miércoles, 6 de febrero de 2019

Un análisis de la situación en Venezuela más allá de los lugares comunes

Venezuela se ha convertido en un Estado mafioso en el cual su cúpula dirigente se enfrenta con una oposición que también responde a intereses claramente espurios, apoyado por unas potencias que continúan con una línea de injerencia y reproducen una historia de siglos de dependencia.
Por Decio Machado / Universidad Nómada del Sur / Centro de Estudios de Geopolítica Crítica en América Latina
El pasado 23 de enero el legislador Juan Guaidó se autoproclamó presidente encargado de la República Bolivariana de Venezuela. Este joven diputado por el Estado de Vargas, desconocido hasta hace apenas unos días por la mayoría de los venezolanos y especialmente por la comunidad internacional, pertenece al partido Voluntad Popular —organización política fundada en diciembre del 2009 bajo el liderazgo de Leopoldo López— y fue nombrado como presidente de la Asamblea Nacional tan solo 18 días antes de su autoproclamación presidencial.
Guaidó, de apenas 35 años, comenzó a incursionar en política en su etapa universitaria. Fue uno de los dirigentes estudiantiles de la llamada “generación de 2007”, movimiento opositor del entonces presidente Hugo Chávez. De ahí pasó a la política institucional ganando su curul en las elecciones legislativas de 2011 y siendo reelegido en 2016.
El rol asumido por Juan Guaidó implica un cambio en las estrategias de una oposición que, pese a las debilidades del régimen, se ha caracterizado por su fragmentación interna y la pugna entre los distintos líderes. A la postre, esta situación es la que permitió la supervivencia de Nicolás Maduro en el poder pese a su escasa legitimidad política y social. Sin embargo, con gran parte de los liderazgos opositores en condición de exiliados o inhabilitados por la “justicia” bolivariana —caso de Leopoldo López, Antonio Ledezma, Julio Borges o Henrique Capriles entre otros—, una figura como Guaidó, relegada al segundo plano político en la oposición hasta hace escasos días, ha pasado a tomar un rol protagónico y posiblemente decisivo en la actual coyuntura política del país.
Apenas segundos después de que Juan Guaidó expresara la frase de la autoproclamación —“Juro asumir formalmente las competencias del Ejecutivo Nacional como el presidente encargado”—, el mandatario estadounidense, Donald Trump, y el secretario general de la OEA, Luís Almagro, entraban en escena cumpliendo un rol estratégicamente preasignado. De esta manera, se inauguraba una cada vez más amplia lista de países y organismos internacionales que han ido paulatinamente reconociendo al nuevo líder opositor en desmedro de Nicolás Maduro.
Analizar el resultado del reciente movimiento de piezas realizado por un sector de la oposición en el tablero político venezolano requiere una objetividad de la que lamentablemente la mayoría de opinadores andan escasos.
En este sentido haremos un esfuerzo aplicado sobre los siguientes cuatro ejes de esta crisis: legitimidad o no de la autoproclamación presidencial de Guaidó; cuál es la realidad tras la injerencia extranjera en el país; cuáles son las estrategias de los actores en conflicto y los escenarios más factibles que podrían generarse; y, por último, cuál sería la resolución más adecuada para los interés populares.

