martes, 25 de junio de 2013

Incertidumbres latinas


Decio Machado
Consultor internacional y analista, Quito (Ecuador)
www.diagonalperiodico.net


Desde los tiempos de la Colonia, la economía de América Latina ha mantenido una histórica relación de dependencia hacia países 'externos'. Inicialmente vinculada a la exportación -de productos agrícolas, minerales y textiles- hacia las metrópolis europeas,  a mediados del  siglo XX, EE UU pasó a ser el principal socio comercial, comenzando a cambiar dicha realidad a partir de los '90, cuando Chi­na abrió sus mercados.

La cantidad de productos que China importa de América Latina, principalmente productos primarios, ha aumentado rápidamente, generando un profundo impacto en las economías de los países exportadores. Hoy China es el mayor socio comercial de Brasil, el segundo mayor mercado exportador de Chile y el segundo mayor socio comercial de Pe­rú. En apenas una década, el intercambio comercial entre China y América Latina pasó de 15.000 millones de dólares a 183.068 millones, con un crecimiento anual del 28,4%. La unidad de negocios de The Eco­nomist estima que en 2014, Pekín se convertirá en el segundo destino de todas las exportaciones latinoame­ricanas, desplazando a la UE.

Entre el 27 y 30 de mayo pasado, un grupo de expertos latinoamericanos auspiciado por la UNASUR, analizó en Caracas la situación económi­ca del subcontinente. Du­rante el encuentro, el secretario general de dicha organización, el venezolano Alí Rodríguez, abogó por una estrategia de los 12 Estados miembros del bloque regional que articule un plan común de políticas para la gestión de sus recursos naturales, indicando que “cada país ha abordado sus problemas por su lado, en contraste con los grandes consorcios, que tienen un solo mando y una sola estrategia global”. 

Tras una década de bonanza económica generalizada y sostenida, el crecimiento en América Latina se moderó en el 2012, alcanzando un 3% frente al 5,9% en 2010 y el 4,3% del 2011, principalmente a consecuencia de la contracción de la demanda interna. Según la CEPAL, las predicciones para el presente año sitúan el crecimiento del subcontinente en un 3,5%, cifra que obedecería al mayor crecimiento que el esperado por parte de Argentina (3,5%) y Bra­sil (3,0%) debido a la recuperación de la actividad agrícola y de la inversión, que anotaron caídas en estos dos países en 2012. Estas estimaciones se manejan con cautela debido a la incertidumbre sobre el futuro de la economía internacional, el bajo dinamismo de las economías desarrolladas y una posible recuperación menos dinámica de la prevista en los dos gigantes sudamericanos. 

Los motivos de dicho descenso están vinculados a la baja en los indicadores de crecimiento económico de la economía mundial, lo que afectó al comercio de América Latina, ya que el alza en el valor de las exportaciones de la región fue de solo 1,6% en 2012, comparado con el 23,9% de 2011. Hay que tener en cuenta que el 97% del PIB regional es generado por países que son exportadores netos de materias primas -petróleo, minerales y productos agropecuarios-, recursos que podrían reducirse significativamente en menos de una generación de no variar las actuales tasas de extracción, o de no adoptarse técnicas agropecuarias más inteligentes, aseveró el vicepresidente del Banco Mundial para América Latina y el Caribe, Hasan Tuluy.

En ese sentido se manifiesta el informe El ascenso del Sur: progreso humano en un mundo diverso del PNUD, donde se indica por ejemplo que un país como Bolivia -una de las economías ultra-dependientes de las materias primas-, registra un índice de agotamiento de recursos naturales de 12,3% del Ingreso Nacional Bruto, más del doble del promedio regional (5,7%). Una de las grandes debilidades de las economías latinoamericanas tiene su razón de ser en el incremento continuado de sus exportaciones de materias primas, a la par que experimentan un proceso paralelo de desindustrialización. A modo de ejemplo sirva el caso brasileño, donde la contribución al PIB de la industria manufacturera cayó del 16,8% en 1996, al 15,8% en 2010, mientras que la peso de las actividades primarias se incrementó en el mismo período de 5,5% a 5,8% para la agricultura, y de 0,9% a 2,5% para las actividades extractivas, según el experto Pierre Salama. 

