Por Decio Machado
Director Ejecutivo de la Fundación
Alternativas Latinoamericanas de Desarrollo Humano y Estudios Antropológicos
(ALDHEA)
En
Ecuador, al igual que en el resto de América Latina, el modelo neoliberal
implementado en las décadas de los ochenta y noventa fue el responsable de un
importante vaciamiento de los roles del Estado. El pensamiento hegemónico de
aquel entonces postulaba el “Estado mínimo” con lemas como “achicar el Estado
es agrandar la nación” entre otros de similar “envergadura” intelectual. Ese
discurso se articuló sobre la base de que la corrupción esta directamente vinculada
a la acción estatal, y en esa medida, la privatización de empresas públicas y
la asunción por parte del sector privado de responsabilidades anteriormente
asignadas al Estado terminarían con dicha situación, dotando a estos servicios de
la “eficacia” que requiere la competitividad en los mercados.
Toda
esta lógica derivada del neoliberalismo conllevó una enorme reducción en la
plantilla de servidores públicos, privatizándose casi todo lo que a través de
sus luchas las resistencias al modelo económico neoliberal no pudieron impedir.
Estos
cuestionamientos a la función del Estado respondían a intereses particulares que
buscaban la desaparición del rol estatal como cuidador del interés público, es
decir, el Estado como ente benefactor, lo que facilitó negocios del capital
privado y desregulación normativa, con sus consiguientes impactos en la economía
nacional. Sin embargo, nunca se cuestionó al Estado como herramienta de control
social, pues las Fuerzas Armadas y la Policía Nacional siguieron funcionando
desde su perfil más represivo al servicios de esas mismas oligarquías
beneficiarias de estas privatizaciones.
Más
allá de los retóricos discursos sobre el “dios” mercado como regulador de todas
las cosas y la libertad empresarial como modelo a seguir para la libre
competencia, la realidad fue cruel y en Ecuador –al igual que en el resto del
subcontinente- las políticas neoliberales tuvieron graves consecuencias para la
vida y condiciones de trabajo de sus ciudadanos, causando un grave deterioro
social y económico que conllevó la necesidad de políticas sociales compensatorias
auspiciadas desde los mismo entes multilaterales que implementaban los planes
de ajuste estructural en el país.
La
gestión en materia de reinstitucionalización del Estado por parte del actual
gobierno ecuatoriano, más allá de otras valoraciones sociopolíticas o
económicas, viene a demostrar una vez más que los sistemas democráticos y las
políticas públicas son imprescindibles a la hora de articular una economía que
permita crecer de modo sostenido e incluir al conjunto de la población como sus
beneficiarios. La historia reciente ha demostrado que el desarrollo social no
es la consecuencia de un previo desarrollo económico, sino más bien es un motor
fundamental para éste, además de estar desvinculado del concepto tradicional de
crecimiento. Un desarrollo social vigoroso, con educación y salud universales,
así como políticas públicas generadoras de equidad y participación ciudadana en
la toma de decisiones son los pilares para cualquier economía exitosa.
El
modelo de refundación del Estado articulado en Ecuador y otros países de la
región -con todos sus peros, deficiencias y contradicciones- debería estar
enfocado a la construcción de lo que pudiéramos definir como un “Estado
Inteligente y Participativo”. Entre sus características principales deberían estar:
ser productor de políticas que facilitan la movilización productiva el conjunto
de la sociedad; el diseño de políticas agresivas de lucha contra la pobreza y en
pro de la equidad; el garantizar los derechos a educación, salud, vivienda y
trabajo para todas y todos los ciudadanos; el proteger a un medio ambiente en
espectacular deterioro global; el descentralizar el poder y acercar la toma de
decisiones –en función de su rango- a las y los ciudadanos; el transparentar de
manera abierta la gestión y toma de decisiones coparticipando con la
ciudadanía; el impulsar alianzas estratégicas con la responsabilidad social empresarial
y de la sociedad civil; así como generar pensamiento crítico en la sociedad de
tal manera que esta genere una cultura política de sujetos autónomos y gente
libre.
Desde
esa perspectiva, incitar a la participación en la gestión pública debería ser
un objetivo central entre las políticas estratégicas de perfil gubernamental,
sea cual fuera su nivel de ejecución (municipal, provincial o nacional). La
preocupación por la participación ha sido históricamente un tema marginal y de
escasa elaboración teórica en la Academia y las ciencias de la administración
pública. Esta situación ha derivado en que en la actualidad exista una enorme
brecha entre el Estado y la ciudadanía, pues difícilmente un actor se siente
comprometido con algo que considera que no le corresponde.
