. El punto de inflexión llegará cuando comience la próxima oleada de impagos por parte de los prestamistas que, abrumados por el incremento de los tipos de interés, obligarán a que se reduzca el gasto público y los ingresos.

En paralelo, el sistema financiero de la República Popular China representa uno de los mayores riesgos a la estabilidad económica mundial. Según Mark Carney, gobernador del Banco Inglaterra, “China es una gran fuente de crecimiento para la economía global, un milagro económico, muchos aspectos positivos… pero al mismo tiempo, su sector financiero se ha desarrollado muy rápidamente y tiene muchas de las mismas hipótesis de antes de la última crisis financiera”.

El gigante asiático, según el departamento de estudios de Goldman Sachs, tiene ya una deuda total (pública y privada) que alcanza cuotas del 270% de su PIB (170% de las corporaciones, 60% del Estado y el 40% de los hogares). Esto hace que el PIB nominal chino esté por debajo del PIB real, es decir, gran parte de los nuevos préstamos no tienen como finalidad estimular la economía sino pagar otros préstamos adeudados.

Según la agencia de calificación Moody´s, el sector público -gobierno y empresas estatales- de China alcanzará un nivel de deuda equivalente al 149% del PIB a finales de esta década, unos 15 puntos porcentuales más que en 2017, debido a que las autoridades recurrirán a un mayor apalancamiento para sostener el crecimiento vía gasto público.

La gran grieta estructuralmente existente entre las necesidades reales de gasto de los gobiernos locales y regionales de China respecto a sus relativamente limitadas fuentes de ingresos generan que estos sigan siendo dependientes de las empresas públicas locales para financiar sus necesidades de infraestructuras. Esta situación provoca que dichas empresas representen el mayor porción de deuda oculta a nivel regional en China. Hay casos donde, según cálculos realizados por diversas agencias calificadoras de riesgo, la deuda real alcanza un monto 80% mayor al que se presentó como deuda oficial a finales de 2017.

En paralelo, el alto endeudamiento privado que enfrenta China es un problema grave que puede desembocar en un nuevo tsunami financiero global, pues su “banca en la sombra” ha crecido a niveles exponenciales y más de seis mil bancos subterráneos operan desde los trasfondos de su economía. Si bien el sistema financiero del país no está en riesgo, siendo más robusto que el de algunos de los países del Norte económicamente desarrollado, los préstamos ocultos en los balances de los bancos -esos que forman parte de las inversiones a corto plazo y entre los que aparecen los préstamos del sistema bancario en la sombra- se elevan a cerca de 35 billones de yuanes, más de cinco veces el volumen en dólares de préstamos de alto riesgo que tenía Estados Unidos al comienzo de la crisis financiera de 2008.

Para Marko Kolanovic, analista de la institución financiera JP Morgan, el crack de 2008 será el equivalente a un pequeño sobresalto comparado con lo que se nos viene próximamente encima, lo cual sucederá bajo la estructura de una gran crisis de liquidez que golpeará a los mercados y que derivará en una gran tensión social.

El desarrollo tecnológico derivó en que el mercado bursátil esté controlado por una serie de algoritmos que actúan de forma automática, lo que hará que cuando comience la próxima crisis las acciones se desplomen con mas violencia que nunca. En estas condiciones los bancos centrales no solo tendrán que comprar deuda soberana e inyectar dinero en sus economías, sino que se verán en la necesidad de hacerse con acciones de empresas claves.

Hablemos claro, quien salvó al sistema capitalista en la última recesión mundial fueron los Estados y sus bancos centrales. Esta condición se verá notablemente potenciada en la próxima crisis, momento en que los gurús del neoliberalismo en el Norte Global mutarán su discurso pese a que los apólogos de esta ideología fundamentalista en los países del Sur Global, Ecuador entre ellos, anden -como siempre tarde y a deshora- profundizando en narrativas sobre la no incidencia de los Estados en el mercado y la economía… ¿Es que acaso alguien todavía se cree el cuento del libre mercado en mercados globalizados que son cada vez más dominados y manejados por las grandes transnacionales norteamericanas, chinas y europeas?

Fuente: http://www.planv.com.ec/ideas/ideas/crisis-what-crisis

lunes, 19 de noviembre de 2018

Riesgos en la disputa por la hegemonía global

Por Decio Machado / Consultor político internacional, miembro de la Universidad Nómada del Sur y del Grupo de Estudios de Geopolítica Crítica de América Latina


Pese a que la República Popular China reivindique a través de su diplomacia que su huella militar en el exterior está muy por debajo de su rol económico global, ya comienza a causar preocupación en diferentes partes del planeta como se va configurando su nueva hegemonía mundial.

Más allá de que el gigante asiático en la actualidad tenga una población de casi 1.400 millones de habitantes entre los cuales destacan 56 grupos étnicos reconocidos y 300 lenguas vivas diferentes, todo parece indicar que mientras se sustente la capacidad de compatibilizar un régimen político de partido único, sin libertades democráticas, con una economía de mercado, su estabilidad interna -se estima que en 2030 su clase media ascenderá a 500 millones de habitantes- no debería generar grandes convulsiones en el exterior. Todo ello pese a que Beijing siga sin rendir cuentas ante foros internacionales sobre sus violaciones de derechos humanos en conflictos internos tales como la ocupación del Tíbet, la represión sobre el activismo disidente uigur (quienes procesan la religión musulmana, tienen una lengua de origen turquino y utilizan el alfabeto árabe) en la provincia de Xinjiang o las reivindicaciones autonomistas en la Mongolia Interior.