ILEGITIMIDAD DEMOCRÁTICA DE LOS PODERES EN PUGNA

En primer lugar, se debe indicar que el proceso electoral del pasado 20 de mayo, por el cual Nicolás Maduro fue elegido —con el 67,84% de los votos emitidos— por segunda vez como presidente de Venezuela para el período 2019-2025—, se dio en el marco de amplias irregularidades tanto en su convocatoria como durante el proceso electoral. Lo anterior incluye la inhabilitación de diversos candidatos, el impedimento de participación de múltiples partidos opositores, la falta de competencias constitucionales de la Asamblea Constituyente para convocar a elecciones, la falta de tiempo para los lapsos establecidos en la normativa electoral y las múltiples denuncias por compra de votos.
Fueron varios los organismos internacionales que denunciaron la carencia de garantías democracias y transparencia en el proceso electoral, lo que conllevó a que incluso Nacional Unidas desestimara su participación con observadores electorales.
Este cuestionamiento también se dio en el interior de Venezuela, registrándose la abstención más alta en la historia de los comicios presidenciales desde la llegada de la democracia al país en 1958. Mientras la participación electoral en 2006 había sido del 74,7%; en 2012, del 80,5% y en 2013, del 79,6; en 2018, apenas alcanzó el 46% de los electores, es decir, votó menos de la mitad de la población convocada. De un censo electoral de 20,5 millones de ciudadanos tanto solo 9,4 millones se personaron ante las urnas, respaldando al régimen del Nicolás Maduro tan solo 6,2 millones de ellos.
Sin embargo y más allá de lo anterior, la aplicación del artículo 233 del Constitución (en el cual se estable que si un presidente electo no puede juramentar para iniciar su mandato, la presidencia debe encargarse al presidente de la Asamblea Nacional hasta que se designe un nuevo mandatario) no es aplicable en las actuales circunstancias.
Dicho artículo fue diseñado ante la posibilidad de que un presidente electo no pudiera asumir el mando del país, situación muy lejana a la realidad que vive en la actualidad Venezuela. Lo que existe en este momento es un mandatario que no ha sido reconocido por la mayor parte de la sociedad de su país, pero no un vacío de poder.
Así las cosas, la autoproclamación de Guaidó y su reconocimiento internacional obedece a lógicas políticas nacionales e internacionales, pero carece de fundamento jurídico. En lo que respecta al ámbito regional y más allá de la vergonzosa actuación de la OEA, la actual coyuntura se da con una Unasur absolutamente desactivada tras la implementación de una nueva hegemonía neoliberal en Sudamérica.
Lamentablemente quedan en el olvido los precedentes instaurados por este organismo de integración ante la crisis política en Bolivia en 2008, el golpe de Estado contra el presidente Zelaya en Honduras en junio del 2009, la instalación de bases militares de EE UU en Colombia en agosto de 2009, la tensiones fronterizas y geopolíticas fruto de la ruptura de relaciones entre Colombia y Venezuela en agosto del 2010, la crisis en Ecuador tras el amotinamiento policial en septiembre de 2010, el derrocamiento del presidente Fernando Lugo en Paraguay en junio del 2012 o los intentos de desestabilización en Venezuela entre abril del 2013 y marzo del 2015, momento en el cual los mandatarios suramericanos convocados en cumbre presidencial reconocieron al presidente Maduro y la legitimidad del proceso electoral de abril del 2013.

