viernes, 12 de febrero de 2016

El progresismo latinoamericano en su laberinto

Por Decio Machado // Director de la Fundación Alternativas Latinoamericanas de Desarrollo Humano y Estudios Antropológicos (ALDHEA)

Es mucha ya la tinta vertida en torno al debate político de moda en América Latina: el llamado “fin del ciclo progresista”. Tras una revisión general de estos textos, se puede apreciar como se han polarizado las posiciones en contra y a favor de estos procesos políticos latinoamericanos, la mayoría de las veces desde posturas ideológicas de barricada que poco o nada aportan para entender la actual coyuntura que se vive en la región.

Tesis enfrentadas

Es así que los sectores más conservadores festejan a bombo y platillo el deterioro político progresista, enarbolando discursos que tienen que ver con un pretendido restablecimiento del sistema democrático frente al “supuesto” totalitarismo esgrimido por los regímenes del llamado socialismo del siglo XXI y sus adláteres. Estos generadores de opinión de la derecha tradicional, también hacen referencia a lo que consideran un “generalizado” hartazgo ciudadano ante el colapso económico propiciado por modelos de gestión donde la intervención del Estado en la economía demuestra sus límites una vez terminado el período de bonanza económica.

Las tesis más elaboradas desde estos mundos del pensamiento liberal y neoliberal se sustentan sobre el criterio de que a los gobiernos progresistas –sean de la vertiente que sean- les ha ido bien mientras la economía fue fácil y permitió aplicar sus excedentes como analgésicos para que las contradicciones de clase aparentemente disminuyan. Llegado el período de “vacas flacas”, estos analistas expresan su crítica a lo que llaman Estado “paternalista”, definiéndolo como ineficiente, represivo e incapaz de generar salidas económicas a la actual crisis.

Frente a estas tesis conservadoras a las cuales no le daremos ya más importancia en este texto, la intelectualidad afín y legitimadora del accionar político de estos gobiernos ha esbozado una batería de artículos en los que posicionan los logros sociales y económicos obtenidos en los países progresistas de la región durante el presente ciclo. Estas argumentaciones suelen ser prolíferas en el manejo de indicadores socioeconómicos, mediante los cuales buscan evidenciar las notables mejoras existentes respecto a un pasado inmediato neoliberal de resultados desoladores. Así, esta inteligenssia pro gubernamental nos habla de una “heroica” recuperación de la soberanía política y económica, de “épicas y flamantes” conquistas en materia de derechos sociales, y los más locuaces llegan incluso a esbozar alguna que otra tesis geopolítica enmarcada en la crisis estructural del capitalismo global y la naturaleza del actual mundo multipolar.

Sin embargo, más allá de las antagónicas opiniones vertidas en torno al “fin de ciclo progresista”, existe un denominador común que transversaliza al conjunto de estos textos, el cual se basa en entender que lo sucedido en Argentina y Venezuela –así como lo que pudiera suceder en Brasil- desborda el ámbito de las fronteras nacionales y tiene implicaciones para toda la región. Esto marca una diferencia sustancial entre el proceso político latinoamericano y lo que sucede en el resto del planeta.

Consecuencia de lo anterior, el cambio de gobierno en Argentina, la avasalladora derrota sufrida por el chavismo en las legislativas de Venezuela y la gigantesca deslegitimación social del PT en Brasil con Dilma Rousseff a la cabeza, ha conllevado a que el progresismo latinoamericano viva momentos de grave desorientación política. Todos los mandatarios progresistas del continente, a pesar de las diferencias existentes entre ellos, han manifestado preocupación y tristeza por estos últimos resultados electorales y la situación de inestabilidad que atraviesa la institucionalidad política brasileña. En algunos casos, esas declaraciones han dejado incluso muestras de cierto enojo respecto lo desagradecidas que pueden llegar a ser nuestras “malcriadas” sociedades.