En un hecho que, pese a todo, el establishment burocrático chino está actuando con mucha inteligencia en el ámbito de la política exterior. Esto permite atisbar que el actual gobierno chino no cometerá el mismo error que cometió la dinastía Ming en los albores del siglo XV, cuando renunciaron a la política de expansión económica y militar que había iniciado el general Chen Ho entre 1405 y 1433. Nacido en una familia presumiblemente de origen árabe-mongol, en la provincia central de Yünnan, Cheng Ho fue un eunuco al servicio del emperador Ming Yung-lo que convertido en general dirigió siete expediciones a los mares del Sur y visitó no menos de 37 países, desde el antiguo reino de Champa -actual región vietnamita de Annam- hasta la costa oeste africana. Las expediciones de Cheng Ho, emprendidas casi un siglo antes que las de Cristobal Colón y Vasco da Gama, fortalecieron fuertemente la influencia de China sobre sus vecinos, pero fueron criticados y luego suspendidos por el conservadurismo de la burocracia confuciana bajo el argumento de ser inútiles y significar un dispendio de recursos.

Hoy, 600 años después, China demuestra que sí tiene definida una política claramente expansionista basada en buscar alianzas de cooperación estratégica con el resto de los países del planeta, especialmente con sus vecinos más próximos. 

Gran parte de esta fuerte actividad diplomática y comercial se da en el llamado Mar de China Meridional, una extensión marítima con una superficie de 4.25 millones de kilómetros cuadrados que abarca desde la costa sur de China hasta Singapur, extendiendo sus aguas por todos los países de la Asociación de Naciones del Sudeste Asiático (ASEAN). La zona comprende países como Taiwán -reivindicado históricamente por China y sólo reconocido por 22 Estados, ninguno de ellos asiático- y la presencia de   países como Indonesia, Malasia, Tailandia o Vietnam -potencias medias en ascenso que en la próxima década podrían convertirse en los “nuevos BRICs”-, además de otras naciones como Myanmar (antigua Birmania, donde tiene lugar una fuerte represión militar en contra del grupo étnico musulmán rohinyá), Brunei, Camboya, Filipinas o Laos.

En el Mar de China Meridional los problemas de soberanía sobre sus más de 400 islas, arrecifes y bancos de arena, han sido una constante histórica desde mediados del siglo XX tras la segunda guerra mundial. El más importante de estos conflictos se da en las islas Spratly, donde hasta seis de estos países se disputan su soberanía y muchas de estas islas ya están ocupadas estratégicamente por diversos Estados a la espera de poder reclamar su soberanía respecto a todo el archipiélago. Estas reivindicaciones derivan de la posible existencia de importantes depósitos de hidrocarburos -hace cinco años atrás China y la petrolera Shell sellaron una alianza para explotar estos supuestos yacimientos- y por encontrarse en una zona de capital importancia para el comercio marítimo regional. El otro conflicto insular es el de las islas Paracelso -también llamadas Paracel-, al norte de las Spratly, donde también se vislumbra la posible existencia de petróleo y gas natural. En 1974 ya hubo enfrentamientos entre las fuerzas chinas y las de Vietnam del Sur en las islas Paracelso, el conflicto se reanudó entre ambos países en 1988, y se volvió a recrudecer en 1995 ya con la participación también de Filipinas ante la construcción de infraestructura por parte del gobierno chino en el atolón de Mischief Reef. En todos los casos, China logró reivindicar su control sobre los territorios en disputa.

Sin embargo y pese a que Vietnam ocupe 30 de estas islas y arrecifes, Malasia posea control sobre otros tres de estos y en una de ellas haya construido un hotel, y Filipinas también ejerza el control sobre una decena más, las políticas de ocupación y control implementadas por China en los últimos tiempos destacan por su ritmo y magnitud. La República Popular China ha ignorado sistemáticamente cualquier recomendación o resolución de los organismos internacionales al respecto.

El Mar de China Meridional tiene un valor geoestratégico fundamental para las economías que lindan con él, tanto por su valor en recursos naturales como por su centralidad como vía de comunicación.

Más allá de las reservas pesqueras que proveen de alimento a las poblaciones de la región, se estima que en el Mar de China Meridional existen 7 mil millones de barriles de reservas de petróleo y un estimado de 900 billones de pies cúbicos de gas natural.

La zona goza de 14 de los 20 puertos con mayor afluencia de contenedores del planeta: nueve chinos y cinco distribuidos entre Singapur, Taiwán, Corea de Sur y Malasia. El caso de Singapur es especialmente relevante, dado que desde hace cinco años permanece inamovible en la parte superior del Índice de Centro de Desarrollo Marítimo Internacional (ISCD, sigla en inglés), un indicador económico que cubre 43 de los puertos y ciudades más grandes del mundo y que está diseñado para dar claridad a los inversores y gobiernos sobre el rendimiento relativo de los centros de transporte de carga marítima en todo el planeta. Esto releva el potencial de la zona y el dinamismo comercial existente en la región respecto a la afluencia de grandes buques de carga y petroleros, lo que se cruza con numerosas consideraciones estratégicas, energéticas y económicas que se relacionan entre si con la necesidad de asegurar el abastecimiento de recursos naturales y por lo tanto obtener el control militar de la zona.

A todo lo anterior hay que sumar la singularidad geográfica de este territorio, ya que en no pocos lugares hay estrechos muy angostos pasos como el de Malaca entre Malasia e Indonesia y por donde transitan 150 buques diarios, el de Singapur o el sembrado de islas a lo largo de gran parte de la zona. A través de las rutas del Mar de China Meridional, Corea del Sur obtiene el 65 por ciento del petróleo que importa para el abastecimiento de su economía nacional, Japón y Taiwán el 60 por ciento y la propia China el 80 por ciento del total de su abastecimiento. Esto último explica por que el politburo del Partido Comunista Chino extiende su reclamo territorial al 90 por ciento de estas aguas.

Pese a que durante el mandato de Barack Obama el gobierno estadounidense se negara a tomar una posición en la disputa que involucra a China frente a otros países asiáticos, ya durante el año 2016 su entonces secretario de Estado, John Kerry, advirtió sobre “un aumento de la militarización, de un tipo o de otro” en la zona.

En estos últimos dos meses, ya bajo la Administración Trump, la Flota del Pacífico de Estados Unidos ha desarrollado una serie de ejercicios militares que buscan advertir a China de que Washington tiene intención de intensificar la tensión en la región.

