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Por Decio Machado
La lectura de esta obra, la cual goza de un fuerte
nivel de producción teórica y una vasta amplitud de fuentes bibliográficas,
pone sobre la mesa las múltiples contradicciones en las que incurrieron los
gobiernos “progresistas” durante su reciente ciclo hegemónico en América
Latina. El esfuerzo de elaboración hecho por Jorge Lora Cam y Waldo Lao Fuentes
es un aporte importante para entender la complejidad de la realidad en la que
vivimos, planteando paralelamente propuestas que ayudan a pensar en la hoja de
ruta que han de recomponer los caminos emancipatorios construidos desde y para las
y los de abajo.
Los autores parten de la realidad política brasileña
para abordar las problemáticas globales de un capitalismo que si bien en
decadencia, no deja de mostrarnos –aunque con cada mayores falencias- su cada capacidad
de adaptación, transvistiéndose en esta ocasión y en nuestra región bajo formas
populistas mediante insólitos ejercicios de teatrales y nuevas narrativas.
Brasil, por su importancia y transcendencia geopolítica,
es un buen punto de partida desde el que desarrollar un análisis crítico
respecto a lo que nos deja, como triste legado en el subcontinente, esto que
hemos tenido a bien definir como “ciclo progresista”.
Esta obra puede ser considerada como una reacción a
una de las consecuencias más nefastas de este período: la deserción casi
completa de toda una generación de profesionales académicos respecto a su rol
como impulsores del pensamiento crítico latinoamericano. Convertida esta
intelectualidad en voceros de dichos regímenes, pocas veces en la historia
hemos asistido a una complicidad tan nefasta entre la simplificación del
pensamiento/discurso y la proliferación de ejercicios de genuflexión de la
Academia frente al poder.
Jean Paul Sartre, allá por el año 1945 escribiría en
la revista Le Temps Modernes,
“considero a Flaubert y a Goncourt responsables de la represión que siguió a la
Comuna (de Paris) porque no escribieron una palabra para impedirla”. Tocará en breve plantear lo mismo respecto a
estos voceros del poder “progresista” en relación a su silencio y complicidad
con episodios represivos como los emprendidos por gobiernos que se erigieron
como representantes de la expresión popular contra la resistencia indígena en
el Tipnis en septiembre de 2011 en Bolivia, las operaciones antimotines contra
jóvenes urbanos movilizados en diferentes ciudades en junio del 2013 en Brasil
o las acciones militares contra el levantamiento indígena de agosto del 2015 en
Ecuador, por citar tan solo algunos ejemplos.
Volviendo al pensamiento sartriano, parecería
evidente que la misión de un intelectual es proporcionar a la sociedad una
“conciencia inquieta” de sí misma, “una conciencia que la arranque de la
inmediatez y despierte la reflexión”. Pero vayamos a más, y reflexionemos si esto
de la intelectualidad no debería superar su estatus de oficio o profesión para
conllevar una tarea colectiva al servicio de los sujetos comunales en lucha… Citando
a Piotr Kropotkin, cabría decir que más allá de los egos inherentes a toda intelligentsia, “sólo los esfuerzos de
miles de inteligencias trabajando sobre los problemas pueden cooperar al
desarrollo de un nuevo sistema social y hallar las mejores soluciones para las
miles de necesidades concretas”. Es por lo tanto el rol de la intelectualidad
un quehacer subordinado a la lucha colectiva, algo que a muchos intelectuales
hoy les cuesta aceptar. Por ahí discurre el transfondo de esta obra, la cual
tiene como punto de partida un concepto hoy tristemente olvidado que sin
embargo es básico: el pensamiento crítico no puede estar atado a los poderes
existentes, sino que debe ser autónomo respecto a estos y sus expresiones
partidistas que de una forma u otra conforman la vía institucional.
Desde el esfuerzo intelectual desarrollado en esta
obra, se niega la aceptación de las fórmulas fáciles hoy tan en boga, renunciando
a su espacio de confort para buscar la confrontación frente a los poderes
existentes. Esto no es factible, y los autores así lo entienden, sin desafiar ortodoxias
ideológicas y lógicas conformistas con los distintos modelos de dominación a
los que estamos sometidos. Citando a Agamben, “el totalitarismo moderno puede
ser definido (…) como la instauración, a través del estado de excepción, de una
guerra civil legal, que permite la eliminación física no sólo de los
adversarios políticos sino de categorías enteras de ciudadanos que por
cualquier razón resultan no integrables en el sistema político”. De lo anterior
se desprende entonces, que sólo un modelo basado en las personas es capaz de no
producir personas basadas en un modelo.