INJERENCIA EXTRANJERA EN ASUNTOS INTERNOS DE VENEZUELA

Pese a las dos décadas de gobierno chavista en Venezuela, Estados Unidos sigue siendo el principal importador de petróleo venezolano y también el primer proveedor de divisas a Venezuela. Sin embargo, y pese a los ríos de tinta expresados en sentido contrario por analistas de la izquierda tradicional, el interés estadounidense sobre el petróleo venezolano está estrictamente enmarcado en las actividades de sus compañías transnacionales.
La dependencia estadounidense del petróleo extranjero se ha reducido drásticamente en los últimos años, pasando a ser un país casi autosuficiente fruto del brutal desarrollo de su industria del fracking. Lo anterior no quita que, tal y como ya ha anunciado John Bolton, asesor de Trump en la Casa Blanca, exista un interés de las empresas petroleras estadounidenses en invertir y producir petróleo en Venezuela, condición atada a la salida de Nicolás Maduro del palacio presidencial de Miraflores.
Estados Unidos se ha despreocupado sistemáticamente de Venezuela y del resto del subcontinente desde el año 2001, momento en que la Administración Bush procedió con sus guerras en el Golfo Pérsico y Afganistán. Desde la llegada de Donald Trump al despacho oval, lo que se visualiza en Washington es un fuerte desinterés por diseñar una política estratégicamente bien pensada, ambiciosa, sistemática y enfocada a la defensa de los intereses de los Estados Unidos y el de sus aliados.
La pasada semana incluso el Senado estadounidense votó —con mayoritario apoyo de demócratas y republicanos— en contra de lo que definió como “precipitada retirada” de tropas de Siria y la reducción de sus soldados en Afganistán. En este sentido, parecería que los beligerantes discursos de Trump y las presiones diplomáticas estadounidenses tendrían como objetivo real el resintonizar con el electorado republicano más ideológicamente radical, condición necesaria tras el estancamiento de la propuesta presidencial respecto a construir un gigantesco muro en su frontera con México.
En el lado contrario de la barricada aparecen Rusia y China, quienes son los principales proveedores de armas de Venezuela. El apoyo político ruso a Maduro es meramente pecuniario, pues más allá de los intereses políticos —Venezuela ha expresado su apoyo a Rusia en temas como el reconocimiento de Abjasia, Osetia del Sur y la situación en Ucrania—, soportan en torno al 5% de la deuda pública externa del país, la cual tuvo como finalidad financiar la compra de aviones de combate y un par de submarinos.
En este sentido y ante un cambio de régimen, Vladimir Putin corre el riesgo de perder más de 17.000 millones de dólares invertidos en el país caribeño durante las últimas dos décadas. La mayor parte de estos a través de adjudicaciones poco transparentes por parte del establishment bolivariano a la petrolera estatal rusa Rosneft.
En el caso de China, su relación con Venezuela deviene del plan del presidente Xi Jinping para extender la influencia de Beijing a nivel internacional. Pese a que varios países se han ido retirando de hacer negocios con Caracas en los últimos años, la República Popular China ha duplicado su apoyo. Durante la última década, Venezuela ha recibido más de 62.000 millones de dólares de China, principalmente en créditos, lo que representa el 53% del total de montos prestados por el gigante asiático en América Latina.
China posee en la actualidad un valor de 23.000 millones de dólares de la deuda externa de Venezuela, lo que les convierte en el mayor acreedor del país y el actor que hace todavía sostenible —gracias a su billetera— al régimen de Nicolás Maduro. Un cambio de gobierno con tendencia pro-estadounidense podría complicar los mecanismos de pagos de la deuda externa venezolana.