Esto se da en el contexto de la actual guerra comercial impulsada por Donald Trump contra Beijing, donde más allá de las excentricidades del magnate norteamericano y de su actitud sumamente beligerante con gran parte del sistema mundo, es un hecho que los subsidios de China a ciertos sectores, el dumping en el extranjero por su exceso de productos siderúrgicos y la imposición de restricciones a las exportaciones de ciertas materias primas benefician a determinadas empresas y productores chinos frente a la histórico control de los mercados internacionales de las corporaciones transnacionales norteamericanas y el propio gobierno estadounidense.

Pero más allá del control de los mercados internacionales, el actual conflicto en el Mar de China Meridional viene a demostrar que la rivalidad entre las dos potencias -una emergente y otra en declive- no es sólo económico, sino que también goza de un trasfondo militar. Si Estados Unidos escala la tensión buscando que la República Popular China paralice las construcciones unilaterales que están realizando en islas, arrecifes y bancos de arena en la zona o su acceso a estas, dicho bloqueo podría desembocar en un conflicto a gran escala.

En estas condiciones y pese a las rivalidades enmarcadas en las pretensiones soberanía entre los países de la zona, los países miembros de la ASEAN -cuyo principal socio comercial, por cierto, es la República Popular China- comienzan a lanzar mensajes dirigidos a la Casa Blanca. En unas recientes declaraciones el presidente filipino Rodrigo Duterte indicó ante diversos medios de comunicación internacionales: “China ya está en posesión del Mar de China Meridional. Ahora está en sus manos. Entonces, ¿por qué tienen que generar fricciones (…) que desembocarán en una respuesta China? Es una realidad, y Estados Unidos y todos deberían darse cuenta de que China está ahí”.

La ASEAN busca inteligentemente habilitar soluciones de perfil diplomático frente a la cada vez más poderosa China, marco en el cual negocia en la actualidad un código de conducta con Beijing para asegurar la paz y estabilidad en ese mar, por el que transita más del 30 por ciento del comercio marítimo mundial. El primer borrador del texto se espera en 2019 y se estima que entrará en funcionamiento en 2021.

Sin embargo y en paralelo, el actual vicepresidente estadounidense Mike Pence insiste que el Mar de China Meridional no pertenece “a una única nación” y que Estados Unidos seguirá navegando y sobrevolando militarmente la zona. Las declaraciones de Pence son recriminadas también por otros mandatarios de la región, como el primer ministro de Malasia -Mahathir Mohamad- quien ha manifestado que los grandes barcos de guerra y los aviones militares no son necesarios en el Mar de China Meridional, pues estos pueden provocar incidentes que eleven la tensión en la zona.

Pese a las presiones chinas sobre los territorios en disputa, los países de la ASEAN coinciden en su mayoría en el hecho de que cualquier estrategia diplomática será bienvenida para solucionar el conflicto “siempre y cuando no incluya enviar a la Séptima Flota a la zona”.

Pero hablemos claro, como dijo Napoleón Bonaparte hace ya más de 200 años, “la política de los Estados reside en su geografía y capacidad de influencia”. El conflicto por el Mar de China Meridional comienza ha determinarse como un enfrentamiento entre poderes mundiales y su devenir comienza a ser incierto y muy preocupante. Es de prever que China continuará avanzando de hecho sobre el territorio -con o sin fallos adversos de los organismos internacionales-, sobre las bases de su cada vez mayor supremacía económica y militar en la región.

Dependerá de que tipo de reacción devenga del Despacho Oval y del Pentágono para que se establezca un nuevo modelo de gobernanza global coherente con el nuevo patrón de globalización en curso. Una nueva torpeza más del presidente Trump respecto a las estrategias estadounidenses en la zona podría suponer el inicio de un conflicto de consideraciones globales que ninguna nación del sistema mundo desea en la actual coyuntura de crisis sistémica internacional.

Fuente: http://www.planv.com.ec/ideas/ideas/riesgos-la-disputa-la-hegemonia-global