El pensamiento crítico es por autonomasia un
pensamiento radical y abierto, lo que supone profundizar sin concesiones en los
mecanismos que mantienen la dominación. Eso, precisamente eso, es lo que hacen
los autores durante el transcurrir de las páginas siguientes. Pero Lora y Lao
entienden también, lo cual no es baladí en nuestra región y en este momento,
que no existe el pensamiento crítico contemplativo, pues este nace del
compromiso y es desde ese compromiso desde donde estamos obligados a situar
nuestras colectivas reflexiones. Como diría Luís Cernuda, poeta español de la
llamada Generación del 27 fallecido
en su exilio mexicano, “maldigo la poesía que no toma partido hasta mancharse”.
Es desde ahí desde donde no podemos olvidar que fue el accionar de los
movimientos sociales -protagonismos anónimos y populares- los que posibilitaron
este “ciclo progresista”, siendo posteriormente traicionados por las
estructuras partidistas que rentabilizaron dicho acumulado y olvidados por esa intelectualidad
hoy al servicio del poder, los cuales han pasado a convertirse en una rémora
para la reconfiguración de futuros movimientos antisistémicos y emancipadores.
Centrándonos en Brasil, el libro aborda la profunda
crisis que vive el gigante suramericano haciendo hincapié en tres de sus ejes
principales: la aplicación de medidas neoliberales inmediatamente después de
terminada la campaña electoral del 2014 por el gobierno de Dilma Rousseff, cuya
mayor ignominia fue haber basado su discurso electoral precisamente en
denunciar de forma agresiva el neoliberalismo existente en el ADN de sus
rivales; el impacto de la actual crisis multifacética brasileña y sus consecuencias
sociales; y las tramas de corrupción institucional que transversalizan al país,
las cuales comienzan a revelarse a partir del caso Petrobrás pero que posteriormente
se extienden mediante el descubrimiento de múltiples affaires entre el gran capital nacional y el Estado.
Consecuencia de lo anterior, Brasil vive una crisis
que va más allá de lo económico, pues entra en deslegitimidad su
institucionalidad y régimen de partidos, pasando a ser una crisis de carácter
estructural. En palabras del economista Pierre Salama, el gobierno sufrirá “un
déficit de legitimidad y de racionalidad” desde un sentido cercano al que en su
día le diera Habermas a dicho término, siendo incapaz para orientar una
política económica coherente aunque esta sea de carácter neoliberal.
Lora y Lao nos hablan de la carencia en Brasil de un
desarrollismo basado en el cambio industrial, y cierto es esta condición, la
cual que podemos visualizar con facilidad con tan solo analizar algunos datos
económicos. Para mantener tal aseveración, basta constatar que la industria de
transformación brasileña en la industria de transformación mundial (en valor
agregado) era de 2.7% en 1980 y cae, momentos antes del inicio de la crisis, al
1.7% en 2011. Siguiendo con las metodologías comparativas, cabe señalar también
que las exportaciones de productos manufacturados brasileños también menguan en
términos relativos, pasando del 53% del valor de las exportaciones en 2005 al
35% en 2012.
Si bien es cierto que la desindustrialización en
Brasil se viene desarrollando desde los años noventa y se acentúa a partir del
inicio del presente siglo, también lo es que durante el período petista la
industria de transformación nacional disminuyó aún más -hablando en términos
capitalistas- su capacidad competitiva. Lo anterior implica que la economía
brasileña se haya reprimarizado, elevándose el peso de sus exportaciones de
productos primarios.
La tan alardeada recuperación de la planificación por
parte de los gobiernos progresistas demostró a la postre que sus
tecnoburócratas desconocían las lógicas que conlleva la globalización
capitalista, ignorándose así que en la actualidad las medidas de dinamización
neokeynesianas del mercado interno ya no pueden ser independientes al mercado
externo. En la actualidad y a diferencia de lo que sucedía a mediados del siglo
pasado, el mercado interno no puede ser proyectado sin que sea considerado un
modo inteligente de inserción de la economía nacional en el sistema mundo.
El crecimiento económico latinoamericano se sostuvo
sobre la necesidad de fagocitación de los recursos naturales por parte de la
República Popular China. Pero al igual que muchas economías emergentes aunque
en este caso de forma sobredimensionada, China prosperó de manera clásica,
construyendo carreteras para unir las fábricas a los puertos, desarrollando
redes de telecomunicaciones para conectar unos negocios con otros y ofreciendo
a su histórico campesinado puestos con muy superior remuneración en fábricas
urbanas. Pero llegó el momento del punto de inflexión en la economía china: la
oferta de mano de obra procedente de las zonas rurales se agota y el empleo en
las fábricas alcanzó su máxima capacidad; de igual manera la red de autopistas
construida en China supera los setenta y cinco mil kilómetros, siendo la
segunda más larga del mundo tras Estados Unidos; pero además, la tendencia
demográfica se ha invertido y ahora el Estado tendrá que afrontar un novedoso
reto respecto a cubrir las necesidad de su clase social pensionista.
Fruto de lo anterior el crecimiento de China se
desaceleró y con ello golpeó a nuestro subcontinente. El camino más probable
para China es el que siguió Japón a principios de la década de 1970, cuando su
economía en auge desde el fin de la guerra se ralentizó sustancialmente pero
continuó creciendo a un ritmo respetable durante una serie de años posteriores.
