Por Decio Machado
Históricamente los impactos de las distintas revoluciones industriales han ido siempre mucho más allá de lo tecnológico. Cada una de estas revoluciones transformó sistemas enteros, desde sus vertientes económicas, sociales, políticas, geopolíticas e incluso ambientales.
Es así que asistimos a tres revoluciones antes de la actual en curso. Cada una de ellas alteró las fuentes de energías básicas, el tipo de las actividades industriales más dinámicas, su localización en el territorio y los medios de comunicación disponibles para desplazar mercancías, personas e información.
La primera revolución industrial, la cual tuvo su origen en Inglaterra en torno a 1786, conllevó cambios radicales respecto a los medios de producción. Se introdujeron instrumentos mecánicos de tracción hidráulica y a vapor (la primera máquina de vapor de Boulton y Watt data de 1774), el telar mecánico (primer telar mecanizado apareció en 1784) y la locomotora (primera línea férrea entre dos ciudades tuvo lugar en 1829).
Entre 1870 y la Primera Gran Guerra se desencadenó la segunda revolución industrial, nuevamente en Inglaterra aunque ahora incorporando a Europa occidental, Estados Unidos y Japón. Los ejes aquí fueron el desarrollo de un nuevo modelo de producción industrial (primera cinta transportadora está fechada en 1870), la electricidad (en 1871 se da la primera central térmica), el foco eléctrico (en 1880 Thomas Edison patenta el foco), el automóvil de combustión interna (en 1886 se presenta el primero) y el radio transmisor (puesto en marcha a partir de 1897).
La tercera revolución industrial, conocida como la revolución de los elementos “inteligentes”, comenzó a desarrollarse seis décadas atrás e impulsó las computadoras personales (las primeras aparecieron en 1962), la tecnología de la información para automatizar la producción (el primer controlador programable -PLC- data de 1969), la aviación, la era espacial, la energía atómica, la cibernética y el Internet (la Word Wide Web surge en 1990).
Sin embargo, la cuarta revolución industrial -esta en la que estamos inmersos- marca signos preocupantes respecto al resultado de su impacto. Son las tecnologías maduras las que generarán el punto de inflexión en la transformación de mercados, sistema productivos, economía e incluso de la hegemonía geopolítica, aunque muchas de ellas aun no están -al menos completamente- desarrolladas en el mercado. Pese a ello, la robótica superavanzada, el Internet de las Cosas, la minería de datos, el Big Data, la hiperconectividad, la inteligencia artificial, las tecnologías 3D, las plataformas BIM, la energía inteligente, el Smart Grid y las Smart Cities, la tecnología biomédica y la movilidad eléctrica entre otras cuestiones, apuntan a una nueva transformación -en este caso más disruptiva- de paradigmas colectivos como el industrial, el comercio, la salud y educación, la producción de alimentos, el control social disciplinario o incluso la forma en la que convivimos en las ciudades e incluso naciones.
Dentro de ese contexto, los sistemas tecnológicos no son neutros per se sino que más bien expresan y reflejan la ética (o falta de ella) y los objetivos de sus diseñadores. En un contexto de crisis sistémica y civilizatoria como la actual, con baja confianza de la sociedad en sus gobiernos e instituciones públicas, deslegitimación del modelo democrático debido al incremento generalizado de la corrupción y la crisis del sistema de representación, así como un pesimismo generalizado respecto hacia donde se encamina el futuro del planeta y las lógicas convivenciales de las que nos hemos dotado como sociedad global, todo apunta a que esta nueva e imparable revolución industrial generará fuertes impactos negativos desde la perspectiva social.
La historia nos enseña que todas las revoluciones tienen ganadores y perdedores. Al respecto, asistimos a como en los últimos años se va incrementando la destrucción de reservas ecológicas y su impacto en las especies animales. Vemos de igual manera el efecto de la acumulación por deposición en miles de personas que van siendo desplazadas de sus tierras y forzadas a vivir como carne de cañón de la economía informal, subsistiendo desestructurada y marginalmente en grandes urbes.