sábado, 17 de noviembre de 2018

La formación política

Decio Machado

Pulso China vs Estados Unidos y sus impactos globales

Por Decio Machado / Consultor político internacional, miembro de la Universidad Nómada del Sur y del Grupo de Estudios de Geopolítica Crítica de América Latina
Las relaciones entre Estados Unidos y China nunca han estado más deterioradas desde que se restablecieran las relaciones diplomáticas entre los dos países tras el viaje de Richard Nixon a Pekín en 1972. De hecho, el editorial del pasado viernes del Financial Times califica la actual crisis entre ambos países como el acontecimiento más importante en lo que llevamos del siglo XXI.
Sería Henry Kissinger, uno de los protagonistas de aquella reconciliación diplomática, quien definiría la colaboración entre Estados Unidos y China como “básica para la estabilidad y la paz del mundo”. En su libro “On China”, cuya primera edición fue publicada en Estados Unidos en 2011 por la editorial Penguin Press, Kissinger -un anticomunista visceral responsable de varios episodios de las guerras secretas de la CIA en diferentes partes del planeta- escribiría: “una guerra fría entre los dos países detendría el progreso durante una generación a uno y otro lado del Pacífico”.
Estas relaciones se mantuvieron sólidas desde entonces hasta la llegada de Donald Trump a la Casa Blanca. Tan sólidas que incluso un gobierno como el del presidente George H. Bush -responsable de la primera invasión a Irak- decidió presionar a su Congreso con el fin de amortiguar las iniciales duras sanciones impuestas contra el gigante asiático cuando en 1989 su Gobierno masacró a cerca de un millar de personas tras unas movilizaciones críticas con el régimen.
La visión dura y pragmática que Kissinger refleja en su libro tras los sucesos de la Plaza de Tiananmén, propia de un hombre que ha formado parte de tramas tan execrables en nuestra región como los golpes de Estado en Chile (1973) o Argentina (1976), le hace indicar algo que ha marcado durante los últimos 45 años la relación de Estados Unidos con la República Popular China: “inicialmente los estadounidenses insistían en que las instituciones democráticas eran necesarias para que hubiera una compatibilidad de intereses nacionales. Esa proposición -que surge de un artículo de fe de muchos analistas estadounidenses- era difícil de demostrar a partir de la experiencia histórica”.
Pese a que Kissinger sea responsable de varios planes represivos de carácter geopolítico como lo fue la Operación Cóndor, su posición como una de las figuras más relevantes de la diplomacia estadounidense le permitió comprender que China nunca asumiría de forma voluntaria un rol secundario en la jerarquía internacional. De hecho, en su obra anteriormente reseñada, Kissinger indica en sus últimos párrafos que “los estadounidenses no tienen que estar de acuerdo con el análisis chino para comprender que darle lecciones a un país con una historia de milenios sobre su necesidad de ´madurar´ puede resultar innecesariamente molesto”.
Pues bien, todas las elucubraciones de este referente de la diplomacia estadounidense se fueron al traste con la llegada de Donald Trump al Despacho Oval. En marzo de 2018 el presidente de los Estados Unidos comenzó a imponer aranceles sobre productos chinos bajo el artículo 301 de la Ley de Comercio de 1974, argumentando un historial de “prácticas desleales de comercio” y el robo de propiedad intelectual. Como reacción y el paralelo a cada medida de la administración Trump, Beijing ha ido escalando sus penalizaciones a los productos estadounidenses.
La guerra comercial entre los Estados Unidos y China, las dos mayores economías mundiales, impactan sobre la economía global haciendo que esta crezca más lentamente de lo esperado. Según la directora gerente del Fondo Monetario Internacional (FMI), Christine Lagarde, esta crisis costará a China 0,6 puntos porcentuales de crecimiento respecto a estimaciones anteriores, mientras que Estados Unidos dejará de crecer otros 0,2 puntos porcentuales.
Los nubarrones sobre la economía global son ya presentes. La Organización Mundial del Comercio (OMC) desveló en su última asamblea anual que el tráfico de mercancías y servicios caerá un 17% y que el PIB mundial lo hará en 1,9 puntos porcentuales si de aquí a fin de año se sigue escalando en esta guerra comercial.
Lo anterior supondría que la caída del comercio global estaría ostensiblemente por encima de lo sucedido en 2008 y 2009, momentos de la última crisis económica mundial. Así las cosas, la riqueza del planeta mermaría en 1,52 billones de dólares, el equivalente a sacar a Rusia del PIB mundial.
Pese a lo anterior, el impacto de esta guerra comercial en el año 2018 se considera moderado, siendo en 2019 cuando las cifras de intercambio de mercancías podrían sufrir un golpe definido fruto de la política proteccionistas estadounidense y las reacciones chinas a esta.
Inicialmente parece que la República Popular China sería la gran perjudicada a corto plazo en este conflicto, pero diversos análisis económicos de prospectiva vienen a indicar que posteriormente será los Estados Unidos el país más golpeado: Washington tendrá que afrontar las tensiones comerciales tanto dentro como fuera del país, y también el fin del paquete fiscal impulsado por Trump. Estimaciones de las instituciones de Bretton Woods indican que a la postre se reducirá el crecimiento estadounidense en un 2,5% del PIB.
En todo caso y a nivel global, una guerra comercial de estas características genera una escalada de tensiones que plantea riesgos claros para las economías de todos los países. A corto plazo, las disputas comerciales podrían tener un impacto indirecto considerable en las inversiones globales y domésticas por efecto de aumento de la incertidumbre. Estamos, si ambos países no llegan a un acuerdo en el corto plazo, ante un debilitamiento del sistema multilateral de intercambio.
En paralelo, los gerentes de fondos de inversión tienen también expectativas muy poco optimistas respecto a la evolución de la economía global. Los inversiones se encuentran sentados sobre sacas de dinero disponible pero frente a un clima de gran incertidumbre por las tensiones comerciales y la política de incremento de las tasas de interés impulsada desde la Reserva Federal (FED).
Sin embargo y más allá de todo esto, la guerra comercial no es la única causante directa del deterioro del comercio mundial. Un estudio de Internationale Nederlanden Groep indica que existe una ralentización de la producción mundial de manufacturas -la producción crecía un 0,3% mensual en 2017 y hoy esta tasa se redujo a la mitad-, lo que está influyendo también en la desaceleración de las transacciones.
La escalada no es inevitable y varios organismos multilaterales intentan incidir sobre el magnate televisivo con el fin de reconducir el actual camino de confrontación adoptado adoptado por Estados Unidos.
Trump se equivoca creyendo que Estados Unidos aun tiene capacidad de frustrar el “sueño chino”, tratando de contener el creciente poder económico y geopolítico chino… esto generará a la larga una lógica de conflicto que podría llegar a ser incluso militar.
Pese a los deseos trumpianos, el orden mundial con el que cerró el pasado siglo ya no es válido. El crecimiento de China necesariamente altera el viejo equilibrio, o más bien desequilibrio, global. Desde una visión inteligente, el nuevo desafío estadounidense debería basarse en acomodar su poder dentro del nuevo orden mundial en conformación respetando los actualizados intereses de China.
El pulso actual entre ambas potencias tiene afectación y dimensiones globales. De esta manera, Washington acusa a Beijing de articular ciber ataques, de robo de propiedad intelectual y califica a China como una amenaza para la cadena de sumidero de materiales para el ejército norteamericano. Mientras a su vez, Beijing niega que su “surgimiento pacífico” esconda una intención hegemónica ni expansionista, pese a que el estilo de mando de Xi Jinping indique lo contrario.
Europa a su vez tiembla viendo como la One Belt One Road (nueva ruta de la seda) significará su desplazamiento ante un territorio que se convertirá en un nuevo referente para las inversiones económicas y la disputa por la hegemonía geopolítica. La respuesta de Beijing es sencilla: las grandes potencias emergentes también tienen intereses internacionales legítimos, ya sea para proteger sus inversiones en el extranjero o para salvaguardar las rutas de aprovisionamiento. La República Popular China agrega además a su discurso que su huella militar en el extranjero sigue siendo pequeña en relación a su rol económico global.