Nada más y nada menos que lo esperable en la fase de madurez de cualquier
economía “milagro”.
La desaceleración china pone fin a un ciclo económico
global, cerrando una etapa que para bien o para mal ha alterado el curso de la
histórica económica durante las últimas décadas. Se redujo la pobreza global al
mismo tiempo que se aceleraron las amenazas de destrucción ambiental, el
calentamiento global y la forja de un nuevo modelo de imperialismo que los
analistas institucionales al servicio de los gobierno del Sur se niegan a
reconocer.
Este boom
de los commodities ocasionado por la
hasta hace poco descomunal demanda china de recursos naturales, no implicó en
Brasil ni en el resto del subcontinente la puesta en cuestión de la lógica
derivada de las economías rentistas. Por lo tanto y partiendo de lo anterior,
fueron más transformadores los gobiernos populistas gestados entre 1910 y 1954
que el neopopulismo desarrollado a partir de 1999. Lo anterior deriva de la
ausencia de reformas estructurales orientadas a poner en función un sistema
fiscal que no sea regresivo y una política industrial menos clientelista.
Pasado década y media de gobiernos progresistas en la
región, el modelo de desarrollo latinoamericano ha agudizado su dependiente
inserción internacional como proveedores de materias primas en el mercado
global, implicando una mayor vulnerabilidad de nuestras economías y
subordinándolas aún más a las fluctuaciones erráticas de los mercados
internacionales. El agotamiento del período de crecimiento basado en la
reprimarización y la financiarización manifiesta los límites del progresismo
actual y la necesidad de una política de izquierda que no se reduzca a una simple
redistribución del excedente. Pese a los folclóricos discursos oficialistas que
llegaron a la osadía de hablarnos de una “segunda independencia”, la historia
le volvió a dar la razón a Marx cuando de nos avisó, siglo y medio atrás, de
que “la manera como se presentan las cosas no es la manera como son; y si las
cosas fueran como se presentas la ciencia entera sobraría”. Así las cosas va
quedado también en cuestión hasta el tan altisonante concepto de “década
ganada”, el cual esta siendo esbozado mediante las vocerías de esta
intelectualidad latinoamericana al servicio de poder.
Fue Tomas Piketty quien hace relativamente poco
tiempo nos demostró que desde 1700 hasta
2012 la economía mundial creció en promedio 1.6% anual, mientras la tasa de
retorno del capital generó un indicador que oscila entre el 4 y el 5%. Lo
anterior implica que la riqueza global terminó en muy pocas manos y en el caso
de América Latina estos indicadores han sido aún de mayor concentración. Pese a
la reducción de la pobreza durante está última década en la región, lo cual no
es un logro de los gobiernos progresistas dado que todos los países del
subcontinente bajaron sus indicadores de pobreza en 2003 y 2013 salvo Honduras,
y como consecuencia de no haberse intervenido sobre los pilares estructurales
de la desigualdad, hoy en América Latina el 10% más rico de la población
concentra el 71% de la riqueza. Sería el propio Banco Mundial quien indicaría
en un informe del 2016 que de mantenerse esta tendencia en menos de diez años
el 1% más rico tendrá más riqueza que el 99% restante.
Fruto de lo anterior, aplica aquella cita de Albert Camus
mediante la cual se aseveraba que “la estupidez siempre insiste”, pues los
gobiernos progresistas creyeron que los niveles de crecimiento económico que
fueron fruto del ciclo alcista de los commodities
se mantendrían de forma permanente. Seamos serios, si bien es cierto que han
existido países de la periferia más cercana al centro que han conseguido,
mediante dinámicas de desarrollo tardo-capitalistas, ocupar posiciones
prominentes en el mercado global a costa de viejas potencias en declive, basta
releer la teoría marxista del desarrollo desigual y combinado para poner en
discusión que esta regla pueda generalizarse. En la cúspide de la pirámide
global capitalista no hay sitio para todos, y esto implica que muy pocos países
hayan logrado un crecimiento rápido y sostenido a lo largo del tiempo.
Basta hacer un recorrido por la historia económica
reciente para ver como a lo largo de cualquier década desde la segunda mitad
del pasado siglo, sólo una tercera parte de los países emergentes han logrado
crecer a una tasa de crecimiento anual del 5% o superior. Menos de un cuarto
han mantenido ese ritmo durante dos décadas y la décima parte durante tres
décadas. Sólo seis países (Malasia, Singapur, Corea del Sur, Taiwán, Tailandia
y Hong Kong) han mantenido esta tasa de crecimiento durante cuatro décadas y
dos de ellos (Corea del Sur y Taiwán) durante cinco décadas. De hecho, durante
la última década –con excepción de China e India- todos los demás países que
consiguieron mantener una tasa de crecimiento del 5% era la primera vez que lo
hacía.
