Entrevista a Decio Machado / analista político e impulsor de diversos proyectos editoriales independientes
Por Ángela Pastor / Colectivo Oveja Negra (Colombia)
En el actual momento de crisis en el que están sumidas las izquierdas ¿cómo consideras que estas deban reconstruirse en la actualidad?
No creo que la construcción de respuestas contra-hegemónicas al poder global y sus respectivos poderes locales pasen en este momento por reconstruir estructuras que se alineen con el pensamiento tradicional de la izquierda… Pese a que Walter Benjamin durante la primera mitad del pasado siglo fuera el primer partidario del materialismo histórico en romper radicalmente con la ideología del progreso, cabe indicar que esto que llamamos izquierdas ya en el siglo XXI sigue sin comprender de manera generalizada el momento en el que estamos. La izquierda dio la espalda a buscar la playa bajo los adoquines, a abolir el trabajo alienante, a la imaginación y la creatividad, e incluso a cuestionar una sociedad alienada en la que solo importa trabajar sin más criterio que el de la ganancia y consumir -quien pueda- hasta reventar.
La pobreza en materia política y político-económica del ciclo progresista latinoamericano, donde la carencia de transformaciones reales pretendió ser justificada intelectualmente bajo la dicotomía weberiana priorizando la ética de la responsabilidad -lo que se puede hacer- frente a la ética de las convicciones -lo que se debería hacer- demuestra estas carencias. La izquierda transformó en la última década y media en América Latina, y también en Europa y otros lugares del planeta, a los actores de oposición en parte del aparato de poder. De hecho sigue sin comprender que para que exista realmente una revolución o un proceso de transformación anti-capitalista no se debe simplemente sustituir a los agentes detentadores del poder, sino una generar una profunda y total subversión cultural.
En este sentido es reseñable el movimiento de mujeres. Con consignas de alta radicalidad en la medida en la que cuestionan el patriarcado, es decir, el sistema, han logrado conformar un gran movimiento de masas. Es emancipador, revolucionario y no necesariamente de izquierdas… El concepto revolución no tiene nada que ver con las metas de una supuesta evolución histórica del progreso, tal y como lo entendió la ortodoxia marxista, sino que debe ser concebido como una disrupción radical en la historia de dominación de la humanidad.
Los sucesos políticos más interesantes que se han dado en lo que llevamos de siglo son movilizaciones donde las estructuras horizontales y asamblearias se han impuesto sobre el protagonismo de los partidos políticos y sus dirigencias. Ahí están las primaveras árabes, el 15-M de los indignados en el Estado español, el Junio del 2013 brasileño, los diferentes Occupy o en Francia el Nuit Debout y las actuales movilizaciones de los Gilet Jaunes. Esto demuestra que se ha ido fraguando a nivel global un fuerte desprecio por las instituciones estatales y el sistema de partidos, los cuales, volviendo a Benjamin, podríamos decir que nos ofrecen un “deplorable espectáculo”. Ninguna de estas expresiones de rechazo al sistema imperante se reivindicó de la tradición de las izquierdas, son otra cosa.
Las sistémicas crisis capitalistas y sus salidas de carácter regresivo para los intereses populares, la estructuración de la economía mundial por las empresas transnacionales, así como esta falta de legitimación social por parte del sistema político global determina inevitablemente un nuevo ciclo de luchas. Posiblemente disperso… pero a su vez global. En ellas es responsabilidad de las gentes que tenemos posiciones racionalistas y humanistas impedir que la tendencia dominante se escore hacia las posiciones de perfil neofascista que en este momento parecen estar tomando cierta ventaja.
¿Se quedó Marx sin vigencia en el siglo XXI?