Tecnología y Foucault

Decio Machado

Cuarta Revolución Industrial y sus consecuencias

Por Decio Machado
Históricamente los impactos de las distintas revoluciones industriales han ido siempre mucho más allá de lo tecnológico. Cada una de estas revoluciones transformó sistemas enteros, desde sus vertientes económicas, sociales, políticas, geopolíticas e incluso ambientales.
Es así que asistimos a tres revoluciones antes de la actual en curso. Cada una de ellas alteró las fuentes de energías básicas, el tipo de las actividades industriales más dinámicas, su localización en el territorio y los medios de comunicación disponibles para desplazar mercancías, personas e información.
La primera revolución industrial, la cual tuvo su origen en Inglaterra en torno a 1786, conllevó cambios radicales respecto a los medios de producción. Se introdujeron instrumentos mecánicos de tracción hidráulica y a vapor (la primera máquina de vapor de Boulton y Watt data de 1774), el telar mecánico (primer telar mecanizado apareció en 1784) y la locomotora (primera línea férrea entre dos ciudades tuvo lugar en 1829).
Entre 1870 y la Primera Gran Guerra se desencadenó la segunda revolución industrial, nuevamente en Inglaterra aunque ahora incorporando a Europa occidental, Estados Unidos y Japón. Los ejes aquí fueron el desarrollo de un nuevo modelo de producción industrial (primera cinta transportadora está fechada en 1870), la electricidad (en 1871 se da la primera central térmica), el foco eléctrico (en 1880 Thomas Edison patenta el foco), el automóvil de combustión interna (en 1886 se presenta el primero) y el radio transmisor (puesto en marcha a partir de 1897).
La tercera revolución industrial, conocida como la revolución de los elementos “inteligentes”, comenzó a desarrollarse seis décadas atrás e impulsó las computadoras personales (las primeras aparecieron en 1962), la tecnología de la información para automatizar la producción (el primer controlador programable -PLC- data de 1969), la aviación, la era espacial, la energía atómica, la cibernética y el Internet (la Word Wide Web surge en 1990).
Sin embargo, la cuarta revolución industrial -esta en la que estamos inmersos- marca signos preocupantes respecto al resultado de su impacto. Son las tecnologías maduras las que generarán el punto de inflexión en la transformación de mercados, sistema productivos, economía e incluso de la hegemonía geopolítica, aunque muchas de ellas aun no están -al menos completamente- desarrolladas en el mercado. Pese a ello, la robótica superavanzada, el Internet de las Cosas, la minería de datos, el Big Data, la hiperconectividad, la inteligencia artificial, las tecnologías 3D, las plataformas BIM, la energía inteligente, el Smart Grid y las Smart Cities, la tecnología biomédica y la movilidad eléctrica entre otras cuestiones, apuntan a una nueva transformación -en este caso más disruptiva- de paradigmas colectivos como el industrial, el comercio, la salud y educación, la producción de alimentos, el control social disciplinario o incluso la forma en la que convivimos en las ciudades e incluso naciones.
Dentro de ese contexto, los sistemas tecnológicos no son neutros per se sino que más bien expresan y reflejan la ética (o falta de ella) y los objetivos de sus diseñadores. En un contexto de crisis sistémica y civilizatoria como la actual, con baja confianza de la sociedad en sus gobiernos e instituciones públicas, deslegitimación del modelo democrático debido al incremento generalizado de la corrupción y la crisis del sistema de representación, así como un pesimismo generalizado respecto hacia donde se encamina el futuro del planeta y las lógicas convivenciales de las que nos hemos dotado como sociedad global, todo apunta a que esta nueva e imparable revolución industrial generará fuertes impactos negativos desde la perspectiva social.
La historia nos enseña que todas las revoluciones tienen ganadores y perdedores. Al respecto, asistimos a como en los últimos años se va incrementando la destrucción de reservas ecológicas y su impacto en las especies animales. Vemos de igual manera el efecto de la acumulación por deposición en miles de personas que van siendo desplazadas de sus tierras y forzadas a vivir como carne de cañón de la economía informal, subsistiendo desestructurada y marginalmente en grandes urbes.
Pero además la robótica tiene sus inconvenientes. Un documento de trabajo del Fondo Monetario Internacional (FMI) llamado “¿Hay que temer la revolución de los robots? (la respuesta correcta es que sí)” concluye indicando que esta revolución industrial es notablemente diferente a las anteriores. Los robots desarrollarán muchísimas tareas que hasta ahora han sido ocupadas por trabajadores, y lo harán de forma más rápida y económica. En definitiva, aumentará la productividad pero se reducirán los salarios.
¿Los ganadores? Pues evidentemente son los propietarios de los robots… ¿los perdedores? Claramente los trabajadores desplazados de sus nichos laborales… En resumen y utilizando textualmente una cita del documento del FMI: “la automatización es buena para el crecimiento y mala para la igualdad”.
La Federación Internacional de Robótica (IFR, por sus siglas en inglés) estima que más de 2.5 millones de robots industriales estarán en funcionamiento el año que viene a nivel global, representando un crecimiento del 12% respecto al año pasado. Siguiendo las pautas del documento del FMI, el McKinsey Global Institute predice que la mitad del total del aumento de la productividad que se necesita para asegurar un crecimiento mundial estimado del 2.8% en los próximos 50 años vendrá de la automatización.
Se espera que para el 2019, el 40% de la producción global de robots industriales esté destinada a China (aunque existe la robótica de servicios que se ubica referencialmente en otros países). Existen identificadas más de 600 compañías dedicas a la producción de robots de servicios en sectores como limpieza, salud, plataformas móviles, inspección, construcción, etc… Según diversos análisis prudentes, tan sólo en los próximos cinco años se perderán 7.1 millones de empleos en las 15 economías más grandes del planeta. En distintos sectores se incrementará el desplazamiento de trabajadores por dispositivos inteligentes.
Lo anterior implica mayor inequidad social, desigualdad económica e irrespeto a la dignidad de las personas. No se trata de negar el avance tecnológico ni de reivindicar doscientos años después el ludismo -movimiento encabezado por artesanos ingleses en el siglo XIX que protestaron contra las nuevas máquinas que destruían empleo-, pero parece evidente que seguimos profundizando un proceso encaminado al enriquecimiento de unos cuantos y la desregulación laboral para la mayoría de los trabajadores.
En la actualidad, el 1% de la población mundial goza de más riquezas que el 99% restante; los 62 individuos más ricos del planeta tienen más recursos que la mitad de la población (OXFAM International, 2016); y, la brecha entre ricos y pobres llegó al punto más álgido en países desarrollados y emergentes: el 10% de los países más ricos tienen ingresos 9.6 veces superiores al 10% de los más pobres (en 1980 esta relación era de 7.1).
Según la Organización Internacional del Trabajo (OIT), el mundo tiene 1.600 millones de trabajadores con empleos estables; 1.500 millones con empleos estacionarios; 115 millones de niños trabajando en condiciones peligrosas; 21 millones víctimas de trabajos forzados, y 621 millones sin trabajar ni estudiar. En su informe 2015, la OIT calculó 197.1 millones de desempleados (72 millones menores de 25 años). El Informe de Desarrollo Mundial 2013 del Banco Mundial reportó la necesidad de crear 600 millones de nuevos empleos en los próximos 15 años (85% de empleos los provee el sector privado), condición que se viene al traste con el impacto de la nueva revolución industrial en marcha.
Aterrizada esta realidad en el caso latinoamericano, vemos como es Brasil el país que destaca en utilización de robots industriales polivalentes en el subcontinente. Se estima que este país contará en 2019 con un crecimiento de doble de unidades respecto al año 2016. En ese sentido, no debería sorprendernos que justamente sea Brasil el país de América Latina que lidera las reformas laborales en el marco de la desregulación laboral. El desempleo en este país pasó del 6,5% en 2014 al 13,1% en la actualidad, afectando a 13.7 millones de personas.
En términos generales podemos decir que en la actualidad al menos un 10% de los trabajos son enteramente automatizables, y este porcentaje seguirá en crecimiento con el desarrollo tecnológico de la actual revolución industrial.
Hablando claro, el capitalismo postmoderno, la economía del conocimiento, sus mercados derivados, el desarrollo productivo y sus facturas globalizadas, pese a que nos quieran hacer creer que es muy innovador, en el fondo tiene un aire vintage. Más que frente a un mundo Matrix, estamos frente a algo muy parecido a las viejas fábricas manchesterianas en lo que se referencia como modelo de precarización laboral.