La balanza comercial de la mayor parte de los países latinoamericanos está desequilibrada y depende de la venta de recursos naturales, un modelo que resulta inviable. Según el presidente del Consejo Chino para el Fomento del Comercio Internacio­nal, Wan Jifei, “hay insostenibilidad en el modelo de mercado basado en la exportación de productos de bajo valor y de materias primas”. La relación comercial debería apuntar, según Wan, a transformar las industrias de cada parte. América Latina podría explorar la venta de productos agrícolas de alto valor, como café de calidad o vinos, y mejorar su sector de servicios, especialmente en turismo de lujo, desarrollo de software y servicios financieros. Luís Moreno, presidente del Banco Interamericano de Desarrollo, secunda este posicionamiento: “el reto que tenemos hacia adelante es cambiar las materias primas por productos terminados, por servicios y manufacturas. Ahí hay un gran espacio que debe ir también acompañado de mayor inversión”. 

Esto se está concretando, por parte de los países latinoamericanos, en incentivar la inversión china, y en menor medida la de otros países emergentes, para dirigirla hacia proyectos de infraestructura, la explotación de recursos agrícolas o naturales y en firmas medianas. Se pretende que las empresas transnacionales implicadas realicen transferencia de tecnología que modernice y desarrolle de forma paralela los sectores de servicios, transporte y logística locales. Según diversos expertos en la región, tres serían las posibles amenazas para las economías latinoamericanas a medio y largo plazo. La primera tiene que ver con los importantes flujos de capital inversor que ha recibido el subcontinente en los últimos años, relacionados con las bajas tasas de interés existentes en otras áreas. Situación que podría cambiar ante una hipotética recuperación de la economía estadounidenses, que implicaría la reducción de estos flujos hacia América Latina. Por otro lado, los países latinoamericanos se han visto notablemente beneficiados por el auge en los precios de los commodities en el mercado internacional, situación que podría cambiar ante una posible desaceleración del crecimiento chino. Por último, ante el alza de los niveles salariales y la mejora de condiciones laborales en la región, las transnacionales podrían perder interés por invertir en producción y ensamblaje de productos, dado que dichas empresas buscan mercados de bajo costo laboral.

martes, 11 de junio de 2013

Gobiernos posneliberales y la necesidad de nuevas alternativas


Por Decio Machado
Para Revista Opción Socialista

Antecedentes a la situación actual

El neoliberalismo, concepción radical del capitalismo que subordina la vida al mercado, llegaría a América Latina como una respuesta al modelo de Industrialización por Substitución de Importaciones (ISI) y los Estados desarrollistas que caracterizaron las décadas precedentes. Dicho modelo económico se implementó en el Chile de la Junta Militar de la mano de los Chicago Boys (término usado para denominar a los economistas neoliberales formados en la Universidad de Chicago, bajo la dirección de Friedman y Harberger), quienes convirtieron al país en un laboratorio donde se implementaron reformas económicas y sociales que llevaron a una economía de mercado neoclásica y monetarista y desregulada. Le seguiría Bolivia, con el “Decreto Supremo 21060” de Paz Estensoro en 1985; después México durante el gobierno de Salinas de Gotari, la Argentina de Carlos Menen, el Perú de Alberto Fujimori, la Venezuela del segundo gobierno de Carlos Andrés Pérez; extendiéndose por todo el subcontinente hasta llegar a Ecuador de la mano del gobierno de Sixto Durán y Alberto Dahik a principios de los noventa. En algunos casos, estas reformas fueron introducidas buscando la salida del estancamiento económico y el control de la inflación, en otros fueron impuestas en el marco del endeudamiento de los países.