Pensando
es esto es lo por que en el Artículo 95 de la Constitución de Montecristi se de
redactó: “Las ciudadanas y ciudadanos, en forma individual y colectiva,
participarán de manera protagónica en la toma de decisiones, planificación y
gestión de los asuntos públicos, y en el control popular de las instituciones
del Estado y la sociedad, y de sus representantes, en un proceso permanente de
construcción de poder ciudadano…”. En el Artículo 100 de dicha Carta Magna se
profundiza al respecto indicando: “En todos los niveles de gobierno se
conformarán instancias de participación integradas por autoridades electas,
representantes del régimen dependiente y representantes de la sociedad del
ámbito territorial de cada nivel de gobierno, que funcionarán regidas por
principios democráticos…”.
Es en
este marco de nuevos retos desde donde se impone la necesidad de generación de
modelos que busquen el impulso de la planificación estratégica participativa en
la administración pública, generando a su vez, la necesidad también de una visión
compartida de futuro, la reconstrucción de la confianza en el Estado, líneas
para un nuevo modelo organizacional participativo, y el desarrollo de la
capacidad del Estado para articular intereses sectoriales en aras al beneficio
común del conjunto de la sociedad.
El
conjunto de textos neoconstitucionales que han sido aprobados en la era
postneoliberal que vive gran parte de nuestra región busca que el Estado se
obligue a repensar las estrategias organizacionales de gestión pública en un mundo
globalizado como en el que vivimos. Las profundas transformaciones que de él se
derivan se asocian a cambios organizacionales que requieren intervenciones
vinculadas con la operación de variables ya no solamente hard (sistema de fines, sistema normativo, tecnología, procesos,
estructura organizacional, cambio de funciones y roles, asignación de recursos
materiales y mayor presupuesto, o políticas y prácticas de gestión de las
personas), sino también las denominadas soft
(cambios en el sistema social -instalación de prácticas cooperativas de trabajo
en equipo, gestión por performance y
sistemas de incentivos por performance-,
cambios en la estructura de liderazgo, cambios en los valores y presunciones
básicas que sostienen la propia cultura organizacional).
Los
nuevos liderazgos -según la literatura enfocada a la gestión pública o de
empresas los cambios organizacionales son impulsados por líderes- en este marco
de cambio de paradigmas, se enfrentan a modelos burocráticos normativos con
culturas específicamente arraigadas. Tratar de superar ese esquema heredado evidentemente
no es una tarea fácil, y quizás es por ello que en el caso ecuatoriano se esté
naufragando ante dicho empeño.
En
este sentido, una de las primeras acciones a desarrollar debería ser discutir sobre
el conjunto de tecnologías disponibles y su sustitución por otras que puedan
emplearse de manera efectiva cara al nuevo rumbo que debe conllevar este
enfoque. Esto abre un nuevo debate, el que tiene que ver con la supuesta y más
que cuestionable neutralidad ideológica de las tecnologías de gestión pública.
Si rescatamos el viejo Estado burocrático-weberiano, veremos que las
tecnologías de gestión en él utilizadas tuvieron un enfoque destinado a automatizar
procesos y garantizar la impersonalidad decisoria. Pero si nos planteamos nuevos
modelos de gestión donde la y el ciudadano tengan acceso a la participación,
las nuevas tecnologías de gestión deberían permitir horizontalizar los
vínculos, lograr el involucramiento colectivo y asegurar la participación de
actores sociales de perfil clave, en función de sus ejes de intervención, en la
gestión pública (planeamiento estratégico participativo real), así como del
conjunto de la sociedad de forma generalizada.
Lo
anterior vendría a significar una superación con enfoque adecuado del anterior
paradigma individualista que caracterizó el modelo neoliberal, el cual se instrumentalizó
mediante tecnologías de gestión pública denominadas del New Public Management (NPM).
El
hecho de que este aspecto se este dando de manera insatisfactoria, conlleva a
la deducción de que estamos frente a la consolidación de un problemático modelo
organizacional en la gestión pública, dado que declarativamente se viene a
significar una cosa y procedimentalmente se desarrolla de otra manera. A esto
cabe añadir, que cualquier cambio de modelo en la gestión pública, sea el que
fuere, implica además la definición de nuevas tecnologías para su aplicación efectiva.
Pero también estamos ante la necesidad de un cambio en los modelos de
liderazgo; pues si el modelo jerárquico (burocrático-weberiano) requirió de un
líder “administrador” ajustado al cumplimiento de normas y procesos (stewardship), y el modelo organizacional
individualista derivado de las reformas neoliberales dispuso de líderes “emprendedores”
(entrepreneur), esta por definirse el
modelo de liderazgo del esquema que debería ser implementando en la actualidad.
Los
modelos organizacionales actuales para la gestión de una política pública que
pretende ser de transformación no deberían basarse tan solo en impulsar
sistemáticos programas de reformas, pues más allá de las contradicciones entre
los articulados legales y sus implementaciones prácticas, no deberíamos limitarnos
en hablar sobre la necesidad o el acierto de la refundación del Estado, sino
sobre como reinventamos dicho Estado. Estos nuevos modelos organizacionales
deberían estar anclados a su vez sobre un nuevo paradigma que conlleve una
nueva y diferenciada forma de gestión.