jueves, 15 de noviembre de 2018

La Cuarta Revolución Industrial

Por Decio Machado
Revista Plan V

Históricamente los impactos de las distintas revoluciones industriales han ido siempre mucho más allá de lo tecnológico. Cada una de estas revoluciones han transformado sistemas enteros, desde vertientes sus vertientes económicas, sociales, políticas e incluso ambientales.

De esta manera asistimos a tres revoluciones antes de la actual en curso. Cada una de ellas cambiaron las fuentes de energía básicas, el tipo de actividades industriales más dinámicas, su localización en el territorio y los medios de comunicación disponibles para desplazar mercancías, personas e información.

La primera revolución industrial, la cual tuvo su origen en Inglaterra en torno a 1786, conllevando cambios radicales respecto a los medios de producción. Se introdujeron instrumentos mecánicos de tracción hidráulica y a vapor (la primera máquina de vapor de Boulton y Watt data de 1774), el telar mecánico (primer telar mecanizado apareció en 1784)  y la locomotora (primera línea férrea entre dos ciudades tuvo lugar en 1829).

Entre 1870 y la Primera Gran Guerra se desencadenó la segunda revolución industrial, nuevamente en Inglaterra, aunque ahora incorporando a Europa occidental, Estados Unidos y Japón. Los ejes aquí fueron el desarrollo de un nuevo modelo de producción industrial (primera cinta transportadora fecha de 1870), la electricidad (en 1871 se da la primera central térmica), el foco eléctrico (en 1880 Thomas Edison patenta el foco), el automóvil de combustión interna (en 1886 se presenta el primer automóvil) y el radio transmisor (en 1897 se da la primera de estas).

La tercera revolución industrial, a la que alguna mente iluminada tuvo a bien definir como la revolución de los elementos “inteligentes”, comenzó a desarrollarse siete décadas atrás e impulsó las computadoras personales (en 1962 aparecen los primeros), la tecnología de la información para automatizar la producción (primer controlador programable -PLC- data de 1969), la aviación, la era espacial, la energía atómica, la cibernética y el Internet (la Word Wide Web aparece en 1990).

La cuarta revolución industrial, esta en la que estamos inmersos, no es diferente. Las tecnologías maduras que generarán el punto de inflexión en la transformación de mercados, sistema productivos, economía e incluso hegemonía geopolítica aun no están -al menos completamente desarrolladas- en el mercado. Pese a ello, la robótica superavanzada, el Internet de las Cosas, la minería de datos, el Big Data, la hiperconectividad, la inteligencia artificial, las tecnologías 3D, las plataformas BIM, la energía inteligente, el Smart Grid y las Smart Cities, la tecnología biomédica o la movilidad eléctrica, apuntan a una nueva transformación de paradigmas colectivos como el industrial, el comercio, la salud y educación, la producción de alimentos, el control social o incluso la forma en la que convivimos en las ciudades. 

Dentro de ese contexto, los sistemas tecnológicos no son neutros per se sino que más bien expresan y reflejan la ética y los objetivos de sus diseñadores. En un contexto de crisis sistémica y civilizatoria, baja confianza de la sociedad en sus gobiernos e instituciones públicas, deslegitimación del modelo democrático debido al incremento generalizado de la corrupción y la crisis del sistema de representación, así como un pesimismo generalizado respecto hacia donde se encamina el futuro del planeta y las lógicas convivenciales de las que nos hemos dotado como sociedad global, esta nueva e imparable revolución industrial no apunta de forma tan positiva como sucedió con otras. 