Pero además la robótica tiene sus inconvenientes. Un documento de trabajo del Fondo Monetario Internacional (FMI) llamado “¿Hay que temer la revolución de los robots? (la respuesta correcta es que sí)” concluye indicando que esta revolución industrial es notablemente diferente a las anteriores. Los robots desarrollarán muchísimas tareas que hasta ahora han sido ocupadas por trabajadores, y lo harán de forma más rápida y económica. En definitiva, aumentará la productividad pero se reducirán los salarios.
¿Los ganadores? Pues evidentemente son los propietarios de los robots… ¿los perdedores? Claramente los trabajadores desplazados de sus nichos laborales… En resumen y utilizando textualmente una cita del documento del FMI: “la automatización es buena para el crecimiento y mala para la igualdad”.
La Federación Internacional de Robótica (IFR, por sus siglas en inglés) estima que más de 2.5 millones de robots industriales estarán en funcionamiento el año que viene a nivel global, representando un crecimiento del 12% respecto al año pasado. Siguiendo las pautas del documento del FMI, el McKinsey Global Institute predice que la mitad del total del aumento de la productividad que se necesita para asegurar un crecimiento mundial estimado del 2.8% en los próximos 50 años vendrá de la automatización.
Se espera que para el 2019, el 40% de la producción global de robots industriales esté destinada a China (aunque existe la robótica de servicios que se ubica referencialmente en otros países). Existen identificadas más de 600 compañías dedicas a la producción de robots de servicios en sectores como limpieza, salud, plataformas móviles, inspección, construcción, etc… Según diversos análisis prudentes, tan sólo en los próximos cinco años se perderán 7.1 millones de empleos en las 15 economías más grandes del planeta. En distintos sectores se incrementará el desplazamiento de trabajadores por dispositivos inteligentes.
Lo anterior implica mayor inequidad social, desigualdad económica e irrespeto a la dignidad de las personas. No se trata de negar el avance tecnológico ni de reivindicar doscientos años después el ludismo -movimiento encabezado por artesanos ingleses en el siglo XIX que protestaron contra las nuevas máquinas que destruían empleo-, pero parece evidente que seguimos profundizando un proceso encaminado al enriquecimiento de unos cuantos y la desregulación laboral para la mayoría de los trabajadores.
En la actualidad, el 1% de la población mundial goza de más riquezas que el 99% restante; los 62 individuos más ricos del planeta tienen más recursos que la mitad de la población (OXFAM International, 2016); y, la brecha entre ricos y pobres llegó al punto más álgido en países desarrollados y emergentes: el 10% de los países más ricos tienen ingresos 9.6 veces superiores al 10% de los más pobres (en 1980 esta relación era de 7.1).
Según la Organización Internacional del Trabajo (OIT), el mundo tiene 1.600 millones de trabajadores con empleos estables; 1.500 millones con empleos estacionarios; 115 millones de niños trabajando en condiciones peligrosas; 21 millones víctimas de trabajos forzados, y 621 millones sin trabajar ni estudiar. En su informe 2015, la OIT calculó 197.1 millones de desempleados (72 millones menores de 25 años). El Informe de Desarrollo Mundial 2013 del Banco Mundial reportó la necesidad de crear 600 millones de nuevos empleos en los próximos 15 años (85% de empleos los provee el sector privado), condición que se viene al traste con el impacto de la nueva revolución industrial en marcha.
Aterrizada esta realidad en el caso latinoamericano, vemos como es Brasil el país que destaca en utilización de robots industriales polivalentes en el subcontinente. Se estima que este país contará en 2019 con un crecimiento de doble de unidades respecto al año 2016. En ese sentido, no debería sorprendernos que justamente sea Brasil el país de América Latina que lidera las reformas laborales en el marco de la desregulación laboral. El desempleo en este país pasó del 6,5% en 2014 al 13,1% en la actualidad, afectando a 13.7 millones de personas.
En términos generales podemos decir que en la actualidad al menos un 10% de los trabajos son enteramente automatizables, y este porcentaje seguirá en crecimiento con el desarrollo tecnológico de la actual revolución industrial.
Hablando claro, el capitalismo postmoderno, la economía del conocimiento, sus mercados derivados, el desarrollo productivo y sus facturas globalizadas, pese a que nos quieran hacer creer que es muy innovador, en el fondo tiene un aire vintage. Más que frente a un mundo Matrix, estamos frente a algo muy parecido a las viejas fábricas manchesterianas en lo que se referencia como modelo de precarización laboral.
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