Ahora bien, de la lectura de las páginas de este
libro se desprenderá una pregunta que implícitamente nos dejan sus autores:
¿qué podríamos esperar de gobiernos que más allá de su etiqueta progresista
llegaron al poder por la vía electoral? Es ahí donde Lora y Lao abren una no
tan nueva pero interesante reflexión, pues entienden que la democracia
electoral no es más que una herramienta creada para garantizar los intereses de
las élites burguesas y la centralidad del Estado ante la sociedad. Llegados a
este punto, “con la iglesia hemos topado Sancho” diría Don Quijote en el aquel
bellísimo capítulo IX de la obra maestra escrita por Cervantes. Quizás valga la
pena nuevamente recuperar el viejo pensamiento anarco-comunista ruso, cuando
planteaban que lo que viciaba a la revolución era la burocracia y el Estado.
Cuenta Isaac Deutscher al respecto en documento titulado Las raíces de la burocracia que “cuando Kropotkin deseaba mostrar
la profundidad de la corrupción moral de la revolución francesa, explicada cómo
Robespierre, Danton, los jacobinos, y los hebertistas se pasaron de
revolucionarios a hombres de Estado”. Y cierto es, quedando de forma
sobreentendida en este libro, que la fuerza de la burocracia no es otra cosa
que el reflejo de la fragilidad de la sociedad.
Lora y Lao nos explican como los petistas brasileños,
al igual que sus partners progresistas
en la región, confiaron en “la capacidad del Estado para la definición de las
geoestrategias económicas nacionales”, ignorando la inexistencia de contradicción
entre Estado y capitalismo. Sería allá por 1878, en los manuscritos del Anti Dühring, cuando el viejo Engles
aseveraría que “el Estado mismo, cualquiera que sea su forma, es esencialmente una
máquina capitalista, es el Estado de los capitalistas, el capitalista colectivo
ideal”. Un siglo después y ya mediante máquina de escribir, Fernand Braudel
añadiría que “el capitalismo sólo triunfa cuando se identifica con el Estado,
cuando es Estado”. Y dos décadas mas tarde, por medio de los teclados de las
primeras computadoras domésticas, Wallerstein remataría la cuestión agregando
que “el Estado es un elemento que forma parte del funcionamiento del sistema
capitalista”, de modo muy particular en su fase monopólica-imperialista. En
resumidas cuentas y citando en esta ocasión al amigo Claudio Katz, “no hay
mercados fuertes sin estados fuertes” y por lo tanto no estamos hablando de
conceptos antagónicos.
Hablemos claro. Más allá de lo que significó como
agresión a la clase trabajadora, debilitamiento de la organizaciones obreras y
desmantelamiento del Estado, el neoliberalismo fue un proyecto fracasado de las
élites dominantes para expandir sus negocios, reforzar su base de acumulación y
aumentar su presencia en el mercado mundial. El neoliberalismo ni dinamizó la
actividad económica ni incentivó el crecimiento. Los beneficios que generó para
las clases dominantes fueron de corto plazo, limitándose a los resultados de
las medidas de shock aplicadas despiadadamente
contra las y los trabajadores, lo que supuso cierto incremento aunque exiguo de
la tasa de explotación. Es a partir de ahí que se desarrolla un “nuevo consenso”
por el cual se determina que el mercado por sí solo no resuelve ni la pobreza para
dinamizar el consumo y tampoco resuelve las inestabilidades económicas. De
acuerdo con lo anterior, incluso sectores conservadores tuvieron que asumir la
siguiente conclusión: hace falta entonces “más Estado”.
El párrafo anterior nos muestra lo absurdo del debate
inventado por algunos autores sobre si “Estado mínimo” o “Estado fuerte”. El
capitalismo lo tiene claro: la cuestión es que el Estado intervenga
intensamente a favor del capital, quedando el ámbito de su tamaño sujeto a
consideraciones coyunturales. Por lo tanto, el “retorno del Estado” protagonizado
por los llamados gobiernos “progresistas” no es más que la adaptación de una
perversa variante del capitalismo regional disfrazado bajo una tautológica
invocación a soflamas antineoliberales, devolviendo al sistema económico
capitalista una legitimidad anteriormente perdida fruto de crack neoliberal en
la región. En base a ello, durante el período progresista se articulan apenas meras
correcciones sobre los excesos descontrolados del capital que protagonizaron de
forma dolorosa la etapa anterior.
Llegados a este punto, surge una nueva pregunta cuya
respuesta es categórica y se transversaliza en diferentes momentos este libro: ¿es
que se pueden construir alternativas mediante gobiernos que han mantenido su
dinámica política y radical-discursiva conviviendo con el poder de las élites
económicas? Para los autores, ni siquiera hubo la voluntad de imaginar el fin del
capitalismo, motivo por lo cual son evidentes sus carencias respecto a
cualquier tipo de elaboración de un proyecto anticapitalista por parte de estos.