En todo caso, el progresismo regional ha conformado un discurso común para explicar la actual coyuntura política. Básicamente la cosa se resumen que asistimos a una fuerte ofensiva imperialista que mediante variados y poderosos mecanismos (apoyo económico a partidos conservadores y ongs cooptadas, complicidad con los medios de comunicación nacionales e internaciones, presión diplomática extranjera e injerencia en asuntos internos a través de estructuras internacionales como la Comisión Interamericana de Derechos Humanos) tiene como objetivo la restauración conservadora en el subcontinente. En resumen, las oligarquías nacionales, con fuerte apoyo del exterior, buscan “volver al pasado” con el fin de impugnar los avances sociales conseguidos durante el ciclo progresista. Para lograr sus objetivos, se articuló una estrategia de desgaste contra los gobiernos “populares” basada en atacar sus flancos más débiles: inseguridad ciudadana, corrupción, inflación y en determinados casos la carencias de productos en el mercado.

En este contexto al autocrítica no tiene porqué existir y de hecho por lo general no existe. Estos voceros del poder entienden que no hay responsabilidades por parte del progresismo latinoamericano en la conformación del actual escenario político que vive el subcontinente.

Estas tesis esgrimen aseveraciones del tipo de que ya sabemos que la inseguridad ciudadana es un fenómeno global y forma parte de esas grandes contradicciones de la sociedad moderna. Miremos a Europa, nos dicen algunos de estos autores, allí vemos como la extrema derecha -incluso en los países más desarrollados- hace uso de la esta realidad en expansión para legitimar sus discursos xenófobos y fines políticos.

Por su parte, este tipo de argumentaciones sostienen que la corrupción es un hecho inherente a la gestión del poder y, para virtud de nuestros procesos progresistas, dicha pauta de comportamiento se corresponde a casos aislados. Además, sostienen que unos de los grandes problemas con los que se enfrentan los gobiernos progresistas para combatir la corrupción es la histórica tolerancia que han demostrado nuestras sociedades respecto a este tipo de comportamiento. El cambio lleva tiempo, y que determinados directivos de las transnacionales brasileñas -en el caso más espectacular de corrupción detectado en la América progresista- estén hoy presos por sus affaires con políticos corruptos habría sido impensable una década atrás. Este hecho demuestra el buen hacer de nuestros gobiernos al respecto.

Por último está la inflación y el desabastecimiento de productos en el mercado. Al respecto, los voceros del progresismo nos explican como la capacidad adquisitiva de los trabajadores se ha ido incrementando de manera paulatina y sin precedentes durante estos años. Así, la inflación no existe en nuestros países y es tan sólo el fruto de empresarios especuladores que suben los precios de los productos con el ánimo de desgastar a los respectivos gobiernos progresistas. En el caso venezolano la tesis toma perfil bélico, pues el gobierno sufre una "guerra económica" bajo mando directo desde Miami y el desabastecimiento de productos en sus mercados devienen de una estrategia de acaparamiento por parte del empresariado golpista y reaccionario. Ante esta realidad, es innecesario de corregir las políticas económicas implementadas en los diferentes países progresistas de América Latina, pues no estamos ante lógicas de ineficiencia gubernamental sino ante operaciones camufladas de sedición por parte de los poderes fácticos del capital internacional.

Este conjunto de argumentaciones, a más de otras tantas esgrimidas por los mismos autores, vienen a reflejar lo desigual de la espartana batalla que enfrenta el progresismo latinoamericano en estos momentos: los diferentes actores del Machiavellian Global Capitalism se han puesto de acuerdo para emprender la salvaje ofensiva que en estos momentos asedia a los gobiernos populares de América Latina y sus "plebeyas" democracias. 

Pero al interior del progresismo hay algunos sectores que elevan unos grados más la complejidad de sus análisis. Entienden que ante la estrategia de “golpe blando” de la derecha se debe hacer un esfuerzo por identificar las demandas de las nuevas clases medias latinoamericanas, aunque con cierto tono de reproche indican que estas no deberían nunca olvidar que nacieron al calor de estos procesos.

De esta manera, demuestran ser conscientes de que el ensanchamiento de la clase media en la región ha incrementado las demandas que desde estas sociedades se expresan hacia sus respectivos gobiernos. Su eje principal se concentra básicamente en los sectores de salud pública, educación y seguridad, plasmándose un creciente descontento respecto a la escasa calidad de los servicios públicos que reciben.