Claro que tiene vigencia, en su obra están perfectamente descritos los procesos de producción, circulación y distribución que se generan al interior del sistema capitalista. Sin embargo el capitalismo vive en permanente transformación, la tecnología 3G permitió que hoy la transnacional más importante de transporte en el planeta se llame Uber y no tenga un solo vehículo o choferes entre sus activos, o que la principal compañía hostelera a nivel global se llame Airbnb y no disponga ni de hoteles ni de servicio de habitaciones. Lo que vendrá con la tecnología 4G y la cuarta revolución industrial ahora en curso ni siquiera lo imaginamos en este momento. Incluso los pensum de las más emblemáticas escuelas de negocios del planeta hoy están siendo renovados porque ya no son funcionales para el nuevo capitalismo y la economía digital. Además, mediante las nuevas tecnologías hoy se aplica una máxima de Michel Foucault que indica que los métodos del poder ya no funcionan por el derechos sino por la técnica; ya no por la ley sino por la normalización; ya no por el castigo sino por el control. Todo esto en su conjunto hace que la forma más válida para trabajar a Karl Marx al día de hoy no consista ya en rezarle, sino en utilizarlo, en deformarlo, en torturarlo hasta hacerlo gemir, que grite y proteste.
El marxismo clásico tiene una visión instrumental del Estado, entiende que lo único realmente importante es en manos de quien está dicho Estado. Sin embargo, el propio Marx afirmó en su obra el carácter clasista del Estado y apuntó a la necesidad de destruir el viejo aparato estatal y crear algo nuevo como primer escalón en la revolución desenajenante… La izquierda históricamente nunca entendió nada respecto a este concepto pese a que Gramsci, en algún momento, criticó la visión instrumentista del Estado/Poder en sus Quaderni del Carcere.
Los marxistas clásicos nunca terminaron de entender la tesis foucaltiana sobre el poder o más bien sobre los micropoderes y sus lógicas relacionales, desde su visión estatista consideran que dicha tesis diluye y dispersa el concepto de poder. Todavía no comprenden, pese a que Gramsci trabajará también lógicas vinculadas a las redes de relaciones que afianzan la dominación, que el ejercicio del poder consiste en conducir conductas, en disponer el campo de alternativas probables de acción presentadas al individuo, es decir, en estructurar el campo de la acción eventual de los otros. Desde mayo de 1968 tenemos claro que la construcción de la subjetividad no es un proceso ni libre ni espontáneo, estamos hablando de un estadio superior a la coartación o a la prohibición pese a que el sistema político y económico capitalista requiera también de formas de control y regulación concebidas bajo técnicas represivas y disciplinarias. Históricamente la gestión del capitalismo ha requerido de estos mecanismos, los cuales han sido aplicados con independencia de que sus gestores transitorios fueran conservadores o de izquierdas. Es una lógica de Estado, citando al historiador francés Fernand Braudel, “el capitalismo sólo triunfa cuando se identifica con el Estado, cuando es el Estado”. Quizás desde otras culturas esta visión sea más clara que desde nuestra óptica de modernidad eurocentrista. Por ejemplo Abdullah Öcalan tiene desarrollada la tesis de que es un error intentar delimitar la lucha por la emancipación del ser humano al terreno de la economía, cuando el capitalismo es poder y no economía… en fin, desde Mijail Bakunin y sus primeros anarquistas al mundo occidental le ha faltado una idea radical de la libertad.
Ahora bien y pese a ello, como dice Raúl Zibechi, debemos leer correctamente el discurso oculto de los dominados. Para ello, los viejos manuales ya no son tan útiles, necesitamos una nueva inventiva. Este posiblemente es otro de los problemas que heredamos de la base cultural formativa de la que venimos, dado que el propio Marx no fue capaz de reinventar determinados conceptos del pasado. Por ponerte un ejemplo: Marx planteaba en sus momentos de dirigencia del movimiento obrero internacional la necesidad de una “revolución social del siglo XIX”, buscando encontrar su poesía en el futuro más que en el pasado, sin embargo nunca superó el esquema estratégico de la toma de poder propio de la Revolución Francesa con la toma inicial de la Bastilla. Incluso en su obra del 18 Brumario dice respecto a la revolución alemana de 1848 “será como la revolución francesa, pero radicalizada…”. Lo mismo sucedió con Lenin y Trotsky aunque en este caso con un resultado existoso, el formato de la Revolución Bolchevique de 1917 no es más que una copia de la estrategia utilizada en 1789.