Lora y Lao, con otras palabras, dejan claro que ni
hubo desmercantilización, ni despatriarcalización de la sociedad, ni
construcción combinada de múltiples formas de poder popular, ni procesos de
nacionalización significativos, ni gestión obrera en las empresas, ni economía
social y solidaria significativa, ni empoderamiento de las organizaciones
sociales o populares, ni elaboración de estrategias de lucha contra la
alineación…
Si como aseveró en algún momento Deleuze, la
izquierda más que una ideología es una forma de percibir el mundo; el
progresismo quedó muy lejos de percibir el mundo de forma diferente a como lo
percibe la ideología dominante. Siendo así las cosas, cabe reflexionar
irónicamente sobre que quizás el progresismo rememorando a Marcuse pensó que “si
los individuos están satisfechos hasta el punto de sentirse felices con los
bienes y servicios que les entrega la administración, ¿por qué han de insistir
en instituciones diferentes para una producción diferentes de bienes y
servicios diferentes? Y si los individuos están precondicionados de tal modo
que los bienes que producen satisfacción, también incluyen pensamientos,
sentimientos, aspiraciones, ¿por qué han de querer pensar, sentir e imaginar
por sí mismos?”.
Sin embargo la escenificación progresista ha sido
gloriosa, presentándose a sí mismos como la personificación del orden, de la
capacidad de gobernar y tomar decisiones, como protectores paternales del
pueblo y velando por sus representados a quienes protegen del rigor del
capitalismo salvaje practicado durante la etapa anterior.
Para entender lo anterior habría que rescatar a Horkheimer,
uno de los principales exponente de la Teoría Crítica de la Escuela de
Frankfort, cuando explicaba que el Estado autoritario es un fenómeno
sociológico originado tras circunstancias históricas caracterizadas por la
anarquía, el desorden y la crisis, presentándose como la vía para la superación
de los problemas existentes. Laclau, ya en el presente siglo, nos diría que “la
identificación con un significante vacío es la condición sine qua non de la emergencia de un pueblo”, ignorando que el
significante vacío se rellenó de cualquier cosa durante el llamado ciclo
progresista. Sería el brasileño Bruno Cava quien demolería la tesis laclauniana
en la región, indicando que “en la situación que nos encontramos nosotros, el
significante vacío se vacía aún más, no adopta la multitud, pero es fagocitado
por aquellos poderes fuertes que no tienen nada que ver con el pueblo, la
nación y todos los otros conceptos alegres del vocabulario político de la
modernidad”.
En este libro sus autores esbozan que hecho de que la
crisis en Brasil pone en riesgo incluso el proyecto integracionista diseñado
para la región, lo que siendo verdad no profundiza en el hecho de que la
pretendida construcción de condiciones para el desarrollo autónomo del capital
periférico tiene escasa relación con la emancipación social y la libertad. Es,
rememorando a Castoriadis, desde la democracia directa y radical donde toma
forma fundamental el eje de lucha contra cualquier intento de racionalización
capitalista y conformismo instaurado.
Sería un europeo, el francés Jean Baudrillard, quien
nos diría que la modernidad es una triste farsa donde las dirigencias de los
pueblos sometidos, en lugar de diferenciarse de sus dominadores y proceder con
su propia revancha liberadora, dedicaron sus esfuerzos a intentar parecérseles
y hasta exagerar de forma grotesca su modelo, en sintonía con el aserto de
Fanon, “piel negra y máscaras blancas…”.
En el recorrido de las próximas páginas veremos como
Jorge Lora y Waldo Lao ponen en cuestión la redistribución estatal de los
mayores ingresos derivados del boom de
los commodities sin que se halla
tocado el patrimonio de la élites. Ciertamente es así, dado que el
neodesarrollismo latinoamericano tiene más que ver con la CEPAL tecnocrática que
con el pensamiento crítico o cualquier teoría emancipadora. En definitiva, el
modelo implementado por el “progresismo” tiene más relación con las
continuidades del neoliberalismo que con rupturas respecto a este. Es un hecho
que en ningún país de la región se tocó la matriz de acumulación heredada del
período neoliberal y que sus soflamas respecto al cambio de matriz productiva
quedaron en eso…. ¡soflamas!.
Con el progresismo se instauraron condiciones
modernas de explotación a las clases trabajadoras, se mantuvo la distribución
desigual de los medios de producción, no se alteraron las estructuras
oligopólicas de los mercados y tampoco se redujeron los subsidios estatales a
los grandes grupos económicos. Si bien es cierto que hace ya siglos que los
bienes naturales de América Latina, en toda su dimensión, fueron incorporados
al sistema mundo capitalista como bienes destinados para la retroalimentación
del capitalismo global, ha sido durante está última década y media el período
en el que se ha agudizado esta dinámica de la modernidad/colonialidad. Este
retroceso nos lleva al renacentismo, cuando Sir Francis Bacon plasmaba su
ansiedad mediante el siguiente mandato: que “la ciencia torture a la
Naturaleza, como lo hacía el Santo Oficio de la Inquisición con sus reos, para
conseguir develar el último de sus secretos…”.