Para
discutir sobre como se debería rediseñar el Estado con el fin de facilitar y
promover el desarrollo social, habría que comenzar -para ser coherentes- por definir
qué tipo de Estado queremos. Ese debería ser el paso previo antes de pasar a
trabajar de forma eficiente sobre sus estructuras organizacionales, haciendo
efectiva su gestión e incorporando técnicas innovadoras y sin precedentes
tecnológicos para ello.
Ello
implica un cuestionamiento a la discusión tecnocrática a la cual actualmente
asistimos en el Ecuador y otros países aledaños. Definir como se concibe un nuevo
Estado bajo el objetivo del desarrollo social, conlleva previamente una
discusión en la que debería participar el conjunto de la ciudadanía, y que
versa sobre qué modelo de desarrollo queremos, enmarcándolo claro está en los
límites planetarios a los que asistimos en la actualidad. Este debate debe ser
el que nos permitiría extraer las conclusiones necesarias sobre cual es el
modelo de “Estado Deseable”, con qué criterio construimos nuevas formas de
decisión colectiva para el conjunto de nuestra sociedad, y a partir de ahí,
aportar criterios técnicos para dotarnos de las capacidades organizacionales y
técnicas que permitan caminar hacia su construcción de manera efectiva y
eficiente.
Es a
partir de esa perspectiva desde donde aparecerán los interrogantes enmarcados
en la supuesta neutralidad de las tecnologías de gestión pública, pues deberá existir
congruencia entre las nuevas tecnologías de gestión y los nuevos modelos
organizacionales aplicables en función de los objetivos colectivamente
definidos. La utilización a-crítica y a-temporal de tecnologías de gestión
pública ha generado en países como Ecuador la clásica calificación para los países
del Sur como subadministrados.
Ecuador y su modelo participativo
Ecuador
pretende posicionarse en la región, entre otras cuestiones, por haber rescatado
de manera eficiente la planificación estratégica del Estado. Sin embargo, ni se
discute adecuadamente sobre el nuevo modelo de “Estado Deseable” ni se hace una
adecuada valoración de las metodologías “participativas” utilizadas para la
toma de decisiones, socialización de procesos normativos o para el desarrollo
de su planificación y agenda estratégica.
Es
por ello que los procesos de identificación colectiva hacia las estrategias
gubernamentales de gestión pública hacen “aguas” por doquier, lo que implica
que el Estado continúe planificando integralmente el desarrollo del país a
través de una maquinaria burocrática que trabaja de manera más centralizada que
descentralizada para alcanzar dichos objetivos. Esto pone en cuestión el supuesto
modelo existente de “Gestión Pública Moderna, Participativa y Descentralizada,
con Enfoque Territorial, Democrático, Equitativo y Solidario”, lo que más allá
de estrategias gubernamentales de comunicación que ponen su objetivo en
significar la participación ciudadana y el control social, hace que no se esté
innovando prácticamente nada en los procesos de participación y que se
reproduzcan las ineficiencias de antaño.
Lo
anteriormente reseñado tiene fácil visualización en los procesos de
socialización de leyes por parte del Legislativo ecuatoriano y en los
procedimientos implementados por la Secretaría de Planificación y Desarrollo
(SENPLADES), donde la recolección de sugerencias ciudadanas se hace en base a
que estás estén alineadas a las tesis gubernamentales y los mecanismos procedimentales
de dichos procesos sean metodológicamente muy deficitarios, sirviendo
básicamente como justificación de haber procedido con los trámites pertinentes
para la articulación de leyes o planes de desarrollo. De igual manera gran
parte de los procesos de exploración y explotación de recursos naturales se
realizan sin consulta previa en los territorios y sin haber obtenido el
consentimiento de los afectados –a pesar del reconocimiento constitucional de
dicha medida-, y en los lugares en los cuales dicha consulta se realiza, los
procedimientos aplicados no soportarían la más mínima fiscalización de
cumplimiento del Artículo 169 de la OIT. Asimismo, se han aprobado en la
Asamblea Nacional leyes importantes que afectan a los pueblos y nacionalidades
sin su participación en la discusión de aquellas, o habiendo sido estas
meramente instrumentales.