Pero una vez más la autocrítica es exigua y hasta se considera innecesaria. Esta intelectualidad pro poder nos indica que las “escasas” demandas sociales provenientes de los sectores populares que quedaron insatisfechas, no son más que el fruto de las “aspiraciones y anhelos” de las nuevas y desagradecidas clases medias surgidas a raíz de la encomiable lucha contra la pobreza esgrimida por los gobiernos revolucionarios de la región.

En todo caso, para los sectores más lúcidos del progresismo comienza a ser evidente –especialmente tras las turbulencias sociales generadas en Brasil durante los últimos años y las elecciones en Argentina- que dicha clase media es a partir de ahora un agente de cambio social al que hay que considerar en el tablero político latinoamericano. Además se plantean un problema añadido de escaso debate aún en los diferentes países progresistas de la región: ¿cómo hacer que dicha clase media se torne autosostenible y no dependa de los programas de transferencia estatales que le permitieron salir de la pobreza? En este sentido cabe significar que aunque la pobreza por ingresos –ingresos inferiores a 4 dólares al día- se ha reducido a casi la mitad durante la última década, es la población vulnerable –ingresos entre 4 y 10 dólares al día- el segmentó más amplio (el 38%) de población existente en América Latina.

Sin embargo y sin pretender desestimar las anteriores consideraciones esgrimidas por concienzudos articuladores del pensamiento oficial-progresista latinoamericano, la reflexión más autocrítica e interesante al interior de la burocracia estatal progresista y sus aledaños deviene de un sector aún muy minoritario, carente de forma orgánica, que comienza a plantearse preguntas que van más allá de la autoafirmación: ¿será que la desproporcionada propaganda emitida desde los aparatos gubernamentales, aunque enamoraba a dirigentes e incondicionales, comenzó a saturar y molestar a amplios sectores de la sociedad? ¿será que la gente empezó a cuestionar el hecho de que toda opinión crítica respecto a estos regímenes políticos sea calificada como antidemocrática, golpista y vinculada a intereses extranjeros? ¿será que la ciudadanía desde hace algún tiempo viene interpretando que no toda la oposición política es fascista per se y que las disidencias de izquierda que paulatinamente fueron abandonando estos gobiernos no son necesariamente traidores a la revolución? ¿será también que cada vez más sectores sociales comenzaron a cuestionar la incapacidad de dialogo y consenso que se esconde tras argumentos como ese de que quien no esté de acuerdo con el régimen que monte un partido y nos gane en las próximas elecciones? En resumen, ¿será que a la sociedad en general se le acabó el enamoramiento respecto a un estilo de que hacer política que reproduce arquetipos de lo viejo como son el caudillismo, el paternalismo, las estructuras sociales jerárquicas, el desmantelamiento de las organizaciones sociales autónomas y la subordinación de la sociedad al poder político?

La tesis oficial progresista respecto a este nuevo sector crítico responde al hecho de que, por lo general, estos sujetos vienen a reflejar una “desviación” ideológica derivada de disociar la teoría de la praxis. Esto les lleva a atentar, “inconsecuentemente” claro está, contra los partidos y gobiernos nacional-populares en cada uno de sus respectivos países. En definitiva, con sus críticas y autocríticas estos “traidores revisionistas” le hacen el juego a la derecha, formando parte de la estrategia global impulsada por intereses extranjeros y los actores principales del capitalismo global. Citando a San Ignacio de Loyola tal cual lo hiciera el presidente Correa durante las últimas elecciones secciones en Ecuador: “en una fortaleza asediada toda disidencia es traición”.

Tras el discurso progresista, una abyecta realidad

La década dorada (2003-2013) de América Latina, auspiciada por el boom de los precios de las materias primas, ya es historia. Queda atrás el período en el que la tasa promedio de crecimiento de la región se aproximaba al 5%, permitiendo que unos 80 millones de personas salieran de la pobreza y que la clase media haya crecido hasta alcanzar algo más de un tercio de la población. Fue hermoso mientras duró, pero los gobiernos latinoamericanos se ven ahora obligados a afrontar su gestión sin los enormes excedentes de los que antes disfrutaron. En pocas palabras, la fiesta se terminó y se dejaron de servir las copas cuando todavía la mayoría de invitados se mantenían desaforadamente bailando.