ESTRATEGIA DE LOS ACTORES EN CONFLICTO Y ESCENARIOS PREVISIBLES

El escenario político abierto tras la autoproclamación presidencial de Juan Guaidó tiene objetivos claros y concretos: incrementar aun más el actual desgaste y deslegitimación política a la que está sometido Nicolás Maduro y su camarilla al interior de Venezuela; posicionar un nuevo liderazgo político en el país buscando unificar a los partidos opositores bajo una misma estrategia; terminar de aislar globalmente al régimen bolivariano mediante la implementación de sanciones internacionales; y, ante la potencialidad del actual envite, resquebrajar el apoyo de las Fuerzas Armadas a Nicolás Maduro.
En este sentido, Donald Trump ya articuló medidas que van directamente al punto más frágil de la economía venezolana sancionando a la petrolera estatal PDVSA y bloqueando sus activos y cuentas. Citgo, una empresa venezolana que opera en Estados Unidos con miles de instalaciones, refinerías y gasolineras será entregada a la oposición política. A partir de ahora los fondos que debe pagar Estados Unidos al gobierno venezolano serán abonados a un pretendido Gobierno de Juan Guaidó. Se busca terminar de colapsar económicamente al régimen de Maduro —el FMI proyecta para este año una hiperinflación del 10.000.000%— sin importar el impacto que dicho tipo de acciones tienen sobre una sociedad venezolana, la cual vive inmersa en la escasez de alimentos y medicinas.
Esta condición se da con una PDVSA en condición de default y una producción petrolera —fruto de la ineficiencia gubernamental y la corrupción institucional— al nivel más bajo de las últimas tres décadas: 1,3 millones de barriles diarios.
Lo anterior se hace posicionando un liderazgo nuevo, buscando superar la frustración que sintió una parte de la población venezolana tras los cuatro meses de protestas desarrollados en 2017 y que se saldaron con 125 muertos. De momento, líderes opositores tradicionales como Henrique Capriles o Henry Ramos Allup no están apareciendo en busca de protagonismo y tampoco cuestionan la nueva estrategia opositora, lo que parece indicar un pacto transitorio pese a que hay descontento por el apoyo explícito de Estados Unidos a la estrategia diseñada desde Voluntad Popular.
Por su parte, Nicolás Maduro y la boliburguesía instalada en el poder no parece tener una estrategia que vaya más allá de buscar una lógica de estancamiento en la resolución del conflicto. Para ello es posible que se opte por una opción de dialogo con la oposición bajo el objetivo de ganar tiempo.
Una vez agotado la estrategia del culto a la personalidad de Hugo Chávez, al régimen de Maduro tan solo le queda dotar de instrucción militar a los sectores de la población más incondicionales con su régimen. Con el objetivo anunciado de llegar a dos millones de milicianos reclutados y armados para defender su gobierno, el régimen busca hacer una demostración de fuerza que atemorice la iniciativa política opositora y desmovilice, bajo la estrategia del miedo, las presumibles y permanentes movilizaciones en las calles que se avecinan. De hecho, un estudio de la firma Torino Capital —un banco de inversiones y broker de bolsa con sede en Nueva York y amplias inversiones en América Latina— asigna tan sólo el 40% de probabilidades y el 30% de posibilidades a un escenario donde el Gobierno de Maduro se vea obligado a convocar elecciones presidenciales anticipadas.
En paralelo, Maduro busca diminuir el impacto de las sanciones estadounidenses sobre PVDSA incrementando la venta de petróleo a intermediarios que luego revenderían los barriles en Estados Unidos u otros países, así como mediante el aumento de la exportación de crudo a China e India. En paralelo, se ha lanzado una iniciativa que busca nuevos proveedores para adquirir los diluyentes que permiten comercializar los crudos pesados de la Faja del Orinoco y los combustibles que compran en el exterior por las fallas permanentes en las refinerías del país.
Proyectando al corto plazo, el gobierno de Maduro debe gastar de forma inmediata unos 3.000 millones de dólares para poder atender las necesidades en importación de productos básicos —buena parte de ellas han sido reorientadas hacia México, Rusia y Turquía— como harina, arroz, pasta y leche en polvo que vende a precios subsidiados a la población de menos ingresos y la compra de combustible para evitar fallas en las bombas de gasolina e interrupciones en el servicio eléctrico. En todo caso, se prevé que baje el suministro de alimentos, que haya problemas con el abastecimiento de gasolina y es muy probable que aumenten los apagones y otro tipo de fallas eléctricas.
Por último, ante la inminente caída en el ingreso de divisas, el Banco Central de Venezuela implementa medidas de emergencia para evitar la escalada del dólar y una mayor devaluación del bolívar. En este sentido, se pretende recortar severamente el crédito y aumentar de manera sustancial la porción del dinero que las entidades financieras tienen que congelar como reservas. En todo caso, es previsible que la hiperinflación no se vaya a detener, dado que la causa fundamental de esta es que el Gobierno crea dinero sin respaldo para cubrir en grandes cantidades sus gastos. Incluso lo más probable es que la contracción del crédito profundice la actual recesión económica que tuvo su punto de arranque en 2013 y se agudizó a partir del 2015.
Si la oposición política venezolana no lograra resquebrajar el apoyo militar a Maduro, condición inevitable para sacarle del poder, lo previsible es que la reducción en el ingreso de divisas obligue a recortar severamente las importaciones de materia prima e insumos en el país. Un reciente análisis de compañía Credit Suisse sentencia que las sanciones estadounidenses sobre Venezuela, debido a la restricción en divisas empujará al tipo de cambio y la inflación, traerá una mayor recesión.
En todo caso, pudiera ocurrir que la estrategia estadounidense y opositora convierta al gobierno de Nicolás Maduro en una especie de big brother que lo mantenga en el poder con un país aún más empobrecido donde el único que tenga algo que repartir sea él gracias a sus negociaciones con China, Rusia, Turquía y México.