En
el ámbito de lo local, la mayoría de los procesos son convocados por los
gobiernos locales, es decir, desde la institucionalidad, existiendo muy pocas
experiencias de participación ciudadana iniciadas desde el propio tejido
social, lo que demuestra la falta de interés gubernamental por generar
condiciones que permitan su dinamización. Los mecanismos de participación
existentes están descontextualizados del marco normativo, y las autoridades
locales a través de sus funcionarios poco o nada han hecho por desarrollar
herramientas y metodologías operativas al respecto. La inconsecuencia existente
en los procesos de participación local son claramente visualizables desde la
perspectiva de género, pues en los espacios de diálogo es notablemente la mayor
la participación de las mujeres, mientras en la participación activa aparecen
mayoritariamente hombres. La dinámica social no conjuga con los tiempos
burocráticos y los funcionarios públicos escasas veces determinan tiempos por
fuera del horario de atención pública homogeneizada en una instituciones para
consolidar los espacios de participación social (fines de semana, horarios
nocturnos, etc), lo que es muestra del desinterés existente. Un verdadero
interés en potenciar estos procesos participativos conllevaría repensar incluso
los horarios de los funcionarios implicados en estos procesos, a la vez que la
creación de direcciones o secretarías de participación en todas las
instituciones públicas –al respecto cabe referenciar que en gran parte de las
instituciones existentes en el país, la participación ciudadana es un área de
intervención estructurada dentro del departamento de planificación-.
Por
último y añadido a todo lo demás, cabe referenciar que las autoridades y mandos
medios en general, ya sean provenientes del gobierno central como de los
gobierno autónomos descentralizados (municipios, gobiernos provinciales o
juntas parroquiales), presuponen que esta deficiente participación ciudadana se
debe realizar –y así la enfocan- como una parte de la gestión, obviando que
siendo coherentes con el modelo que dicen defender, la gestión entera de un
gobierno –sea del nivel que sea- debe ser totalmente participativa. Esto se
agudiza en el caso de los gobiernos autónomos descentralizados, pues estos no
son más que un órgano administrativo que se transforman realmente en entes que
propician gobernabilidad cuando realmente interactúan con la sociedad civil y
sus diferentes actores.
Esta
deficiente visión de la gestión de gobierno ya demostró sus carencias en el
pasado, pues subestimó y marginó a la ciudadanía en sus múltiples formas de
expresión, no desarrollando una
implementación efectiva de su participación, y evidenciando serias
ineficiencias en sus modelos de gestión a través de graves desencuentros entre exigencias
populares y aplicación de políticas gubernamentales.
La
superación del modelo neoliberal de antaño y de las tecnologías de gestión
pública NPM está conllevando como reacción la conformación de un nuevo modelo
organizacional que puede definirse como post-burocrático (también denominados
neoweberianos –New Weberian State-),
los cuales aplican su énfasis en la orientación al cliente/ciudadano, la calidad,
mejora continúa, producción, adhesión al cumplimiento de normas, entrega de
valor y la gestión por resultados (accountability),
pero donde la participación es escasa a pesar de que intencionados procesos
deficientemente participativos pretendan camuflar dicha realidad.
Sin
embargo existen otras alternativas, las cuales originalmente son definidas como
modelos igualitarios participativos, y que con actualizaciones o correcciones
acordes a la crisis civilizatoria global que en la actualidad vivimos, tendría
mayor coherencia en el contexto histórico actual. La alternativa que supone la
aplicación real de este actualizado modelo igualitario participativo es una
opción que aparece notablemente diferenciada entre el inmediato pasado neoliberal
y el modelo weberiano original de antaño o el reformulado (post-weberiano) que
pretende imponerse en la actualidad.
La necesidad de una real planificación
estratégica participativa
Para
reconstruir la confianza entre los actores del sistema y en especial para
encarar un proceso de planificación participativa real debemos entender qué es
un actor social, cosa de la que en la actualidad el Estado ecuatoriano ostenta una
lectura sumamente deficitaria.
Toda
planificación supone la existencia de “actores”, ya que estos forman parte de
la realidad que se intenta transformar. Los actores sociales son dinámicos y
operativos, actúan de manera diferente en función de los contextos y
situaciones ante los que se encuentran. Entenderlos como sujetos predecibles, mecánicos
y reactivos, es reducir el análisis a una visión tremendamente simplista que no
se corresponde con la realidad.
Pensar
que es el Estado el principal actor de cambio no corresponde al momento
histórico actual y globalizado en que vivimos, pues son los actores sociales en
la actualidad los principales agentes de cambio. Son ellos los que toman
posiciones y adoptan estrategias, como aliados u oponentes de las políticas
gubernamentales y entre sí mismos, problematizando aquellas situaciones que les
interesan o afectan de modo particular y desestimando otras que consideran de
perfil secundario.
A
partir de sus propias visiones sobre el entorno y coyuntura, guían su accionar;
articulando prejuicios, supuestos, expectativas, capacidades e incapacidades,
ideologías y luchas de poder. En este sentido se convierten en portadores de
ideas, y en muchos casos, creadores de estas.
La
herramienta principal de un actor social es su acción sociopolítica o económica,
es decir, utiliza el conocimiento que le es propio desde una dimensión puramente
operativa para interactuar y entender su entorno.