Aquí cabe una reflexión. Si bien es cierto que los gobiernos progresistas han implementado una batería de políticas públicas destinadas a los sectores más pobres, también lo es que la fuerza de penetración y obtención de ganancias del gran capital no se ha visto mermada durante este período, pese a la implementación de medidas regulatorias y la recaudación de impuestos. Es decir, se mejoraron las condiciones en que viven los sectores populares sin confrontar al poder económico y su matriz de acumulación. Es más, el sector privado ha obtenido durante estos años “progresistas” tasas de beneficio muy superiores a las obtenidas durante la última etapa neoliberal en cada uno sus respectivos países. Sería el ministro de Economía y Finanzas de Bolivia, Luís Arce Catacora, quien sin tapujos resumiría bien la cuestión: “Les está yendo muy bien al sector privado, eso es bueno para nuestras economías y nos congratulamos por ello”.

Igual sucede con el sector financiero privado, quienes han estado ganando cada vez más dinero con independencia del actual momento económico y el tipo regímenes políticos a los que están sometidos. Es por ello que en Brasil, durante el primer semestre del 2015, el lucro de los cuatro principales bancos del país creció un 46% respeto al mismo período del año anterior a pesar de la recesión actual que sufre la economía brasileña. En Ecuador y Uruguay, los privados del sector financiero igualmente reportan mayores beneficios aún de los conseguidos durante el 2014, donde ya obtuvieron tasas records de ganancia. En Argentina e incluso Venezuela, sus bancos ocuparon los primeros 10 puestos de un ranking regional de retorno sobre capital. Es resumen, mientras varias patronales bancarias señalan que atraviesan el “mejor momento de su historia” en América Latina, los niveles de endeudamiento familiar, especialmente entre los sectores más humildes de las sociedades progresistas latinoamericanas, ha ido paulatinamente creciendo y comienzan a mostrar indicadores preocupantes.

La popularización del crédito significó en Brasil que mientras en 2001 esté representara el 22% del PIB, en 2014 ya superara el 58% de este. Entre los sectores más humildes, se duplicó el número de gente que accedió a tarjetas de crédito y cuentas corrientes. Mientras el salario creció en torno al 80% entre 2001 y 2015, el crédito individual aumentó un 140%. Las consecuencias hoy saltan a la vista. En 2015 el endeudamiento de las familias con el sistema financiero compromete al 48% de sus ingresos frente al 22% del 2006.

De igual manera, una reciente estudio del Colegio de Economistas de Pichincha en Ecuador demuestra que las políticas gubernamentales impulsadas con el fin de desarrollar el consumo interno, están derivando en un fuerte endeudamiento familiar. Según este estudio, el 41% de los hogares ecuatorianos gastan más de lo que ganan, siendo las personas que más endeudadas están las que menos ingresos perciben.

En paralelo, el boom de los commodities convirtió a los países latinoamericanos en espacios atractivos para la inversión extranjera en el sector primario, dando lugar al llamado proceso de reprimarización de las economías de la región y la agudización de su dependencia respecto a las necesidades del capitalismo global.

Los recursos naturales se convirtieron en apetecibles activos que promueven el extractivismo como mecanismo de fácil inserción en los mercados internacionales, transformándose en alternativa para el ingreso de divisas procedentes del sector externo. Sin embargo y aunque la reprimarización de estas economías incorpore actividades tecnológicamente maduras, la actividad extractiva generó escaso valor agregado y nula diversificación de productos, creando apenas empleos temporales con salarios por debajo del promedio respecto a otras actividades económicas. En resumen, la visión “eldoradista” construida por los gobierno progresistas latinoamericanos no ha generado más que economía de enclave –sin encadenamiento producto ni integración en los mercados locales-, mayor dependencia respecto a las oscilaciones de precio en el mercado global, desequilibrios macroeconómicos internos y la proliferación de una innumerable lista de conflictos socioambientales en los territorios afectados.