LA MEJOR SOLUCIÓN POSIBLE

Lo primero que hay que entender es que ya no se trata de una disputa ideológica o de clase. El Gobierno actual en Venezuela tiene más que ver con prácticas fujimoristas que con las implementadas por el chavismo durante sus momentos de mayor legitimidad político-social. Ser chavista hoy en Venezuela no tiene por qué significar el apoyo al régimen de Nicolás Maduro. A la par, han sido los barrios populares de Caracas los que han protagonizado las movilizaciones populares durante estas últimas noches, precisamente aquellos anteriormente bajo control del régimen.
Venezuela se ha convertido en un Estado mafioso en el cual su cúpula dirigente se enfrenta con una oposición que también responde a intereses claramente espurios. Lo ideal, pero poco factible, sería que en este contexto se constituyera una tercera fuerza, en este caso de carácter social y con protagonismo de la sociedad civil, con el fin de imponer la voluntad mayoría que implicaría una salida política alejada del derramamiento del sangre y el intervencionismo extranjero.
En la práctica, la salida política más adecuada es la convocatoria de unas elecciones libres, lo que implica cuestiones colaterales como la implementación inmediata de un nuevo Consejo Nacional Electoral —órgano rector de la democracia actualmente en manos del partido de gobierno— conformado estrictamente para este momento por académicos y figuras con reconocimiento nacional no vinculados a intereses partidistas.
No cabe duda que Nicolás Maduro debe marcharse del país, posiblemente con destino a algún país aliado que le brinde —al menos inicialmente— protección. En paralelo, los militares de tropa deberían entender que pese a los actuales privilegios de los que gozan sus mandos no deben ejercer la represión sobre la mayoría disidente de su sociedad, y tampoco deben ser cómplices de la represión que en la actualidad ejercen los grupos paramilitares que responden al régimen. De acuerdo a los registros levantados por Provea —organización social dedicada a la defensa de los derechos humanos en Venezuela—, las Fuerzas de Acciones Especiales (FAES) de la Policía Nacional Bolivariana son responsables del asesinato de 205 ciudadanos entre los meses de enero y diciembre de 2018.
Una escenario de guerra al interior de Venezuela fruto de una hipotética invasión extranjera al país, escenario poco probable, pero argumento sobre el cual se ha intentado legitimar desde hace años el régimen, no le daría la más mínima posibilidad de victoria a la Fuerza Armada Nacional Bolivariana (FANB) pese a las importantes inversiones en armamento realizadas en los últimos años.
Más allá de los enardecidos discursos pretendidamente heroicos y patrióticos de Nicolás Maduro, Estados Unidos sigue siendo la primera potencia militar del planeta y dispone de una amplia capacidad para realizar operaciones militares quirúrgicas con menor exposición que en sus contiendas durante el pasado siglo, mientras Venezuela ocupa el puesto 45 del ránking militar entre 131 países. Una guerra en Venezuela se parecería más a lo sucedido en Iraq y Libia que al tan recurrido ejemplo de Vietnam.
Lo más probable es que los hoy valientes y patrióticos mandos del ejército bolivariano busquen mecanismos por los cuales negocien amnistías y sobreseimientos en las investigaciones que pudieran iniciarse sobre ellos por casos de corrupción y acciones represivas contra la población civil, momento en el cual podrían abandonar a Maduro a su suerte si es que lo consideran como el perdedor de la actual disputa.
Fuente: https://www.elsaltodiario.com/la-ruta-del-jaguar/analisis-de-la-situacion-en-venezuela-maduro-guaido-lugares-comunes

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