Si
bien es cierto que en el tablero de lo social intervienen otros individuos o
poblaciones no organizadas, éstos no participan de esta noción de actor y
resulta mucho más dificultoso abordarlos desde un análisis sistematizado como
el que se propone desde los sistema de planificación participativa. No se trata
entonces de pensar un juego donde son muchos los actores que por acumulación
toman una decisión colectiva en un momento determinado y donde las
individualidades pesan poco, sino más bien de pensarlo como un despliegue de
determinados actores en función de las diferentes temáticas a tratar pero con
un peso decisivo en la toma de decisiones. Son estos actores los que deben
articular la sociedad y no el Estado, como de forma vulgar pretenden comprender
los actuales burócratas ecuatorianos. Estos han de actuar en representación de
diversos tipos de organización en función de sus circunstancias (partidos
políticos, organizaciones no gubernamentales, grupos de presión organizados,
sindicatos, organizaciones gremiales, micro-económicas y sociales múltiples,
entre otros tantos), y han de involucrar así a la mayor parte de la población
en un actuar participativo (empoderamiento) fuera del órgano administrativo
institucional.
El
análisis del comportamiento de estos actores es altamente complejo y
difícilmente predecible, definiéndose como anteriormente se indicaba en función
de cada circunstancia. Los actores sólo son tales en una situación determinada
–cuando actúan- y en su interacción con los otros, generando dinámicas
complejas carente de reglas preconcebidas, por mucho que le cueste comprender a
la burocracia planificadora del Estado.
Es
por ello que un planeamiento estratégico participativo real debe previamente
establecer un mapa de actores y sus estrategias desplegadas en el tablero
socio-político. En este sentido, se deben tener en cuenta elementos claves que
suelen caracterizar y definir a los actores sociales:
·
Interés: vínculo con el tema de discusión qué
está en juego.
·
Valor: relación que tienen el tema con
cuestiones importantes relativas a sus principios, ideología y escala de
valores.
·
Peso: control de recursos y adhesiones.
·
Motivación: grado de interés y/o necesidad por
involucrarse en el tema, en base a la conjugación de intereses y valores
planteados en los puntos previos.
·
Experticia: acumulación de destrezas y
habilidades demostradas en cuanto al uso, capitalización y aprovechamiento de
los recursos en juego.
·
Soporte cognitivo: potencial científico-técnico
de los recursos que controla, “saber específico” del que dispone, que lo
posiciona de un modo especial en el tratamiento del tema en cuestión.
Tomar
en cuenta estos aspectos permitirá tener una aproximación más real a los
movimientos y forma de accionar que estos
actores pueden llegar a desplegar.
El
estudio de los actores sociales debe incluir necesariamente el análisis de sus
antecedentes y actuaciones, es decir, el
seguimiento de la trayectoria, revisando los elementos descriptos e
identificando el conjunto de sus capacidades. Esto significa poner bajo
análisis temas tales como: alianzas realizadas en el pasado, valores encarnados
en esas alianzas, conocimiento de la situación en la que se mueven, recursos que
son capaces de adquirir, o sus fracasos y éxitos entre otras cuestiones. Esto
es, entender los elementos que permiten su accionar en determinados contextos y
escenarios, así como las alteraciones en su accionar ante los diferentes escenarios
en los que se involucran.
Reconocer
por parte del Estado la existencia de actores sociales, tener de ellos una
buena caracterización, indagar acerca de sus intereses, necesidades y
expectativas y, fundamentalmente, iniciar en forma colectiva un diálogo
tendiente a generar una visión compartida, son pasos fundamentales para
reconstruir la confianza e inducir a imaginar un futuro colectivo compartido
por parte del conjunto de la sociedad.
En
ese contexto, la planificación estratégica participativa real es el instrumento
que nos ayuda para todo esto. Sus conceptos e instrumentos básicos son el
diálogo, la visión compartida, el involucramiento y la generación de
compromisos. En este sentido se plantea una diferencia elemental entre
planificar y ser planificado (mecanismo pasivo que termina impactando en quien
no coparticipa de la planificación ni siente reconocido sus intereses en esta).
Esto nos lleva a la necesidad de distinguir de manera adecuada los conceptos
tradicionales de planificación, los nuevos intentos de legitimar el modelo
actual de planificación bajo el argumento de lo participativo, y la
planificación estratégica real que debería ponerse en marcha en el Ecuador y
resto de países de la región para un real involucramiento de su tejido social y
por extensión, del conjunto de su ciudadanía.
La
planificación normativa o tradicional es la forma convencional donde un equipo
técnico presenta un esquema rígido de metas y objetivos que expresan lo
deseable desde el punto de vista del Estado, buscando intervenir en el curso de
los procesos sociales.