Tu libro con Raúl Zibechi, “Cambiar el mundo desde arriba, los límites del progresismo” ha sido todo un éxito, publicado en múltiples países y traducido en diversos idiomas. ¿Habrá más trabajo conjunto entre ustedes?
Trabajar con Raúl para mi siempre es un gustazo además de un reto. Compartimos muchos criterios y en otros divergimos, pero para mi es un referente de coherencia e integridad intelectual además de un buen amigo. Tenemos un trabajo conjunto pendiente y recientemente hablamos de remangarnos y ponernos en breve a cuatro manos en la obra.
Tras leer la fuerte crítica que se le hace a los regímenes progresistas latinoamericanos en vuestro libro ¿ni siquiera consideras rescatables la mejora de indicadores sociales en materias tales como la reducción de la pobreza?
Decía Gilles Deleuze que la izquierda necesita que la gente piense, sin embargo, al menos en América Latina la izquierda en el poder buscó todo lo contrario. Fruto de esa estrategia propiciada desde criterios laclaunianos neopopulistas y la puesta en marcha de fuertes aparatos de propaganda al servicio de lo que fueron partidos-Estados y liderazgos caudillescos, se producen imprecisiones como la que en este momento planteas.
Aclaro esto. La reducción de la pobreza en América Latina durante el período del boom de los commodities no es un proceso exclusivo de los regímenes progresistas. Te pongo un ejemplo, siguiendo datos oficiales entre 2007 y 2014 -momento de la caída del precio de los commodities y comienzo de la recesión en varios países de la región- la pobreza medida por ingresos en el Ecuador correista se redujo del 36.7% al 22.5% mientras que en la Colombia neoliberal de Uribe y Santos pasó del 45.06% al 28.5%. Analizados los datos, Colombia redujo su indicador de pobreza en 3.25 puntos porcentuales más que Ecuador.
En términos globales podríamos decir que la combinación de lo fue una creciente demanda global de recursos naturales por parte de la economía china y una serie de sucesivas reducciones de los tipos de interés estadounidenses, en aras a mantener una recuperación económica tras la burbuja tecnológica del 2001, determinó que ingentes cantidades de dinero aterrizasen en los países del Sur. Esto hizo crecer los mercados emergentes a partir de mediados del 2003. De hecho, a nivel global se asistió a la racha de crecimiento económico más extendida que el mundo ha vivido en el transcurso de su historia. Entre los años 2003 y 2007 la tasa de crecimiento medio del PIB en los países del Sur pasó del 3.6% en las dos décadas anteriores al 7.2%, no quedando casi ningún país en desarrollo fuera de ese fenómeno. En 2007, punto álgido de este crecimiento, prácticamente todas las economías del mundo crecieron por encima del 5% con excepción de Fiji, República del Congo y Zimbabue.
Esto ya se acabó. En la actualidad, la economía estadounidense maneja datos alarmantes: la deuda de las familias actualmente alcanza los 13,3 billones de dólares, una cifra superior a la de la crisis del 2008, los créditos universitarios superan notablemente los 611.000 millones que alcanzaron una década atrás, los créditos por compras de autos y los saldos de las tarjetas de crédito también han superado los montos de hace una década. Fruto de esta deriva la Reserva Federal ha incrementado desde diciembre del 2015 nueve veces el precio de dinero.
Por su parte, la actual desaceleración de la economía china ha supuesto el fin de un ciclo económico global que, para bien y para mal, significó un ciclo económico insólito en la historia de la humanidad. Sus demandas de commodities a nivel global implicaron un excedente en los países del Sur que permitió la reducción de la pobreza global al mismo tiempo que aceleró las amenazas de destrucción ambiental, el calentamiento global y la forja de un nuevo modelo de imperialismo pese a que muchos analistas afines al progresismo pretendan negarlo.