El Consenso de Washington, un listado de políticas económicas neoliberales  consideradas durante los años 90 por los organismos financieros internacionales, generó consecuencias catastróficas para el subcontinente: aumento de la dependencia del capital extranjero, endeudamiento externo, déficit permanente, apertura comercial con atrofia de las producciones nacionales, inflación y carestía de la vida, privatización del sector público, vaciamiento del rol del Estado, desnacionalización de la infraestructura productiva, desregulación de todo tipo de normativas económicas, y generación de enormes brechas de desigualdad social que aun hoy se mantienen en la región. Las economías latinoamericanas crecieron menos durante las últimas dos décadas del siglo XX que en las décadas precedentes, y a su vez sufrieron severas crisis como la de México y Argentina en 1995 o la de Brasil en 1999. 

La gran lección recibida por la región tras la “pifia” neoliberal, fue entender que los países no pueden ser desarrollados desde fuera a través de la dinámica de los mercados, ya que al igual que llegan los grandes capitales extranjeros de inversión, el proceso de enriquecimiento que les genera el mercado pasa a ser exportado.

Tras más de veinte años de recetas de ajuste estructural en la región, una elite globalizada  se vio ampliamente beneficiada por el proceso de expansión mercantil, pero la mayoría de las y los ciudadanos quedaron en situación de mayor precaridad y sus Estados se vieron reducidos a la mínima expresión.

El fin de siglo desveló datos escalofriantes para América Latina, estableciéndose un pobreza en 1999 que afectaba al 43,8% de la población, lo que correspondía a una cifra algo superior a 211 millones de pobres. Los niveles de desigualdad en los ingresos medidos por el Coeficiente de GINI (medida por la cual 0 se corresponde a perfecta igualdad y el valor 1 a la perfecta desigualdad) establecían a Brasil en la pole position, con un coeficiente de .64, mientras países como Bolivia, Colombia, Chile, Guatemala, Honduras, Nicaragua, Panamá, y Paraguay, se movían en rangos de entre .55 y .60. En el mejor de los casos, países como Costa Rica y Uruguay establecían coeficientes de .47 y .44 respectivamente, muy lejos de países como Alemania que gozaban de un coeficiente de .26.

Es durante esa década de 1990, a la par del derrumbe del socialismo real y como consecuencia de los impactos negativos del neoliberalismo en América Latina, cuando se consolidan algunas organizaciones ya existentes y emergen nuevos actores que protagonizarán los procesos de luchas sociales en cada país, siendo referenciales el movimiento indígena andino, el neo-zapatismo mexicano, los “Sem Terra” brasileños y el movimiento piquetero argentino. Estos nuevos y en ocasiones no tan nuevos movimientos sociales –en especial sectores campesinos y en muchos casos indígenas- surgen a partir de la pérdida de centralidad del movimiento obrero, y son quienes con mayor entereza conformarán el frente de resistencia a las políticas de desregulación y privatizaciones implementadas en la región.

La mayoría de estos “nuevos” movimientos partían del principio de que la nueva sociedad a construirse no podía ser creada por nadie en particular, y debería emerger de los pueblos en su acción de lucha, generándose una nueva subjetividad, nuevas formas de pensar y planteándose nuevas formulas para la solucionar de los problemas.

De esta manera, sectores sociales oprimidos y clases medias afectadas enfrentaron al neoliberalismo propiciando a través de su acumulado de lucha, el ascenso al poder de fuerzas políticas que en la actualidad diseñan programas de corte nacionalista como alternativa al fracaso neoliberal en el subcontinente.

La llegada de gobiernos posneoliberales

Los actuales gobiernos progresistas del subcontinente son el fruto de esta resistencia social inmediatamente anterior: la resistencia contra el ALCA, la crítica al Consenso de Washington, la lucha contra la voracidad de las transnacionales, el reclamo de tierra y vida digna, las aspiraciones de equidad e igualdad, así como la defensa de los servicios públicos y la naturaleza.