Por otro lado, los autores dejan claro en el
transcurrir de las siguientes páginas que la transferencia en forma de
subsidios del excedente extractivista –eso que podemos definir como políticas
sociales compensatorias- careció, mientras duró, de perfil transformador y
mucho menos movilizador para la sociedad. En palabras de Carlos Lessa, quien
fue nombrado por Lula da Silva para
presidir del BNDES en 2003 y luego fue cesado por el mismo tras negarse
a apoyar la política neoliberal gubernamental, “pasamos de ser una periferia
inquieta a una periferia conformista”, denunciando también dicho funcionario
que no existió traspaso de renta de los más ricos hacia los pobres, ni cambios
estructurales, pese a que los tres primeros gobiernos petistas fueron
“razonablemente exitosos”.
Sería el propio André Singer, quien ejerció como
portavoz de la presidencia de Lula, quien reconocería que “como el lulismo es
un modelo de cambios dentro del orden, y hasta un refuerzo del orden, por lo
tanto no puede ser movilizador”. Pues así las cosas, queda claro que las
políticas sociales mejoran transitoriamente los ingresos de los beneficiarios,
pero no modifican su lugar estructural. En tan solo dos palabras: no
transforman.
Brasil está sumido desde hace dos años en la peor
recesión económica que ha vivido el país en más de un siglo, y los autores de
esta obra nos dicen que el país vive una “crisis de hegemonía” donde no hay
fuerzas políticas con propuestas consistentes capaces de darle algún rumbo al país
en la disputa por el poder. Textualmente los autores nos indican que “en 2013
el PT perdió las calles; en 2014-2015, el Congreso”. Sin embargo y pese a la
revitalización de nuevas izquierdas autonomistas superadoras del paradigma del Partidão (el PT como partido de masas), desde su nueva lógica
de oposición y carente de voluntad por ejercerse autocrítica alguna, el petismo
parece que se rearticula como bajo una “renovada” hegemonía post-impeachment ante los sectores de la
izquierda brasileña. En todo caso y pese a esta frustrante situación, esta por
verse si las operaciones judiciales derivadas del Lava Jato permiten la
presentación de la candidatura de Lula a las próximas elecciones
presidenciales…. ya que como bien se indica en el libro, “no existe liderazgo
en el PT más allá de Lula”.
Como no podía ser menos, el libro aborda la
impresionante secuencia de escándalos de corrupción que ha dejado espantado a
la ciudadanía del Brasil e incluso a la ciudadanía latinoamericana dadas sus
implicaciones en el resto del subcontinente. En el eje del huracán político institucional
está el sistema de financiamiento de partidos, mientras que el eje del cuestionamiento
ético de las izquierdas se centra en el Partido de los Trabajadores. Desde el Mensalão, red de desvío de
dinero público que garantizaba que varios diputados votaran según la
orientación establecida por el gobierno federal, hasta la Operación Lava Jato
–según los autores, “símbolo de la corrupción en Brasil entre el sistema
privado y el público”-, el partido de masas más importante de Latinoamérica
como organización política está desacreditado y el pacto social derivado de la
Constitución de 1988 quedó en la picota.
Entre 1993 y 1997 Brasil vive un momento de
refundación de sistema de financiamiento de sus partidos políticos,
materializándose mediante la aprobación de la Ley de Partidos Políticos de 1995
y la nueva Ley Electoral de 1997. A partir de ahí se determinaría que sus
fuentes de financiamiento pasaban a ser prácticamente ilimitadas, se
permitirían las donaciones de empresas y apenas existirían techos para las
donaciones y gastos. Lo anterior permitió, como se recoge en el libro, que el
líder del Movimiento Sin Tierra (MST) Joao Pedro Stedile denunciara que la reprentación
política brasileña está secuestrada por el capital, pues en la práctica las
diez mayores empresas del país eligieron al 70% del Legislativo. En las últimas
elecciones presidenciales del 2014 más del 80% de las donaciones a los
principales contiendes de la campaña provenían de estas mismas empresas. Fruto
de lo anterior y como consecuencia de la presión social derivada de la
Operación Lava Jato, la Corte Suprema de Brasil decidió prohibir en septiembre
del 2015 la financiación de campañas electorales y partidos por parte de
empresas, corazón del mega-escándalo de corrupción en la estatal Petrobras y en
la red de constructoras privadas encabezadas por Odebrecht. Las elecciones
municipales realizadas en octubre del 2016, donde el PT sufrió su mayor debacle
electoral en veinte años perdiendo 374 alcaldías, fueron las primeras en las cuales
se aplicaron dichas restricciones. En todo caso, en Brasil se mantienen serias
dudas sobre la capacidad del sistema de fiscalización que permitiría garantizar
el cumplimiento de las nuevas reglas.