En América Latina la principal razón por la que no se logra reducir la desigualdad es debido al precario sistema impositivo que tenemos y su escasa fuerza redistributiva. El propio Banco Mundial reconoce la escasa presión fiscal existente en el subcontinente. Sin impuestos no puede haber igualdad. Durante el ciclo progresista las mejoras en la distribución de la riqueza no se dieron gracias a progresos en los sistemas tributarios, no transformaron esta realidad pese a que pudieron hacerlo, sino por los subsidios financiados mediante los excedentes de la exportación de commodities. Muy patético, pues terminado el boom los subsidios comienzan a desaparecer y la desigualdad vuelve a crecer.
En resumen, el hecho de que el llamado ciclo progresista latinoamericano se encuadre en este período histórico hace que se hayan construido intencionadamente axiomas que no se ajustan a la realidad y que no reflejan más que la tremenda orfandad ética e intelectual del progresismo.
Te he leído en varias ocasiones que uno de los grandes problemas de la izquierda institucional latinoamericana es haber entregado el discurso de la ética a la derecha. Hablemos de eso…
El problema no es estrictamente latinoamericano, pese a que en efecto ha sido uno de los problemas de las nuevas tecno-burocracias latinoamericanas durante el último período. Ya en su fase de decadencia, el progresismo sufrió una fuerte embestida desde el periodismo de investigación en cada uno de los países en los que gobernaban, cuando diariamente se iban haciendo públicos diferentes casos de corrupción institucional a gran escala. Esto, sumado al fin de la economía fácil, terminó de deteriorar la legitimación social de la que gozó el progresismo latinoamericano durante su primera fase. La corrupción evidentemente existió también en los gobiernos que se mantuvieron conservadores durante el ciclo progresista, pero precisamente porque el progresismo decía encarnar lo contrario la mayoría de la sociedad no le perdonó esta deriva.
En todo caso y desde una perspectiva más global, tal y como indica el ensayista Georges Didi-Huberman, el capitalismo puede aceptar la crítica siempre y cuando esté en condición de convertirla en ineficaz, lo que a la postre constituye una innovadora forma de censura. Así y pese a estas denuncias puntuales de los grandes mass media, la transformación permanente en el que está inmerso el capitalismo desde la década de los setenta hace posible que se compren las políticas de Estado mediante inyecciones de capital privado en los mecanismos legislativos, ejecutivos, campañas electorales y demás. Esto legitima una lógica de corrupción que enferma a los Estados y que determina que la corrupción pase a ser el Estado en sí mismo. Lo hemos visto recientemente con la transnacional brasileña Odebrecht en diversos países de América Latina. Podríamos decir que estamos ante una nueva versión de la necroeconomía.
¿Qué hacer entonces desde los espacios de acción y pensamiento contra-hegemónicos en un momento donde las posiciones ultraconservadoras y neofascistas avanzan por doquier?
Si uno lee los resultados del Latinobarómetro verá que en América Latina, aunque realmente el proceso es global, los votantes tienen cada vez menos en cuenta el mundo que les rodea y basan sus comportamientos en el entorno inmediato en el que viven sus experiencias cotidianas. No es que haya habido una transformación de la ideología dominante en la región, discurso por cierto al que se suscribió el progresismo en busca de respuestas carentes de autocrítica, sino que lo que estamos viviendo corresponde a un alejamiento ciudadano de las ideologías. Vivimos una indiferencia creciente de la ciudadanía respecto a sus gobiernos e instituciones públicas, motivo por el cual la gente está dispuesta a sacrificar espacios del régimen democrático liberal a cambio de prosperidad económica y seguridad.
Desde esta perspectiva, grandes franjas de nuestras sociedades entienden que democracia, crecimiento económico y seguridad no van de la mano. Estamos ante una democracia diabética donde no existe insulina que permita que la glucosa entre a las células para suministrarles energía. En el fondo, esto responde a que la inmensa mayoría de la sociedad cree que se gobierna para unos pocos y que no se defienden los intereses de la mayoría.