El progresismo regional, con la infantil visión de que es posible un capitalismo “bueno”, aplicó una lógica neo-desarrollista con criterios de cierta redistribución del ingreso sin afectar a la riqueza concentrada históricamente en muy pocas manos. Todo ello bajo la infantil ilusión de que es posible generar una macroeconomía estable de crecimiento sostenido liberada de las periódicas crisis sistémicas del capitalismo global.

El error no pudo ser más nefasto. Si bien es cierto que la evolución del valor de las exportaciones latinoamericanas ha significado un crecimiento exponencial en las tres últimas décadas, pasando de 19.000 millones de dólares en 1980 a 340.000 millones en el año 2000 para llegar a 1 billón de dólares a comienzos de la presente década, la falta de diversificación económica –en algunos casos las materias primas que se siguen vendiendo al exterior son las mismas desde hace un siglo- ha hecho que 2015 sea el tercer año consecutivo en que caen las exportaciones latinoamericanas. Así, países como Venezuela cuyo 96% de la exportaciones es petróleo o Ecuador donde entre cuatro productos –principalmente el crudo- suman el 75% de las exportaciones, atraviesan en estos momentos una situación tremendamente compleja que puede a la postre conllevar cambios de gobierno. Cuando los precios internacionales de las materias primas exportadas cayeron, las economías de la región -a pesar de elocuentes y conmovedores discursos soberanistas- se desplomaron a la velocidad de crucero.

Aquí una aclaración. Si bien es cierto que la retórica de los legitimadoras de los regímenes progresistas invoca por doquier los avances logrados en su lucha contra la pobreza, ese discurso oculta dos mentiras.  El primer el lugar, el discurso progresista no distingue entre desigualdad estructural y desigualdad coyuntural lo cual implica una trampa dialéctica; mientras en segundo término, el comportamiento de los indicadores sobre pobreza que se ha dado en el continente goza de cierta homogeneidad, y mantiene una lógica independiente a la tendencia ideológica de los diferentes gobiernos en cada país.

Esto es visible con tan solo comparar los casos de Ecuador y Colombia, dos regímenes a priori confrontados ideológicamente. El gobierno correísta presume de ser el que mejores logros ha obtenido en materia de lucha contra la pobreza en la región. Correa se vanagloria públicamente de ser un referente en modelos de políticas públicas y sociales para erradicar la pobreza. Según los datos del Instituto Nacional de Estadísticas y Censos del Ecuador (INEC), durante los primeros ocho años de gestión correísta (2007-2014) la pobreza nacional medida por ingresos disminuyó del 36,74% al 22,50%, lo que significó una reducción de pobreza de 14,20 puntos porcentuales. Sin embargo, según el Departamento Administrativo Nacional de Estadística de Colombia (DANE), ese país pasó de un indicador del 45,06% de pobreza media por ingresos en 2006 a 28,50% en 2014, por lo tanto, se contabilizó una reducción de la pobreza de 17,45 puntos porcentuales. En resumen y según estos datos, la Colombia neoliberal disminuyó 3,25 puntos porcentuales más que el Ecuador progresista la pobreza en prácticamente el mismo período.

Decía el popular escritor y humorista Mark Twain, que hay tres clases de mentiras: las mentiras, las malditas mentiras y las estadísticas. Dicha aseveración parece tomar validez algo más de un siglo después de su muerte, ante otro curioso dato esbozado por el régimen correísta. Mientras el oficialismo progresista ecuatoriano se jacta de haber bajado el Índice GINI (indicador de la desigualdad de los ingresos dentro de un país) de 0.54 en 2007 a 0.48 en 2012 (en la actualidad está en 0.47), los ingresos de las 300 principales empresas que operan en el país y su relevancia respecto al PIB nacional se ha incrementado de manera notable durante los años de gestión progresista. Así, en 2006, con un PIB de 46,8 miles de millones de dólares, las 300 empresas más grandes en el Ecuador ingresaron 20.363 millones de dólares, lo que viene a significar un 43,6% del PIB nacional. Estas mismas empresas en 2012, con un PIB de 84,7 miles de millones de dólares, ingresaron 39.289 millones de dólares, lo que implica un 46,4% del PIB nacional. El incremento de casi tres puntos respecto al peso de las 300 principales empresas que operan en el mercado ecuatoriano sobre un PIB que casi de duplicó entre 2006 y 2012, demuestra la actual tendencia a la mayor monopolización en los mercados, lo que implica que las empresas más grandes ganen sustancialmente más durante el “progresismo” correísta que en el período neoliberal implementado en la “mitad del mundo”.

