Por Decio Machado / Consultor político internacional, miembro de la Universidad Nómada del Sur y del Grupo de Estudios de Geopolítica Crítica de América Latina
Las relaciones entre Estados Unidos y China nunca han estado más deterioradas desde que se restablecieran las relaciones diplomáticas entre los dos países tras el viaje de Richard Nixon a Pekín en 1972. De hecho, el editorial del pasado viernes del Financial Times califica la actual crisis entre ambos países como el acontecimiento más importante en lo que llevamos del siglo XXI.
Sería Henry Kissinger, uno de los protagonistas de aquella reconciliación diplomática, quien definiría la colaboración entre Estados Unidos y China como “básica para la estabilidad y la paz del mundo”. En su libro “On China”, cuya primera edición fue publicada en Estados Unidos en 2011 por la editorial Penguin Press, Kissinger -un anticomunista visceral responsable de varios episodios de las guerras secretas de la CIA en diferentes partes del planeta- escribiría: “una guerra fría entre los dos países detendría el progreso durante una generación a uno y otro lado del Pacífico”.
Estas relaciones se mantuvieron sólidas desde entonces hasta la llegada de Donald Trump a la Casa Blanca. Tan sólidas que incluso un gobierno como el del presidente George H. Bush -responsable de la primera invasión a Irak- decidió presionar a su Congreso con el fin de amortiguar las iniciales duras sanciones impuestas contra el gigante asiático cuando en 1989 su Gobierno masacró a cerca de un millar de personas tras unas movilizaciones críticas con el régimen.
La visión dura y pragmática que Kissinger refleja en su libro tras los sucesos de la Plaza de Tiananmén, propia de un hombre que ha formado parte de tramas tan execrables en nuestra región como los golpes de Estado en Chile (1973) o Argentina (1976), le hace indicar algo que ha marcado durante los últimos 45 años la relación de Estados Unidos con la República Popular China: “inicialmente los estadounidenses insistían en que las instituciones democráticas eran necesarias para que hubiera una compatibilidad de intereses nacionales. Esa proposición -que surge de un artículo de fe de muchos analistas estadounidenses- era difícil de demostrar a partir de la experiencia histórica”.
Pese a que Kissinger sea responsable de varios planes represivos de carácter geopolítico como lo fue la Operación Cóndor, su posición como una de las figuras más relevantes de la diplomacia estadounidense le permitió comprender que China nunca asumiría de forma voluntaria un rol secundario en la jerarquía internacional. De hecho, en su obra anteriormente reseñada, Kissinger indica en sus últimos párrafos que “los estadounidenses no tienen que estar de acuerdo con el análisis chino para comprender que darle lecciones a un país con una historia de milenios sobre su necesidad de ´madurar´ puede resultar innecesariamente molesto”.
Pues bien, todas las elucubraciones de este referente de la diplomacia estadounidense se fueron al traste con la llegada de Donald Trump al Despacho Oval. En marzo de 2018 el presidente de los Estados Unidos comenzó a imponer aranceles sobre productos chinos bajo el artículo 301 de la Ley de Comercio de 1974, argumentando un historial de “prácticas desleales de comercio” y el robo de propiedad intelectual. Como reacción y el paralelo a cada medida de la administración Trump, Beijing ha ido escalando sus penalizaciones a los productos estadounidenses.
La guerra comercial entre los Estados Unidos y China, las dos mayores economías mundiales, impactan sobre la economía global haciendo que esta crezca más lentamente de lo esperado. Según la directora gerente del Fondo Monetario Internacional (FMI), Christine Lagarde, esta crisis costará a China 0,6 puntos porcentuales de crecimiento respecto a estimaciones anteriores, mientras que Estados Unidos dejará de crecer otros 0,2 puntos porcentuales.
Los nubarrones sobre la economía global son ya presentes. La Organización Mundial del Comercio (OMC) desveló en su última asamblea anual que el tráfico de mercancías y servicios caerá un 17% y que el PIB mundial lo hará en 1,9 puntos porcentuales si de aquí a fin de año se sigue escalando en esta guerra comercial.