Lo anterior genera una demanda de ruptura, situación frente a la cual las izquierdas en este momento no tiene nada que ofrecer a la sociedad, pues ante la búsqueda de una nueva protección y un nuevo pacto social la izquierda representa una caduca continuidad. Ni se tiene un proyecto alternativo de gobierno, es decir, una reformulación de lo que es el Estado y su mecanismo para la toma de decisiones; ni se propone una alternativa al capitalismo y su modelo de acumulación económica. Ante estos retos la izquierda global apenas ofrece una amalgama de narrativas prefabricadas, mientras en la región -tras el triunfo de Jair Bolsonaro- se arman los discursos desde la retórica de la alerta al fascismo ignorando que el rascismo, el caudillismo, el nacionalismo, el autoritarismo, el antiliberalismo e incluso -en el caso venezolano- el militarismo ya fueron características propias del ciclo progresista. Como bien indica en un análisis post-electoral brasileño el compañero Bruno Cava, cuando el progresismo se coloca como opción democrática frente a la derecha más es retroalimentado el desbordamiento.
Estamos en un momento donde es creciente la falta de legitimidad social del sistema democrático liberal, y todos sabemos que la representación democrática no es más que una función teatral donde la cosa funciona si los supuestos representados ocupan su lugar y aplauden desde el patio de butacas. Ante eso hoy es la derecha, concretamente la nueva derecha, la que a nivel global se significa como un movimiento anti-sistémico que ofrece protección y seguridad a las mayorías frente a las minorías marginales; una nueva lógica de conflicto geopolítico Occidente vs Oriente; promesas de protección del mercado laboral para los trabajadores en un mundo con cada vez mayor desempleo, salarios cada vez más bajos e incremento global de la desigualdad; y, tras el fiasco de la gestión de las izquierdas en América Latina, un empoderado discurso de lucha contra la corrupción institucional.
Pero… ¿tenemos alternativas?
Según Immanuel Wallerstein en el sistema mundo tan solo han habido dos revoluciones mundiales. Una en 1848, en la cual nace el movimiento obrero, y otra en las sublevaciones de 1968, momento de la creación de los llamados nuevos movimientos sociales. Ambas fracasaron y por lo tanto no son referencia para el qué hacer al día de hoy. En este sentido, con sinceridad confieso que no soy optimista respecto al futuro inmediato pese a que sigo creyendo en aquella cita de Herbert Marcuse que decía que “es un deber del individuo luchar contra el sistema”.
Estamos obligados a rastrear las posibilidades de las nuevas subjetividades, pensando en ellas como la base de nuevas alternativas de transformación política. Por ahí deberíamos encontrar el camino hacia una nueva crítica radical desde planteamientos alternativos al fundamentalismo conservador y la recuperación de nuevas formas de acción colectiva. Hablo de una nueva ontología revolucionaria que tenga forma de autonomía del sujeto frente al Estado, al capital, al patriarcado y a las estructuras de poder sistémico. Hay que generar la capacidad de que nuevas organizaciones sociales con una nueva propuesta y discurso puedan presentarse ante la sociedad como alternativa a lo que hoy lamentablemente se significa como lo alternativo.
Al ultraconservadurismo creciente hay que hacerle frente, pero es un error pensar que lo de hoy es similar al fascismo que conocimos en la primera mitad del siglo pasado. Lo que tenemos hoy en expansión es un proceso en el cual una gran parte de la sociedad está delegando a nuevos salvadores sus expectativas respecto a una sociedad securitizada, donde prime el orden y la protección de targets más o menos acomodados y étnicamente dominantes. En términos post-estructuralistas hablo de una mayoría desplegando sus fuerzas represivas cuando las minorías se desterritorializan amenazando el lugar mismo de lo mayoritario. Creo que este fenómeno no ha hecho más que empezar y no veo razones para que no siga creciendo a nivel global.
Siendo así, estamos ante la necesidad de que los “anillos más débiles” de la cadena capitalista asuman nuevamente su protagonismo sociopolítico, reivindicando los axiomas del intercambio equitativo y de los derechos democráticos con los que hemos de solidarizarnos de forma activa. Mientras esto no suceda, mientras a esta tendencia reaccionaria no se le contrapongan líneas de fuga activas y positivas, ese protagonismo seguirá recayendo sobre quienes pretenden desaparecerlos, es decir, los Bolsonaro, Trump, Orbán o Salvini de turno. Ellos son quienes se aúpan políticamente sobre la intolerancia de sociedades miedosas que buscan condenar a quienes consideran “los otros” a permanecer en su miseria sin poder salir de ella bajo lógicas de zonificación o incluso exterminarlos mediante periódicas batidas de limpieza social.