Algunas impertinentes reflexiones cara al futuro

De todo lo expresado con anterioridad, surgen una serie de cuestiones sobre las cuales a la intelectualidad orgánica progresista ni se les pasa por la cabeza mínimamente reflexionar.

La primera de ellas tiene que ver con la inconveniencia de fusionar partido y Estado en este tipo de procesos pretendidamente transformadores. La fusión de estos, conforma un nuevo sistema oligárquico que se convierte en el primer paso para la cristalización de una nueva “casta” en el poder. Se trata de una élite tecno-burocrática que nace del control de poder estatal y que se impone, bajo soflamas revolucionarias, sobre la sociedad. Los niveles de corrupción existentes en los regímenes progresistas latinoamericanos vendría a demostrar que estos nuevos administradores de la sociedad suelen tener serías tendencias a beneficiarse directamente de su gestión.

La segunda de estas, tendría que ver con el hecho de que el progresismo no se ha preocupado por el fin del capitalismo, sino más bien en desarrollar formas de convivencia con el gran capital que buscasen la minimización de los costos sociales derivados de la acumulación capitalista. Es por ello, que la dinamización de las diferentes economías nacionales “progres” a través de la intervención del Estado, más allá de democratizar el acceso al consumo, han significado que los sectores más beneficiados hayan sido el capital privado y su sistema financiero, los cuales ostentan records en sus tasas de ganancia a consta del endeudamiento familiar de los más pobres.

La tercera cuestión, se referencia en el hecho de que entender por progresista y transformador la construcción de “mas Estado”. El capitalismo en general e incluso el neoliberalismo en particular no implica necesariamente el concepto de “Estado mínimo”, si no más bien se trata de que el Estado intervenga intensamente a favor del capital. El tamaño del Estado entonces pasa a ser una consideración coyuntural. En este sentido, el llamado “retorno del Estado” que ha formado parte de las políticas progresistas en el subcontinente, junto al emotivo discurso del aumento del gasto social, se convirtió en el eje estratégico sobre el cual se devolvió al sistema económico capitalista a su normalidad tras su pérdida de legitimidad social que sufrió en el último tramo de la era neoliberal. Un mercado fuerte necesita de un Estado fuerte, y la reinstitucionalización del Estado en decremento de poder autónomo ciudadano en la práctica se materializa como una respuesta al empoderamiento desarrollado por los movimientos sociales durante la explosión de sus resistencias durante la embestida neoliberal.

Por último, una cuarta cuestión derivada de lo anterior. Suponiendo que lo que los gobiernos progresistas habrían de haber hecho es desmercantilizar a la sociedad, construir poder popular, nacionalizar y entregar a la gestión obrera las empresas, así como empoderar a las organizaciones sociales autónomas creando condiciones objetivas para la construcción de consciencias revolucionarias… ¿es posible que esto se haga desde el Estado? La pregunta tiene una respuesta sencilla y su confusión emana de la ilusión acerca del Estado neutral y mediador relativamente autónomo en el conflicto de clases. Si tanto Marx como Engels ya explicaron que el Estado no pasa de ser esencialmente una máquina capitalista, convendría citar a Negri cuando definió al Estado contemporáneo como esa máquina equipada para la planificación y la gestión de la creciente conflictividad y el control de los peligrosos comportamientos políticos de las masas. Por lo tanto, parece difícil que sea el Estado el motor de cambio cuando hace tiempo ya que el cerebro capitalista se convirtió en Estado, su legitimidad en el poder de mando y su racionalidad productiva en el desarrollo del capital.