La historia nos enseña que todas las revoluciones tienen ganadores y perdedores. Al respecto, asistimos a como en los últimos años se va incrementando la destrucción de reservas ecológicas con sus respectivos impactos respecto a la existencia de especies animales, vemos de la misma manera el impacto de la acumulación por deposición en miles de personas que van siendo desplazadas de sus tierras y forzadas a vivir marginalmente en ciudades como carne de cañón del sistema capitalista en la economía informal.

Pero además la robótica tiene sus inconvenientes. Un documento de trabajo del Fondo Monetario Internacional (FMI) llamado “¿Hay que temer la revolución de los robots (la respuesta correcta es que sí)?” concluye indicando que esta revolución industrial es notablemente diferente a las anteriores. Los robots desarrollaran tareas que hasta ahora han sido ocupadas por trabajadores, y lo harán de forma más rápida y económica. En definitiva, aumentará la productividad pero se reducirán los salarios. 

¿Los ganadores? Pues los propietarios de los robots… ¿los perdedores? Claramente los trabajadores… En resumen y utilizando textualmente palabras del FMI: “la automatización es buena para el crecimiento y mala para la igualdad”. 

La Federación Internacional de Robótica (IFR, por sus siglas en inglés) estima que más de 2,5 millones de robots industriales estarán en funcionamiento el año que viene, representando un crecimiento del 12% respecto al año pasado. Siguiendo las pautas del documento del FMI, el McKinsey Global Institute predice que la mitad del total del aumento de la productividad que se necesita para asegurar un crecimiento mundial del 2,8% en los próximos 50 años vendrá de la automatización.

Se espera que para el 2019, el 40% de la producción global de robots industriales esté destinada a China. Sin embargo, existe también otro tipo de robótica distinta a la industrial: la llamada robótica de servicios. Existen identificadas más de 600 compañías dedicas a la producción de robots de servicios en sectores como limpieza, medicinal, plataformas móviles, inspección, construcción, etc… Según algunos análisis se que configuran como prudentes, tan sólo en los próximos cinco años se perderán 7,1 millones de empleos en las 15 economías más grandes del planeta. En distintos sectores se incrementará el desplazamiento de trabajadores por dispositivos inteligentes.

Lo anterior implica mayor inequidad social, desigualdad económica e irresuelto a la dignidad de las personas. No se trata de negar el avance tecnológico ni de reivindicar doscientos años después el ludismo -movimiento encabezado por artesanos ingleses en el siglo XIX que protestaron contra las nuevas máquinas que destruían empleo-, pero parece evidente que seguimos profundizándonos en un proceso encaminado al enriquecimiento de unos cuantos y la desregulación laboral para la mayoría de los trabajadores. Ya el 1% de la población mundial goza de más riquezas que el 99% restante, los 62 individuos más ricos del planeta tienen más recursos que la mitad de la población (OXFAM International, 2016) y la brecha entre ricos y pobres llegó al punto más álgido en países desarrollados y emergentes: el 10% de los países más ricos tienen ahora  ingresos 9,6 veces superiores al 10% de los más pobres (en 1980 la relación era de 7,1).

Según la OIT, el mundo tiene 1.600 millones de trabajadores con empleos estables; 1.500 millones con empleos estacionarios; 115 millones de niños trabajando en condiciones peligrosas; 21 millones víctimas de trabajos forzados, y 621 millones sin trabajar ni estudiar. En su informe 2015, calculó 197.1 millones de desempleados (72 millones menores de 25 años). El Informe de Desarrollo Mundial 2013, del Banco Mundial, reportó la necesidad de crear 600 millones de nuevos empleos en los próximos 15 años (85% de empleos los provee el sector privado), condición que se viene al traste con el impacto de la nueva revolución industrial.

Aterrizada esta realidad en el caso latinoamericano, vemos como es Brasil el país que destaca en envíos anuales realizados y estimados cara al futuro en robots industriales polivalentes en el subcontinente (se estima en 2019 un crecimiento de doble de unidades con respecto al 2016). En ese sentido, no debería sorprender que justamente sea el gigante suramericano el país de América Latina que lidera las reformas laborales en el marco de la precarización laboral. El desempleo en este país pasó del 6,5% en 2014 al 13,1% en la actualidad (13,7 millones de personas).

En términos generales podemos decir que en la actualidad al menos un 10% de los trabajos son enteramente automatizables, y este porcentaje seguirá en crecimiento con el desarrollo de la actual revolución industrial. En ese contexto, las políticas estatales deberían proveer de cobertura al mercado de trabajo y a la ciudadanía en general frente al desarrollo tecnológico, proveyendo de conocimientos técnicos necesarios a los trabajadores para reciclarse ante la nueva realidad, pero marcando las pautas que impidan una mayor explotación del trabajo asalariado.











lunes, 12 de noviembre de 2018

sábado, 3 de noviembre de 2018

Bolsonaro y sus repercusiones en la región

Por Decio Machado / Universidad Nómada Sur

Brasil, país emergente que ha sido referencia en el subcontinente, se ha convertido tras las elecciones del pasado 28 de octubre en el eje sobre el que pivota gran parte de la inestabilidad  política y económica regional.

La nación más grande de Suramérica, con una tasa de homicidios que supera el conjunto de Europa y también de Estados Unidos, decidió, en el marco de una fuerte deslegitimación social de su ecosistema político institucional, votar por el antipetismo plasmado en la figura de una nueva derecha que se manifiesta como alternativa pese a sus cánones sumamente conservadores en el sentido moral y neoliberales en lo referente a sus planteamientos económicos.

El fenómeno puede ser extensible a otros países de América Latina en la medida en que el subcontinente ostenta la nada envidiable distinción de ser la región más violenta del mundo, con 23,9 homicidios por cada 100.000 habitantes, comparado con 9,4 de África, 4,4 de América del Norte, 2,9 de Europa y 2,7 de Asia.