Las movilizaciones de Seattle en rechazo a la Cumbre de la OMC y el arribo de fuerzas políticas y líderes anti-neoliberales a determinados gobiernos de América Latina marcaron la llegada de una nueva etapa política. La conformación de un movimiento internacional conformado por un amplio elenco de movimientos sociales integrados por activistas de distintas corrientes políticas en el marco de la antiglobalización y el ascenso al Palacio de Miraflores del teniente coronel Hugo Chávez, sepultaron en 1999 las tesis del pensamiento único basadas en legitimar al mercado a partir de la deslegitimación del Estado y en la desaparición de las ideologías propugnadas por los neocons estadounidenses. Esta nueva etapa se profundizaría en los siguientes años con el lanzamiento del Foro Social Mundial en Puerto Alegre en 2001, la elección presidencial de Lula da Silva en 2002, y la paulatina llegada de gobiernos “progresistas” en Argentina, Uruguay, Bolivia, Nicaragua, Ecuador…

Sin embargo, los modelos económicos implementados por la mayoría de los gobiernos de América Latina han de ser definidos como modelos “neodesarrollistas”, clasificándose en la categoría de un desarrollo capitalista posneoliberal que manifiesta ciertos cambios en el proceso de valorización del capital y de la política pública que lo acompaña con respecto al pasado. Si bien en los países con gobiernos “progresistas” el Estado ha pasado a ejercer como dinamizador de las economías nacionales, implementando periódicamente reformas para la corrección de fallas del mercado y recuperando el control de determinados sectores estratégicos; se hace evidente que en lugar de cuestionar los pilares básicos del capitalismo existente, lo perfeccionan y modernizan para su mejor funcionamiento y persistencia. La dependencia a modelos económicos extractivistas pone en cuestionamiento la sustentabilidad de estos proyectos de “cambio”, generándose una violencia social hasta ahora de baja intensidad, propia de la imposición de los interés transnacionales por encima de la decisión de las comunidades locales.

En el ámbito económico, la inserción comercial de la región en el mercado mundial está basada principalmente en sus recursos naturales, condición que ha generado una reprimarización de las economías del subcontinente, teniendo como principal receptor de dicha exportación a China. Esta condición, consecuencia del precio de los commodities en el mercado internacional, es la que sustenta en la mayoría de casos los esfuerzos realizados respecto al incremento del gasto social. Es decir, este tipo de gobiernos sin soja transgénica, petróleo o minería a gran escala, carecen de capacidad para articular políticas benefactoras y/o progresistas.

En materia de Inversión Extranjera Directa (IED) continúa el crecimiento sostenido desde 2010 en la región, marcando en 2012 un nuevo record histórico con USD 173.361 millones, manteniéndose aun los EEUU y la UE los principales inversores, aunque las inversiones realizadas por empresas de países latinoamericanos –especialmente de Brasil, Chile, México y Colombia- ha crecido ostensiblemente hasta alcanzar la cuota del 14% del total de IED. Es decir, en el marco de la tan renombrada integración de la “Patria Grande”, nunca a los grupos de capital latinoamericanos les ha ido tan bien. Cabe indicar también que sin incluir Brasil –donde las manufacturas tienen una incidencia particular-, el 51% de la IED recibida por Sudamérica tuvieron como destino los recursos naturales, en especial la extracción minería.

En la práctica, el fracaso del modelo neoliberal y el dolor que este generó a millones de ciudadanos y ciudadanas del subcontinente, fomentó el surgimiento de una “nueva izquierda” sistémico-reformista, que consciente del rol del Estado en la lucha contra la desigualdad, sabe que su legitimación social y permanencia en el poder depende de su capacidad de satisfacer parte de las demandas sociales desatendidas durante el último cuarto del siglo pasado.