Aquí toca trabajar en lo micro, algo que las izquierdas de hoy abandonaron hace ya mucho tiempo en Latinoamérica. Sin embargo, toda posición de deseo contra la opresión, por local y pequeña que sea, termina por cuestionar el conjunto del sistema capitalista y sus relaciones de poder, contribuyendo a abrirle una nueva línea de fuga.
¿Qué opinión te merece la reciente creación de una internacional progresista liderada por tres figuras, desde diferentes geografías del planeta, como son Fernando Haddad, Bernie Sanders y Yanis Varoufakis?
Respeto mucho la valentía demostrada por Yanis Varoufakis al momento de enfrentar a la triada financiera (Banco Central Europeo, Comisión Europea y FMI) en su época de ministro de Finanzas del primer gobierno de Syriza en Grecia. Sin embargo, las experiencias de las Internacionales Comunistas o Socialdemócratas, sus antecedentes en la Asociación Internacional de Trabajadores, e incluso la Cuarta Internacional de León Trotsky nacida en París en 1938, fueron el fruto de procesos reales de lucha globales. No veo ese acumulado en esto a lo que me haces referencia, sino que más bien me viene a la cabeza una frase de un prestigioso ejecutivo de marketing norteamericano que dice que “el buen marketing hace que una marca parezca importante y el gran marketing hace que hasta el usuario parezca inteligente”.
¿Ese pesimismo político tuyo se enmarca en un “No Future” del que te oí hablar alguna vez en Bogotá?
No, más bien corresponde a mi percepción respecto al momento que vivimos. Sin embargo, como ya indicó Marc Legasse, aquel anarquista romántico francés que fue encarcelado por impulsar un estatuto de autonomía para Iparralde, “el viento de la derrota transporta la semilla de la subversión”. Todo es cuestión de tiempo, y toda subversión social comienza el día que la gente se declara capaz de hacer aquello de lo que no se le consideraba capaz anteriormente.
Rememorando al filósofo francés Jacques Rancière, la política se ha vuelto un asunto de imaginación. Es desde esa imaginación desde la cual hemos de construir, reorganizar y liberar espacios, construyendo así incluso nuevas formas de organización sociopolítica y cultural. Mira las movilizaciones que hoy se suceden en Francia, nacen de un punto focal -aparentemente de escasa importancia política- que crea una condensación de relaciones sociales donde convergen intereses y relaciones sociales diversas que terminan por unir a gran cantidad de gente en el marco de una lucha específica. Es desde ahí desde donde luego parte a un cuestionamiento global al sistema de sus protagonistas.
Pese al proceso de globalización, pese a los G7, G20, Foro de Davos y Club de Bilderberg, no existe un Estado global, sino más bien micro-sociedades, en términos foucaultianos microcosmos que se instauran pese a que entre ellos existan conexiones globalizadas. Amador Fernández-Savater escribía recientemente un texto muy bonito en el que se indica que la lucha es un aprendizaje, una transformación de la atención, la percepción y la sensibilidad. Esa espoleta volverá a estallar, ¿cómo no va a ser así si la insatisfacción en inherente al ser humano? y en esa búsqueda desesperada de las izquierdas huérfanas por encontrar un nuevo sujeto político que sea motor de su ansiada revolución lo volverán a encontrar, porque es la situación de lucha quien lo crea y no un supuesto devenir histórico preestablecido bajo leyes del capital. Será entonces cuando resurja el pensamiento crítico superando la decadente mediocridad intelectual hoy visible en entornos como el de la CLACSO. En ese sentido, no se trata de construir vanguardias revolucionarias sino de territorializar las luchas bajo lógicas focalistas -algo guevarista aunque en esta ocasión no guerrilleras- con carácter y capacidad de contagio.