Y es aquí cuando llega el drama. Pues en un momento en que el progresismo latinoamericano comienza a mostrar cierto nivel de agotamiento y desgaste, nadie sabe que hacer para reactualizar dicho proyecto político en el marco de una coyuntura económicamente adversa. Si el éxito del progresismo se ha basado en la democratización del acceso al consumo, una gestión más eficaz del erario público y la implementación de determinadas políticas sociales, son precisamente en estos ámbitos donde más se comienza a sentir el impacto de los actuales recortes presupuestarios y el deterioro de la capacidad adquisitiva en la ciudadanía latinoamericana.

El neo-desarrollismo progresista no ha sido más que una teoría del crecimiento económico que se ha mantenido sujeta a dimensiones economicistas y a medidas cuantitativas insuperables. En el fondo, la lógica neo-desarrollista latinoamericana se puede resumir en: aplicación de políticas económicas heterodoxas con una intervención protagónica del Estado que permite disimular con pragmatismo su favoritismo hacia los capitalistas, retomando la idea de la necesidad de industrialización como prioridad en las economías intermedias y promoviendo paralelamente alianzas con el agrobusiness, mientras buscan acuerdos con transnacionales extranjeras en aras a reducir la brecha tecnológica e intentar imitar el proceso protagonizado entre 1960 y 1990 por los llamados “tigres asiáticos”.

Para financiar lo anteriormente descrito y emerger del subdesarrollo, esta modalidad de capitalismo de Estado ha buscado mediante el neoextractivismo –orientación de la economía hacia actividades de explotación de la naturaleza con papel protagónico del Estado- el incremento de su renta extractivista. Sin embargo y en la práctica, el progresismo nos ha más que demostrado sus límites a la hora de combinar crecimiento económico en el marco del desarrollo capitalista subordinado y emancipación social.

Y es por ello, que el progresismo latinoamericano se hace ahora una pregunta sin respuesta: ¿Cómo volver a seducir a las mayorías sociales con un proyecto político que, sin transformar consciencias, basó su éxito en un festín consumista que ahora entra en crisis y deja como resultado niveles preocupantes de endeudamiento familiar entre los sectores más pobres?

¿Fin de ciclo?

El tan polemizado fin de ciclo progresista no tiene porqué conllevar la caída de todos los gobiernos autodefinidos como progresistas en la región. De hecho, es difícil pensar que eso se vaya a dar. El cambio de ciclo o su continuidad viene determinado por el tipo de políticas que estos gobiernos vayan implementado en esta nueva etapa, lo que definirá sobre cuales espaldas recaerá el peso de la crisis económica que vive el subcontinente.

Los actuales gobiernos progresistas se encuentran ahora ante la disyuntiva que habitualmente enfrentan todos las tendencias socialdemócratas en circunstancias de crisis económica: ¿o seguir defendiendo un modelo de gestión pseudo progresista del capitalismo y su institucionalidad burguesa o tomar el camino de la radicalidad y el conflicto, determinando que el costo de la crisis debe recaer sobre los sectores que más se beneficiaron durante la bonanza económica?

En este sentido, cabe indicar que lo que se está viendo hasta ahora no es muy alentador. Cuando ya comienzan a aparecer indicadores que reflejan caídas en el nivel de empleo, deterioro en la situación laboral de las mujeres y los jóvenes, e indicios de que podría estar volviendo a subir la informalidad a través de una mayor generación de empleos de menor calidad, la opción determinada por el progresismo regional –incluidos los gobiernos considerados más transformadores- esta siendo la implementación de alianzas público privadas que buscan aligerar de cargas fiscales y sociales al sector privado con el supuesto objetivo de fomentar la inversión.

Es así que los gobiernos progresistas decidieron pegarse un tiro en la sien, pues en base a la actual hoja de ruta, en unos años serán tan poco distinguibles de la derecha latinoamericana como lo es la socialdemocracia liberal del conservadurismo europeo.