Como
pretendido intento de superación del proceso anterior, cabe reseñar que en la
actualidad vivimos en Ecuador procesos enmascarados de ese viejo modelo. Esto
se da tanto por acción como por omisión, dado que las personas individuales u
organizaciones sociales que suelen participar en los procesos participativos
para el diseño de estas planificaciones suelen ser o bien afines al régimen o
bien beneficiarios de programas sociales auspiciados por el gobierno central o
los descentralizados de turno. Otro factor que limita notablemente estos
procesos pretendidamente participativos es el bajo nivel de participación
ciudadana en el grado de la toma de decisiones, pues los insumos sobre los
cuales deben debatir e interactuar no son sencillos y los lenguajes utilizados
suelen tener un nivel de tecnicismo que dificulta notablemente su intervención
conscientemente fundada, lo cual se acentúa por la carencia de pedagogías
apropiadas por parte de los facilitadores (incapacidad por parte de consultores
contratados por las instituciones públicas o los funcionarios de estas) para la
participación popular.
Esto
hace que todo el modelo anteriormente descrito de análisis relacionado a los
actores sociales quede “perversamente” opacado en un accionar con notables
carencias metodológicas y enmarcados en una cartografía que apenas distingue
entre actores problemáticos o disidentes y actores afines al accionar
gubernamental, los cuales quedan diferenciados en función de los niveles de
gobierno a los que afectan (territorial, nacional o incluso en algunos casos
regional).
La
misma SENPLADES, más allá de desarrollar un controvertido Plan Nacional del
Buen Vivir basado en el cambio de matriz productiva en la cual escasamente se
contó con las aportaciones críticas de las poblaciones y sectores afectados en
cada uno de los territorios, valoró como deficientes los Planes de Desarrollo y
Organización Territorial (PDOT) implementados por primera vez de forma
pretendidamente participativa para los diferentes niveles de gobiernos locales y
territorios del Ecuador en el año 2010. Durante este ejercicio se tuvo la
posibilidad de corregir estas ineficiencias, por otro lado comprensibles dado
que era una experiencia primeriza en el país, en base a las actualizaciones que
de dichos PDOT se están realizando en la actualidad. Sin embargo, la
implementación de servicios de asesoramiento descoordinados para estos procesos
por parte del Consorcio de Consejos Provinciales del Ecuador (CONCOPE),
Asociación de Municipalidades Ecuatorianas (AME) y Consejo Nacional de Juntas
Parroquiales Rurales (CONAJUPARE) para tal función, con bajo costo y visiones
marcadamente diferentes cuya único elemento de homogenización es la escasa
participación social definida en estos procesos ha hecho que se vuelva a perder
la oportunidad de implementar lógicas coherentes con el discurso participativo,
eficaces para la gestión pública posterior y funcionales desde el punto de
vista técnico y metodológico.
Sin
embargo, la tendencia en planificación ha de ser fomentar etapas
participativas, donde los diferentes interlocutores se sientan comprometidos y
se vinculen las diferentes partes de la organización a partir de la
integralidad de los planes elaborados.
La
experiencia demuestra, como ya mencionamos con anterioridad, que difícilmente
un actor –sea su posición la que fuere ante una coyuntura social o política
determinada- se comprometerá con algo que no le pertenece o en lo cual no ha
podido participar con sus aportes, expectativas, necesidades e intereses.
Los planes de ordenamiento, producto del
planeamiento normativo o de las farsas en planificación estratégica participativa
actualmente existentes, terminan por convertirse en documentos construidos con
mayor o menor acierto bajo racionalidades técnicas y terminados contra reloj en
algún escritorio burocrático de los responsables de la planificación de las
diferentes instituciones implicadas en función de su competencia territorial,
estableciéndose al final como la única y mejor manera de hacer las cosas.
Sin
embargo, el planeamiento estratégico riguroso o real requiere de un tipo
particular de conocimiento para la acción intencional y reflexiva, el cual
necesita instalarse mediante la generación de un espacio que promueva y permita
el diálogo constructivo con la ciudadanía y sus actores sociales, destinado a
que estos puedan aportar de forma adecuada a los procesos de construcción
colectiva del futuro y confrontar ideológicamente entre ellos, es decir,
definir con todas las consecuencias que ello implica su modelo de desarrollo
territorial. En dicho proceso se debe generar diferentes mecanismos
(cooperación, cooptación, conflicto, persuasión, negociación, mediación,
disuasión, etc) en relación al actor principal, el Estado, que es quien al
final tiene la capacidad y las atribuciones para articular intereses
sectoriales en aras a alcanzar el bien común de la sociedad.