Lo anterior supondría que la caída del comercio global estaría ostensiblemente por encima de lo sucedido en 2008 y 2009, momentos de la última crisis económica mundial. Así las cosas, la riqueza del planeta mermaría en 1,52 billones de dólares, el equivalente a sacar a Rusia del PIB mundial.
Pese a lo anterior, el impacto de esta guerra comercial en el año 2018 se considera moderado, siendo en 2019 cuando las cifras de intercambio de mercancías podrían sufrir un golpe definido fruto de la política proteccionistas estadounidense y las reacciones chinas a esta.
Inicialmente parece que la República Popular China sería la gran perjudicada a corto plazo en este conflicto, pero diversos análisis económicos de prospectiva vienen a indicar que posteriormente será los Estados Unidos el país más golpeado: Washington tendrá que afrontar las tensiones comerciales tanto dentro como fuera del país, y también el fin del paquete fiscal impulsado por Trump. Estimaciones de las instituciones de Bretton Woods indican que a la postre se reducirá el crecimiento estadounidense en un 2,5% del PIB.
En todo caso y a nivel global, una guerra comercial de estas características genera una escalada de tensiones que plantea riesgos claros para las economías de todos los países. A corto plazo, las disputas comerciales podrían tener un impacto indirecto considerable en las inversiones globales y domésticas por efecto de aumento de la incertidumbre. Estamos, si ambos países no llegan a un acuerdo en el corto plazo, ante un debilitamiento del sistema multilateral de intercambio.
En paralelo, los gerentes de fondos de inversión tienen también expectativas muy poco optimistas respecto a la evolución de la economía global. Los inversiones se encuentran sentados sobre sacas de dinero disponible pero frente a un clima de gran incertidumbre por las tensiones comerciales y la política de incremento de las tasas de interés impulsada desde la Reserva Federal (FED).
Sin embargo y más allá de todo esto, la guerra comercial no es la única causante directa del deterioro del comercio mundial. Un estudio de Internationale Nederlanden Groep indica que existe una ralentización de la producción mundial de manufacturas -la producción crecía un 0,3% mensual en 2017 y hoy esta tasa se redujo a la mitad-, lo que está influyendo también en la desaceleración de las transacciones.
La escalada no es inevitable y varios organismos multilaterales intentan incidir sobre el magnate televisivo con el fin de reconducir el actual camino de confrontación adoptado adoptado por Estados Unidos.
Trump se equivoca creyendo que Estados Unidos aun tiene capacidad de frustrar el “sueño chino”, tratando de contener el creciente poder económico y geopolítico chino… esto generará a la larga una lógica de conflicto que podría llegar a ser incluso militar.
Pese a los deseos trumpianos, el orden mundial con el que cerró el pasado siglo ya no es válido. El crecimiento de China necesariamente altera el viejo equilibrio, o más bien desequilibrio, global. Desde una visión inteligente, el nuevo desafío estadounidense debería basarse en acomodar su poder dentro del nuevo orden mundial en conformación respetando los actualizados intereses de China.
El pulso actual entre ambas potencias tiene afectación y dimensiones globales. De esta manera, Washington acusa a Beijing de articular ciber ataques, de robo de propiedad intelectual y califica a China como una amenaza para la cadena de sumidero de materiales para el ejército norteamericano. Mientras a su vez, Beijing niega que su “surgimiento pacífico” esconda una intención hegemónica ni expansionista, pese a que el estilo de mando de Xi Jinping indique lo contrario.
Europa a su vez tiembla viendo como la One Belt One Road (nueva ruta de la seda) significará su desplazamiento ante un territorio que se convertirá en un nuevo referente para las inversiones económicas y la disputa por la hegemonía geopolítica. La respuesta de Beijing es sencilla: las grandes potencias emergentes también tienen intereses internacionales legítimos, ya sea para proteger sus inversiones en el extranjero o para salvaguardar las rutas de aprovisionamiento. La República Popular China agrega además a su discurso que su huella militar en el extranjero sigue siendo pequeña en relación a su rol económico global.
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