Esta obra también transita por los caminos del
llamado “maldesarrollo” y neoextractivismo, abordando la lógica brasileña desde
su potencialidad como país top minero. Brasil está junto a Rusia, Estados
Unidos, Canadá, China y Australia, en el alto ranking de la minería, lo que le
convierte en territorio codiciado para las corporaciones transnacionales
extractivas, generándose la correspondiente afectación sobre las tierras comunales
indígenas. La acumulación por despojo ha sido una práctica que ha dejado en
América Latina varios millones de hectáreas libres para el desarrollo de
megaproyectos, minería, ganadería extensiva y agronegocios, así como el
desplazamiento de un número grande de comunidades en diversos países de la
región, elemento que no que podía ser ignorado por Lora y Lao.
La relación entre el capital y el Estado brasileño,
ampliamente abordada por autores del libro en diversos momentos diferentes,
viene de lejos. El movimiento de internacionalización de las corporaciones
brasileñas de construcción civil inició en los años 1970 con la recomendación
de la dictadura militar de obras de gran porte, con vías de alta velocidad y
usinas hidroeléctricas, lo que permitió el aumento de ganancias y la
conformación de conglomerados empresariales. A inicios del presente siglo y con
la acción del BNDES, estas firmas se proyectan exteriormente con el apoyo
central de la diplomacia brasileña. Desde el Palacio de Itamaraty se ha
intercedido en toda la región a favor de Odebrecht o de Andrade Gutierrez, siendo
las contrataciones impulsadas desde las embajadas brasileñas en diferentes
países de región y también de África, lo que fue calificado eufemísticamente
bajo el término de “promoción comercial”. Fruto de este “ejercicio patriótico”,
Lora y Lao nos indican que “en la lista que divulga la revista Fortune, cinco
empresas brasileñas figuraron entre las quinientas mayores compañías del mundo:
Petrobras, Vale, Itaúsa, Bradesco y Banco de Brasil. Estos monopolios tuvieron,
por un lado, el respaldo de Lula y el Estado; por otro, financiamiento del
BNDES”.
El libro aborda esa relación entre el poder político
y el económico, posicionando el rol de Lula da Silva en diferentes crisis mantenidas
por algunas de estas corporaciones en diferentes países de la región. Al fin y
al cabo, y tal y como se expresa en algún momento de esta obra, administrar el
Estado te transforma en “una unidad indiferenciada con el capital”. En la
actualidad y destapada posiblemente apenas una parte del iceberg corruptivo
institucional brasileño mediante la Operación Lava Jato, estas empresas le
hacen un flaco favor al país mezclando su imagen con la de Brasil, lo cual en
acertada opinión de los autores “afecta negativamente el imaginario de la
sociedad”.
Como bien sabemos, el populismo es una lógica política
que plantea una construcción imaginaria del “pueblo”, lo cual implica la
articulación de una comunidad política homogénea que a su vez se identifica con
ese concepto tan manoseado y discutible en el mundo globalizado como es el de
“patria”. Este “nosotros” el “pueblo” se articula entonces bajo parámetros
antagónicos con respecto a un “ellos” la “élite”, algo ya venía determinado de
las lógicas de antagonismo marxista: explotados vs explotadores. Los autores
bien cuestionan en el transcurrir de las siguientes páginas como la supuesta
irrupción de lo “plebeyo” en la política no haya significado otra cosa que el
incremento en la acumulación de capitales por parte del 10% privilegiado de la
población de nuestra región. La consecuencia deriva de una cita de Álvarez
Junco que está incorporada en el libro: “el rasgo común a los populismo es la
ausencia de programas concretos”. Es por ello que Lora y Lao parten a reflexionar
sobre las alternativas, planteando la autonomía y entendiendo, tal y como nos
lo están enseñando una diversidad de indígenas con pasamontañas en el sur de
México mediante sus caracoles y juntas de buen gobierno, que la autonomía de la
colectividad no puede realizarse más que a través de la autoinstitución y el
autogobierno, lo cual es inconcebible sin la autonomía efectiva de los
individuos que la componen.
Entrados ya en el mundo de
las alternativas, la obra explora diferentes facetas de la decolonialidad, el
cuestionamiento de la forma partido, la representación como contrarius a la democracia, el feminismo,
el postdesarrollo y otros tantos nuevos y no tan nuevos paradigmas que están
conformando la actual lógica de prácticas emancipatorias en nuestra región. Su
construcción final ha pasado a ser urgente dado el carácter estructural de la
crisis que transversaliza en la actualidad al sistema mundo.