Sin
una planificación estratégica real resulta dudoso que se consideren
adecuadamente los oponentes, obstáculos y limitaciones que condicionan la factibilidad
del plan. Sin lo anterior, los objetivos de dicha planificación pasan a ser
entendidos como normas a cumplir, es decir, una hoja de ruta independiente al
contexto y la posibilidad efectiva de su realización. Ese sistema genera
límites inmediatos en la medida en que a partir de él, se establecen los medios
y recursos necesarios para alcanzar los fines convenidos, haciendo del futuro
algo pretendidamente predecible e ignorando el espacio para la incertidumbre y
la disidencia que se generan en el comportamiento de los actores antes
mencionados. Los indicadores de cumplimiento de dichos planes suelen derivar en
falacias que terminan condicionando conjuntamente al gobierno del nivel que
corresponda, dado que están implementados por los mismo actores responsables de
la articulación de dicho plan. Esto deriva en que se indiquen valores positivos
en descentralización cuando el proceso político nacional es cada vez más
centralizado, y otras cuestiones de similar características.
En
esta concepción mecanicista del mundo permite la creación en un falso futuro que
pretende ser controlable y predecible, donde las acciones se reducen a
comportamientos medibles y regulares. Algo que ya conocimos en países
protagónicos del pasado siglo que hoy ya ni existen como tales en el mapa. Esto
es la consecuencia de lo absurdo que significa la idea de que existe un futuro
predecible, lo que conlleva ignorar las dificultades, contradicciones y
oposiciones, propias de los procesos sociales, generando a su vez indicadores
engañosos de gestión y cumplimientos de metas a fin de auto-legitimar un
supuesto sistema implementado.
Aplicación real del modelo Igualitario Participativo
Los
modelos igualitarios han sido impulsados por diferentes vías y sus
planteamientos pueden conocerse a partir del enfoque denominado del “Desarrollo
Humano Sustentable”, que apunta, entre otros aspectos, al “empowerment” de las comunidades a través de la participación y la
toma de decisiones desde la base hacia la cúpula (bottom up).
Este
enfoque busca la alta participación de la comunidad en la vida pública, bajo el
criterio de que votar no es suficiente y que los derechos civiles deben ser
equiparados con las responsabilidades sociales.
Nadie
en su sano juicio puede cuestionar que la consolidación de la democracia
representativa es un gran avance, tanto en Ecuador como en el resto de países
del continente, especialmente tras los años de dictaduras militares y
“operaciones cóndor”. Sin embargo, parece
obvio que dicha condición no es hoy por hoy suficiente para la implementación
de democracias reales y con legitimación social. Fenómenos como los Indignados
en España, las primaveras árabes en determinados países del Magreb, o los Occupy de EEUU, Gran Bretaña o Hong
Kong, muestran un mundo donde la ciudadanía global demanda nuevos modelos
políticos y expresa su cuestionamiento a ser representados por los establishment burocráticos al uso. Es por ello que el
comunitarismo actual es en realidad una defensa de la mutualidad, la
participación y el rechazo hacia los gobiernos que “usurpan” funciones
comunitarias. En muchos lugares del planeta, hoy la gente reclama menos gobierno
y más gobernabilidad.
Esto
significa entender que entre el Estado y el mercado existe una amplia gama de
organizaciones sociales que conforman entre otros los “espacios de interés
público”. Hablamos de entidades que cumplen fines de utilidad colectiva como
son cooperativas micro-empresariales, organizaciones no gubernamentales,
organizaciones sociales con muy distinto tipo de trabajo voluntario y
comunitario, grupos ambientalistas, agrupaciones vecinales, y otras tantas formas
de agrupamiento de esfuerzos desde la sociedad civil en la búsqueda del
procomún.
En
resumen, de lo que se trata a través de un actualizado y real modelo
igualitario participativo, es de como articular una nueva concepción la toma de
decisiones del Estado a través del sumatorio participativo de los actores
claves de la sociedad vinculados con demandas sociales y aportes de la sociedad
civil. Se trata entonces de superar el esquema meramente representativo de la
democracia formal y la “buropatología” o jerarquía paralizante que conforman
las instituciones públicas al uso, reinventando un Estado que pueda cumplir con
las nuevas demandas que se le plantean. El “Estado Ideal” pasaría entonces a
ser un actor promotor y facilitador de un desarrollo previamente redefinido en
una sociedad civil cada vez más articulada, fuerte, activa, autónoma y capaz de
desarrollar pensamiento crítico. Algo vinculado al ya no tan novedoso concepto de
governance –que tuvo su génesis teórica
en 1985- y que se resume en la idea de la articulación y la gestión horizontal,
aunque quizás asumiendo rasgos positivos del modelo individualista:
creatividad, innovación, orientación al emprendimiento y orientación a
resultados.