El crecimiento de la región se cuantifica en un 3% durante el año pasado, y los países del área siguen mostrando que mantienen el control de sus finanzas públicas y reservas monetarias internacionales, las cuales están en niveles óptimos en comparación con el pasado reciente. Los gobiernos “progresistas” mantienen cierto grado de control sobre los mercados y un peso importante en materia redistributiva, donde se ha priorizado el gasto público y hay avances en materia de disminución de la desigualdad.

En este sentido, cabe señalar que las políticas tributarias en la región mantienen viejas lógicas regresivas y de indirectos, lo que limita la capacidad redistributiva de los Estados y mantiene a las élites económicas en condición de beneficiarios del sistema. Además no podemos olvidar que a pesar de los avances en materia de recaudación, los niveles de incumplimiento en el pago de impuestos son significativos –con rangos de evasión entre 40% y 65%-.

En el ámbito social es visible como estos gobiernos han, en gran parte, desmercantilizado sus políticas sociales,  implementando mayor niveles en acceso a derechos universales, tímidas reformas tributarias y una amplia gama programas de promoción al desarrollo combinados con el intento de universalización de los servicios públicos (mayor acceso aunque se mantiene la mala calidad en los servicios). En Venezuela esta situación se combina con una estrategia de mayor radicalidad en el pulso que se mantiene con los grupos históricos de poder, lo que permite la implementación de acciones más decididas hacia la redistribución de la riqueza. Sin embargo, en ningún caso se ha alcanzado una reforma tributaria profunda y progresiva, así como tampoco se ha reformado los sistemas de educación, salud y seguridad social con un sentido claramente equitativo y transformador.

El reporte Panorama social de América Latina 2012, de la CEPAL, indica que el 10% más rico de la población latinoamericana recibe el 32% de los ingresos totales, mientras que el 40% más pobre se beneficia sólo del 15%. Mientras Venezuela exhibe cifras de notable disminución en este aspecto –con un Coeficiente de 0.39-, los niveles notablemente altos de concentración del ingreso se observaron en Brasil, Chile, Colombia, Guatemala, Honduras, Paraguay y República Dominicana. A pesar de que los datos demuestran que la lucha contra de desigualdad sigue siendo un reto en la región, no se puede obviar avances importantes en esta materia: el gasto social por porcentaje del PIB en América Latina alcanza el 18.6%, lo que significa 7.4 puntos porcentuales más que en la década de 1990; se contabilizan 167 millones de personas en situación de pobreza, lo que significa 44 millones menos que en 1999; y en los últimos veinte años 19 millones de personas lograron salir del hambre a pesar de que aun se contabilicen 49 millones en esa condición (datos FAO).

Con excepción de Venezuela y todas sus contradicciones, no se visualiza en la región la búsqueda de alternativas al capitalismo, sino más bien el convencimiento de que no puede existir crecimiento sin un modelo de desarrollo inclusivo que genere oportunidades a un abanico notablemente más grande que las viejas élites oligárquicas –únicas beneficiarias en el pasado-.

Desmovilización social y crisis de la izquierda transformadora

En los países denominados “progresistas”, la deslegitimación de quienes hasta hace relativamente poco tiempo dominaron el poder político ha provocado en la mayoría de los casos, tendencias de afianzamiento de los gobiernos de populismo asistencialista y del nacional-desarrollismo, que combinada con la rearticulación del Estado y una creciente concentración y acumulación de poder en el Ejecutivo, está provocando una mayor personalización del poder presidencial. De forma general, la representación política de las y los ciudadanos va siendo paulatinamente sustituida, con el asentimiento de estos, por la conducción política de los gobernantes.

Estos gobiernos, envueltos en complejas contradicciones ideológicas, han sido capaces de reconducir el ciclo de protestas que caracterizaron décadas anteriores, a la par que los movimientos sociales se reconvierten políticamente –muchos de ellos han visto como sus dirigencias se integraron en el nuevo oficialismo- atrofiándose como herramientas de cambio.