Hablamos de un territorio que concentra apenas el 8% de la población mundial pero el 37% de los homicidios que acontecen en el planeta, donde están ocho de los diez países más violentos a nivel global y 42 del ranking de las 50 ciudades más inseguras del globo terráqueo. En ese contexto, las expresiones políticas de “mano dura” contra la violencia, tal y como lo que representa Bolsonaro, pueden imponerse ante conceptos anteriormente aceptados respecto a la inviolabilidad de la integridad física y los derechos ciudadanos.

En paralelo, tres de cada cuatro ciudadanos latinoamericanos manifiesta -según diversos estudios de alcance regional- escasa o nula confianza en sus respectivos gobiernos y alrededor del 80 por ciento de la sociedad es consciente de que la corrupción esta extendida en las instituciones públicas de la región. El sistema de partidos políticos está actualmente altamente desprestigiado, las clases vulnerables -sectores recién salidos de la pobreza- y las clases medias más consolidadas no sienten que sus reclamos sean adecuadamente canalizados ni por sus gobiernos ni por las formaciones políticas de viejo cuño, a la par que la mayoría de la gente no tiene fe en el futuro. En resumen, la desconfianza ciudadana es cada vez mayor y está conllevando a una fuerte desconexión entre sociedad y la estructura del Estado, lo que pone en jaque la cohesión social y debilita el “hipotético” contrato social existente.

Así las cosas, el terreno esta abonado para la configuración de nuevas fuerzas políticas que se posicionen como antisistémicas frente a los partidos convencionales, incluyendo entre ellos a las candidaturas progresistas que durante el pasado ciclo político no pusieron en cuestión ni el modelo de acumulación heredado, ni al status quo existente al interior de nuestras sociedades, ni el modelo para la toma de decisiones al interior del Estado. En paralelo, se reposiciona socialmente -en sociedades asediadas por el crimen y la violencia- el imaginario de que para acabar con la delincuencia es necesario que haya “mano dura” por parte de las autoridades, reconfigurándose las tácticas militarizadas como las herramientas proclives para asegurar una gestión exitosa en la seguridad ciudadana.

Pero más allá de un posible “efecto contagio” en la región y contrario a las lógicas emanadas por líderes como Lula, Chávez o Correa, el actual presidente electo de Brasil no manifiesta inicialmente mayor pretensión respecto a convertirse en un figura de liderazgo regional. 

Más allá de su confrontación ideológica con gobiernos como Cuba, Venezuela e incluso Bolivia, países a los que Bolsonaro considera que “no agregan valor económico y tecnológico a Brasil”, el futuro mandatario brasileño ha manifestado interés por acercarse a países desarrollados de fuera de la región con el fin de reimpulsar el comercio exterior del gigante suramericano. Dicha posición posiblemente termine de sepultar los ya semi-moribundos procesos de integración regional: Celac, Unasur e incluso el propio Mercosur. El primer destino que aparece en su agenda internacional es Chile, donde será recibido por Sebastián Piñera, y que parece indicar un cambio en la preferencia de sus alianzas comerciales en la región, antes priorizadas con Argentina que es el tercer país que más importa de Brasil; también visitará Estados Unidos con el fin de entrevistarse con Donald Trump, líder por el cual Bolsonaro ha manifestado “gran admiración”; y en tercer lugar Israel, país en el cual pretende trasladar su embajada desde Tel Aviv a la ciudad de Jerusalem, siguiendo las presiones internas recibidas desde sectores evangélicos y pentecostistas.

China, principal socio comercial de Brasil en estos últimos años -con un monto de 75.000 millones de dólares en comercio bilateral durante el ejercicio 2017 (20,3 por ciento del comercio exterior brasileño)- se mantiene a la expectativa respecto a los iniciales movimientos de Jair Bolsonaro, quien ha descrito al coloso asiático como "un depredador que busca dominar las áreas económicas clave de su país y la región”. Pese a ello, Beijing confía en que las relaciones comerciales con Brasil sigan siendo prósperas y en prueba de buena voluntad tituló al editorial del día después del triunfo de Bolsanaro en el China Daily, periódico controlado por el Partido Comunista Chino, “No hay razones para que el Trump tropical interrumpa las relaciones con China”. En dicho texto, la burocracia gubernamental asiática manifestaba: “apreciamos la sincera esperanza de que cuando asuma el liderazgo de la octava economía más grande del mundo, Bolsonaro mirará de manera objetiva y racional el estado de las relaciones China-Brasil”. En todo caso y más allá de su posible alineamiento geopolítico con los intereses de Estados Unidos a nivel global, preocupa sobre manera en Beijing -por su posible efecto cascada- que devendrá del viaje a Taiwan pre-programado por Bolsonaro para el mes de marzo.

Por otro lado, las continuas referencias neonacionalistas expresadas por Jair Bolsonaro durante la reciente campaña electoral vendrían a indicar una tendencia a la revisión de lo que han sido las políticas impulsadas desde Itamaraty durante las últimas décadas. Su lema “Brasil por encima de todo, Dios por encima de todos” se asemeja bastante al “America First” de Donald Trump, y pese a que la política exterior esta minimizada tanto en el discurso como en el programa electoral del actual presidente electo, Bolsonaro defiende en la práctica un cierre de fronteras respecto a políticas migratorias pero una mayor apertura comercial con base en la reducción de aranceles y barreras no arancelarias, así como la firma de acuerdos bilaterales de comercio país a país y no integrados al interior del Mercosur.

Según Luiz Philippe de Orléans e Brangaça, uno de los pocos nombres que aparecen como posibles titulares de la Cartera de Relaciones Exteriores en el futuro gabinete de ministros de Bolsonaro: “Brasil está abierto a los negocios pero cerrado a la influencia (…) Tenemos que cerrarnos a la influencia de Naciones Unidas, de China y de los grandes bloques negociadores de la Unión Europea que tienen a Brasil en sus agendas”.

Así las cosas, incluso en la Alianza del Pacífico, bloque de países de economías abiertas compuesto por países de clara tendencia conservadora, se manifiesta inquietud respecto al impacto en la región del “nuevo” Brasil que presidirá Bolsonaro a partir del 1 de enero del próximo año.

Fuente: Revista La Brecha / Uruguay