Han
de ser las organizaciones sociales en correlación al conjunto de la ciudadanía
los que hagan que las cosas ocurran, cuestionándose así la estructura piramidal
jerárquica estatal que desarrolla la mayor parte de su control en una cúpula
centralizada. Se trata entonces de construir sistemas donde el poder se
convierta en algo difuso, y donde los centros de decisión pasen a ser plurales
e independientes de los poderes económicos y políticos. La toma de decisiones pasará
entonces a ser un intrincado proceso de negociación multilateral tanto dentro
como fuera de las organizaciones y del Estado. Dado que las organizaciones
deben tender de ser horizontales e independientes para su legitimación social
–lo que forma parte de su proceso de empoderamiento social-, la manera en que serán
gobernadas ha de ser también colegiada, consensual y consultiva. Cuanto mayores
sean los problemas a resolver, más difuso será el poder para resolverlos y
mayor el número de personas que pueden ejercerlo.
Este
modelo emergente debería entonces impulsar emprendimientos fuertemente
participativos y horizontales que requerirán de metodologías precisas y
tecnologías de gestión apropiadas y no dependientes o implementados desde
modelos externos o falsos procesos que solo sirven como legitimadores de la
acción gubernamental ante la ciudadanía. Pero también serán necesarios liderazgos
efectivos –que no solo respondan a los intereses de horizontalidad y respuesta
(ser “accountables”) a las
necesidades de la sociedad con calidad de servicio y gestión de resultados-,
capaces de conducir dichos procesos de manera exitosa, así como culturas
organizacionales que los respalden y legitimen de forma coherente.
Todo
lo anterior viene a significar la urgencia de una transformación compleja y
completa de la gestión pública que al mismo tiempo impulse cambios respecto al
modelo de Estado, su reinvención, así como de sus formas de gestión y una
correspondiente modernización tecnológica afincada sobre concepto de
transparencia y democratización digital (lo que conlleva a su vez la
democratización global del acceso a las nuevas técnicas de información y
comunicación), generando también nuevas lógicas de liderazgos que a la par de
ser respetuosos de la ley y la ética, desarrollen capacidades para trabajar en
red –enredando al conjunto del tejido ciudadano y la ciudadanía en general-,
orientándose a resultados y una gestión equilibrada con visión compartida entre
expectativas, necesidades, intereses y diferencias culturales existentes entre
el Estado, sus organizaciones componentes, una nueva lógica de economía social
popular y la sociedad civil. Bajo estos modelos, las organizaciones públicas se
encontrarán cada día más involucradas en complejas redes (networks) poliárquicas y pluralistas, donde los propósitos pasan a
ser más ambiguos, las reglas toman la condición de contradictorias, los
recursos escasos y los procesos de negociación múltiples. Todo ello requerirá
entonces de liderazgos articuladores, poco caudillescos y más bien dialogantes.
Bajo estos nuevos conceptos el viejo concepto de liderazgo pasaría a estar en
extinción.
Sin
embargo, la realidad actualmente existente y poco reconfortante al respecto de
lo en este texto tratado, deriva de la reinstalación del viejo paradigma weberiano
y su modelo de gestión jerárquico burocrático, el cual tras la crisis del
modelo neoliberal en el que se enmarcó la crisis multifacética de carácter
global que terminó siendo de carácter civilizatorio. En base a lo
anterior, se implementó la idea de que
la construcción del Estado, en oposición a su limitación o reducción propugnada
durante la época neoliberal, debe basarse en la construcción prioritaria de
programas políticos, pero sin una actualización sobre que modelo de Estado es
el necesario al día de hoy, y sin un análisis sobre la legitimidad social de la
democracia participativa en un mundo globalizado y trasnversalizado por las
herramientas tecnológicas para la comunicación y para la participación de las
que hoy disponemos.
Esto
viene a significar un riesgo, pues cuando en la actualidad hablamos de reforma
del Estado de lo que se está hablando es de un modelo recurrente que no afronta
rupturas paradigmáticas, es decir, de una etiqueta mercadotécnica para un
modelo de gestión de la política pública muy poco innovador e inadecuado para
la articulación de modelos participativos en la toma de decisiones.
Es
de esta manera, como se ignora la necesidad de articular la participación
activa y real de la ciudadanía en la toma de decisiones. Se ignora también que
los cambios y modernizaciones tecnológicas absolutamente necesarias, no pueden
seleccionarse en abstracto o a partir de la oferta de tecnologías de mercado,
si lo que buscamos en realidad es la efectiva participación social.
Estamos
entonces frente al debate del papel del Estado para el siglo XXI. Lo hacemos
desde las posturas de la pérdida de hegemonía del Estado nación y el avance de
la globalización. Y ante ello, nos enfrentamos a una terminología diseñada por
la burocracia internacional y apropiadas por los tecnócratas nacionales, en los
cuales destacan términos como “reforma del Estado” o “reforma administrativa y
modernización del Estado” entre otros; pero donde se ignora el desafío ante el
que de verdad nos encontramos. Reto actual es repensar los planes estratégicos
con características participativas que se deben promover desde un nuevo modelo de
Estado y su gestión pública, en la búsqueda participativa del procomún.
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