Si bien sabemos desde los Grundisse de Marx que la tendencia hacia
crisis cíclicas es una ley inherente al capitalismo, el momento actual requiere
transformaciones de carácter civilizatorio. En un hecho indiscutible que el
sistema capitalista ha generado periódicamente docenas de crisis cíclicas por
lo menos desde 1825, cuando la primera auténtica crisis de sobreproducción
internacional golpeó al planeta. Ahora bien, la forma en la que se desató la
crisis del 2008, a diferencia de otras anteriores, demuestra que el sistema
económico global ya no es tan sólido como lo era antaño, condición que hace que
su recuperación este siendo especialmente lenta y altamente conflictiva. En un
mundo de crecimiento ralentizado como el que vivimos tras el crack de las subprime, el endeudamiento global crece
como la espuma alcanzando en la actualidad unos 200 billones de dólares (tres
veces el tamaño de la economía global). El modelo aplicado para la salida de la
crisis económica del 2008, a diferencia de otros modelos aplicados sobre otras
crisis en otros momentos, vaticina un potencial desastre a medio plazo,
abocándonos a un fuerte colapso del sistema financiero global. No es casualidad
que el propio Larry Summers, quien ejerciera como secretario del Tesoro en la
época de Bill Clinton y también como consejero presidencial durante la pasada
administración Obama, haya llegado incluso a desarrollar la llamada tesis del
“estancamiento secular”, según la cual el tipo de interés de equilibrio en la
economía habría bajado tanto que las políticas monetarias ultraexpansivas no
serían suficientes para estimular la demanda, llegándose a la conclusión que el
crecimiento sólo se conseguirá en adelante por medio de burbujas que tras
estallar vuelven a generar una economía maltrecha.
Pero más allá de que no
hayamos sido capaces de salir aún de la crisis del 2008 o estemos en un prolongado
reflujo post-crisis, lo que pasa a ser particularmente preocupante es que a
diferencia de otras crisis esta no es tan sólo económica, sino una combinación
de varias crisis lo que la convierte en una crisis multifacética. Tomando como
base la tesis de José María Tortosa, podríamos afirmar que el momento actual
combina al menos siete crisis distintas, pues además de la económica,
tendríamos a nivel global una crisis de carácter ideológico, otra energética,
la alimentaria, la medioambiental, la democrática y por último una de carácter
hegemónico.
Aquí toma sentido nuevamente
Wallerstein, cuando nos indicaba que el capitalismo es un sistema y que como
todos los sistemas tiene una vida no eterna (los sistemas pasan por tres fases:
creación, desarrollo y declive), motivo por el cual podrámos estar asistiendo a
su última etapa, si bien está puede prolongarse aun en agonía durante décadas y
generando cada vez mayor daño sobre la humanidad.
Siendo así y tomando como
referencia a mi buen amigo y cómplice de múltiples investigaciones y proyectos Raúl
Zibechi, “los pueblos enfrentamos ya no una tormenta/huracán/tsunami, sino algo
mucho más complejo”. Zapatistamente hablando, estamos ante una hidra de mil
cabezas que nos ataca desde diferentes lugares, pero en los mismos tiempos y
con modos igualmente asesinos.
Lora y Lao nos cuentan que
“la experiencia de Brasil, la generación de movimientos otorga especial
importancia a la creación de espacios donde los diversos se encuentran y se reconozcan,
donde se elaboren códigos y lenguajes comunes con base en sus diferentes modos
de hacer y estar en el mundo”. Es así como se construye poder propio, donde la
resistencia se convierte en la forma de vida, porque precisamente es la
resistencia lo que determina el valor de la vida, liberando espacios y
territorios. Se trata entonces, nos dicen los autores, “de resignificar lo
social desde el territorio, desde la tierra y la cosmogonía de las altas
culturas agrícolas, de sus lógicas colectivas de socialidad y de nuevas
políticas que respondan a las demandas culturales y se opongan a la
fragmentación y homogenización imperial”.
Para ello es necesario
superar el discurso/confusión que llevó a que los pueblos latinoamericanos
durante el ciclo progresistas a que dejasen de levantar sus puños para levantar
tarjetas de crédito, lo que a la postre derivó en endeudamiento familiar fruto
de la ideología del consumo y no en valores de solidaridad colectiva.
Es por ello que la opción por
la vida es hoy el único camino posible, pero demanda de una nueva solidaridad
aún en construcción. Como diría Hinkelamen, “aquella que reconoce que la opción
por la vida del otro es la opción por la vida de uno mismo”, principio que
rompe con el esquema de valores individualistas, de la economía fácil, de la
depredación de una Naturaleza convertida en objeto, y que sitúan a nuestros
pueblos en un nuevo paradigma civilizatorio que pasa a confrontar con ese
pasado que gramcsianamente no termina de morir y por lo tanto impide el nacimiento
de lo nuevo.
Bien, pues es en ese sentido
en el que este libro camina, entendiendo como muy bien se dice entre sus
páginas que “el pensamiento crítico debería de tener como punto de inicio una
forma específica de realidad: la realidad de las formas de lucha que se oponen
a la ley de la dominación”. Para ello hay que escuchar el sonido del mundo
derrumbándose y el del nuestro resurgiendo, opción por la que opta este libro
en su última parte, mediante una serie de entrevistas a compañeras y compañeros
brasileños en sus distintas geografías, tiempos y modos.
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