En todo caso y más allá de las decisiones a las que se ven abocados los que juegan a la real politik y el “asalto a los cielos”, una vez más, todo parece indicar que la balanza se volvió a inclinar hacia el lado equivocado: no están siendo quienes más ganaron durante el periodo de bonanza económicas, a quienes se les pone sobre sus espaldas el peso de la actual crisis económica en América Latina…

lunes, 8 de febrero de 2016

¿Y ahora qué?

Por Decio Machado // Director Fundación ALDHEA
www.elmostrador.cl

Entre el 2 de febrero de 1999 -primera investidura como presidente del comandante Hugo Chávez en Venezuela- hasta hoy, han pasado 17 años de llamado “ciclo progresista”.

Al igual que Chávez fue fruto político de la revuelta popularmente conocida como el Caracazo (1989) y el derrocamiento de Carlos Andrés Pérez en 1993, los demás presidentes progresistas lo fueron también de un ciclo de levantamientos populares que provocaron, directa o indirectamente, la caída de una decena de presidentes sudamericanos: Abdalá Bucaram (1997), Jamil Mahuad (2000) y Lucio Gutiérrez (2005) en Ecuador; de la Rúa y Rodríguez Saá (2001) en Argentina; Sánchez de Lozada (2003) y Carlos Mesa (2005)  en Bolivia; Raúl Cubas (1999) en Paraguay; Alberto Fujimori (2000) en Perú; y, Collor de Melo (1993) en Brasil.

Con excepción de la revuelta zapatista, todas las grandes acciones populares durante este período terminaron desembocando en procesos electorales que llevaron al poder a dirigentes que no habían participado en las revueltas (caso de Correa), que participaron algo lateral en ellas (caso de Evo o Lula), o que habían actuado incluso en el campo opuesto (caso de Néstor Kirchner). 

Al ciclo de luchas le sustituyó uno de estabilidad, donde estos gobiernos gestionaron sin generar grandes rupturas –quizás Venezuela puede ser la única excepción- con el modelo de acumulación y matriz productiva heredado del neoliberalismo.

Acompañados por un ciclo económico favorable fruto del aumento especulativo de los precios de los commodities, los gobiernos progresistas tuvieron en común: el fortalecimiento/reposicionamiento del Estado, la aplicación de políticas sociales compensatorias como eje de las nuevas gobernabilidades, el modelo extractivo y la exportación de commodities como eje de su crecimiento económico y la realización de grandes obras de infraestructura.

Agresivo extractivismo a cambio de políticas sociales e incremento de la capacidad adquisitiva a cambio del festín consumista fueron dos de los ejes del ciclo progresista que comienzan a dejar serios lastres: en Ecuador, mientras las 300 principales empresas del país controlan casi el 50% del PIB nacional y ganan más que nunca, el 41% de los hogares gastan más de lo que ganan –siendo los más endeudadas quienes menos ingresos perciben- y el 43% de los solicitantes de préstamos los piden para pagar otras deudas contraídas; en Brasil, donde la existencia de tarjetas de crédito y cuentas corrientes casi se duplicó entre los pobres, los bancos obtienen records en su tasa de beneficios mientras la tasa de endeudamiento familiar ya alcanza cerca del 70%.

Pero la caída de los precios de los commodities en el mercado global marcó el fin de una fiesta de la que empezamos a ver los resultados: los productos primarios representaron el 73% de las exportaciones latinoamericanas hacia China y las manufacturas con valor agregado apenas el 6%. Países como Venezuela incrementaron su dependencia petrolera hasta alcanzar el 95% de sus exportaciones; o Brasil, el país más industrializado de la región, sufre un proceso de desindustrialización consecuencia de priorizar sus ventas de soja y minerales al gigante asiático mientras sus mercados internos se inundan de productos orientales.


Y ahora qué hacer para volver a ganar las simpatías populares es la pregunta sin respuesta entre los mandatarios progresistas mientras ven a Macri en la Casa Rosada y a dos millones de venezolanos antes chavistas incorporarse a las filas de los que van dándole la espalda a Maduro…