Pero ojo!, coincido con la compañera feminista boliviana Maria Galindo cuando dice que las demandas son un error porque terminan definiendo a los movimientos en base a su relación con el Estado, lo que produce a la postre una especie de demanda-concesión en la relación con dicho Estado. Es necesario trabajar en la autoorganización como fórmula de rechazo a la delegación o sistema de representación política, así como trabajar también en los ámbitos sociales más que en los institucionales. Esto es muy importante, pues el peligro de las nuevas derechas es que determinan sobre el “pensamiento perezoso” de la izquierda clásica una idealización de lo anterior. Esto hace que movimientos político-culturales pretendidamente innovadores como Podemos en el Estado español terminen planteando pactos con la socialdemocracia liberal en aras a facilitar la alternancia en el poder de partidos funcionales al sistema. Son lógicas que cercionan cualquier posibilidad de transformación social profunda y desilusionan al acumulado político que les hizo inicialmente posibles.
Lo anterior vuelve de demostrar que la crisis real de las izquierdas es una crisis de imaginación. Hay una incapacidad de generar cambios estructurales cuando gestionan el poder político y una incapacidad también a la hora de crear narrativas de futuro mínimamente ilusionantes. Es por ello que son movimientos conservadores los que hoy se convierten en alternativa.
Si para ti el término izquierda ha perdido valor ¿consideras que hemos de generar una nueva ideología que nos sea útil para la transformación social?
No, que pereza… Hay que ser muy masoquista para plantearse hoy la creación de un nuevo “ismo” que nos segregue o sectarice nuevamente. El marxismo en su versión pseudo-religiosa se hizo fuerte en la teoría, revestido de una fuerte carga científica durante largas décadas del pasado siglo. Creo que gente como Walter Benjamin acertaba cuando buscaba complementar esa sobriedad marxista con lo que llamaba “embriaguez” libertaria, buscando superar el histórico anti-intelectualismo anarquista.
El mundo libertario desde su perspectiva más amplia, me refiero a las experiencias de lucha de las mujeres kurdas en Rojava o incluso en su vertiente neozapatista, ha rescatado viejas formas de horizontalidad, asamblearismo y crítica a las estructuras jerárquicas y de autoridad. En América Latina esto se cruza con la tradición indígena asamblearia y la cultura “minga” de lo comunitario. Algo de esto vimos representado en diferentes geografías durante las ocupaciones de plazas y calles desarrolladas entre 2010 y 2013, y hoy reactualizadas en las movilizaciones de Paris. Esto es en términos gramscianos lo nuevo pese a que no sea históricamente tan nuevo, y debe reincorporarse al diálogo continuo como la principal experiencia de construcción de alternativas contrahegemónicas al capitalismo. Hablo desde una perspectiva que abarca desde lo comunitario rural hasta experiencias de autoorganización barrial en periferias marginales o la ocupación de espacios urbanos.
Pero aquí quiero expresar una tesis provocadora pero de la que estoy convencido. Precisamente por la pérdida de la referentes y legitimidad de las izquierdas clásicas e institucionales, considero que el discurso de la unidad en el campo popular es una falacia que termina beneficiando exclusivamente al micro-establishment de la política autoreferenciada como revolucionaria, lo que termina tirando abajo cualquier propuesta radical de intervención/movilización/construcción.
Históricamente las sublevaciones populares nunca nacieron de aparatos con intereses inmersos en el mundo de la política institucional, más bien todo lo contrario. Lo antagónico nunca ha necesitado estructuras unitarias para rebelarse, tenemos ejemplos de eso que van desde la Comuna de París hasta movilizaciones del presente siglo tales como el 15M indignado en España, las primaveras árabes, el Junio del 2013 brasileño o este último episodio de los Giles Jaunes que se vive actualemente en Paris. Las multitudes se aglutinan bajo procesos de movilización seductores, pero las sopas de letras de organizaciones sociales o políticas que representan lo “viejo” resultan muy poco sexy para la rearticulación del tejido social.
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