Por su parte, las pocas izquierdas políticas fuera de las alianzas gubernamentales, se encuentran sumamente debilitadas fruto de la perdida de espacio frente a las políticas públicas desarrolladas por los gobiernos posneoliberales -los cuales a su vez se han apropiado de los discursos de oposición al reciente pasado neoliberal-, perdiendo credibilidad social tanto por los golpes que reciben desde los aparatos de propaganda gubernamentales como por sus propios errores, en muchos casos acumulados durante décadas de una acción política que ha dejado mucho que desear.

Los aparatos de los nuevos oficialismos se han adueñado de las viejas lógicas clientelares desarrolladas en el pasado, adoptando nuevas formas y racionalidades en este caso enmarcadas en la figura del líder y las actuales políticas redistributivas de amplios y transicionalmente efectivos programas sociales. Los mecanismos de cooptación por parte del Estado, que sirven para integrar líderes sociales a las instituciones del Estado también son estrategias de máxima actualidad.

En la actualidad la reducción de la conflictividad social en la región está condicionada por la represión política -mucho más sutil y de inferior grado que la ejercida por  los gobiernos totalitarios de antaño-; así como por la violencia social, es decir, la ruptura de vínculos sociales que se ha ido fraguando por el establecimiento de un modelo de sociedad que tiende a eliminar los lazos comunitarios y la acción colectiva.

La política neoextractivista desarrollada por los gobiernos “posneoliberales” ha permitido la recuperación de grados mayores de control sobre estas actividades, aunque en todos estos países se mantiene un alto nivel de connivencia y complicidades con el gran capital transnacional, lo que se justifica ideológicamente en base a la necesidad de recursos que permitan la construcción del “modelo de país” pregonizado por cada uno de estos gobiernos.

El conflicto que se genera en torno a esta realidad, en función de las demandas de las comunidades afectadas que exigen consulta y autorización previa ante los emprendimientos de estos megaproyectos de explotación de recursos naturales; así como las resistencias desarrolladas en función del incumplimiento gubernamental, no tienen por si solas la capacidad de desarrollar movimientos de masas que generen contrapoder. Esta situación conlleva que los conflictos sociales de este orden terminen habitualmente  con despojos del territorio, represión policial o militar y compra de líderes comunitarios por parte de las transnacionales extractivas o su cooptación por parte del Estado. Al conflicto entre “neodesarrollismo” y las propuestas de un patrón civilizatorio distinto, inspirado en el “Sumak Kawsay/Suma Qamaña”, aun le queda mucho tiempo por delante para desarrollar el suficiente peso en las conciencias ciudadanas que lo convierta en eje aglutinador que contrahegemonías.

En pleno proceso de desarrollo consumista, debido al incremento de capacidad adquisitiva que acompañan las políticas públicas de los gobiernos “posneoliberales”, resulta difícil pensar que la pérdida de biodiversidad, la degradación ambiental o la contaminación de agua y aire, tengan capacidad de formar parte de las principales preocupaciones de la ciudadanía a corto plazo.

La concentración de poder por parte del Ejecutivo, especialmente en algunos países de la región, desatan conflictos generalizados en el marco del recorte de libertades, el cumplimiento respecto a derechos humanos y con especial énfasis, respecto a la libertad de expresión e información. Las incapacidades anteriormente señaladas de las izquierdas transformadoras, hacen que en ese contexto,  en muchos casos estas apoyan posiciones afines a los grupos mediáticos pertenecientes a la vieja oligarquía, en lugar de posicionar propuestas propias alternativas de democratización de la información frente al creciente aparato de propaganda que desarrollan muchos de estos Estados.

Para las izquierdas transformadoras, toca durante este período trabajar en la conciencia de las nuevas generaciones -posiblemente ya poco dispuestas a aceptar el rol de subyugación que vivieron sus padres y abuelos-, con el fin de generar un pensamiento crítico capaz de cuestionar el modelo “neodesarrollista” basado en el consumo, y que permita articular demandas de reales cambios estructurales con base en un movilización y organización popular más próximo a “primaveras indignadas” que a los viejos esquemas de organización hasta ahora propugnados.