Por Decio Machado
Cabe
comenzar indicando que la consolidación de Podemos como opción de gobierno en
el Estado español es motivo de esperanza, si bien su raudo camino de ascenso al
poder esta develando de manera igualmente rápida los límites transformadores
que dicha alternativa supone. En este sentido, son cada vez más notorios los
paralelismos entre los llamados gobiernos “progresistas” latinoamericanos y el posible
devenir de esta experiencia política española.
Tan
esperanzador resultó el agitado inicio político del presente siglo en América
Latina, donde una amplia gama de movimientos sociales alternativos cuestionaron
el sistema político-económico entonces imperante, como ver una década después en
el Estado español a miles de ciudadanos conformar asambleas y acampadas, cuestionando
-mediante un proceso de repolitización y explosión de participación ciudadana-
la corrupta y socialmente ineficaz política de la casta.
En
ambos casos, los modelos asamblearios y la toma de decisiones de manera horizontal
supusieron en la práctica una nueva forma de entender y hacer la política.
Una acción colectiva contra la ausencia
de reflexión de las mayorías, algo que se muestra indispensable para cualquier
proceso de cambio real en el mundo actual.
Lo que pudo ser y no fue en América Latina
Resulta
incuestionable los avances en materia de indicadores sociales y proyección
económica alcanzados durante la última década en América Latina. Países con gobiernos
de perfil progresista han reducido sustancialmente sus indicadores de pobreza y
desigualdad, modernizando sus infraestructuras y el aparato del Estado,
articulando constituciones de carácter posneoliberal a través de las cuales se
abrieron paraguas normativos por los cuales se reconfigura un modelo de Estado
protector con notables semejanzas al viejo Estado de seguridad fordista. El
mismo modelo por cierto, que se caracterizó en Europa por institucionalizar los
conflictos de clase bajo el control del Estado, convirtiendo a las
organizaciones de trabajadores en herramientas de cogestión empresarial y anulando
así su rol como sujetos de cambio.
El
modelo posneoliberal implementado ha permitido a estos Estados recuperar su rol
como reguladores y organizadores de la sociedad, reeditando viejos programas de
cobertura social, mayor acceso al sistema educativo y sanitario, así como el
fomento del consumo en sus mercados internos a través del incremento de
capacidad adquisitiva de sus ciudadanos. Cabe referenciar al respecto, que para
alcanzar tales logros estos países se han visto coyunturalmente beneficiados –por
su rol en la distribución internacional del trabajo- de los precios
internacionales adquiridos por los commodities,
lo que permitió mayores ingresos y crecimiento económico nacional.
En
este sentido, el neodesarrollismo implementado como modelo económico
posneoliberal ha emergido como una opción cada vez más atractiva para
ciudadanos y elites, combinando un fuerte énfasis en la dimensión económica de
la gestión estatal con una orientación estatalista, nacionalista y proclive a
cierta redistribución, aunque su visión de largo plazo y sostenibilidad
ambiental carezca de claridad. El desconocimiento del segundo principio de la
termodinámica hace que ingenuamente los economistas neokeynesianos ignoren
que -más allá de superar mediante políticas contracíclicas las periódicas crisis
financieras, de consumo o de producción que se generan en el sistema
capitalista, el crecimiento económico en el mundo actual no podrá continuar
por tiempo indefinido.
Por
su parte, la visión de la democracia radical y la retórica del poder popular en
estos gobiernos, se articula sobre la tesis de la incapacidad autónoma de las
masas, razón por la cual estas necesitan de un liderazgo fuerte que articule la
construcción de identidades populares. Dicha tesis ideológica es el punto de
partida del proceso de defunción de cualquier posibilidad de interpretar la
política moderna de un modo diferente, convirtiéndose en el eje “enterrador” de
los procesos de cuestionamiento a las estructuras jerárquicas que se establecen
desde el Estado weberiano y del poder en sí mismo. Procesos de cuestionamiento
por cierto, que se habían articulado a través de los procesos de lucha y
resistencia popular que generaron las condiciones políticas para que los actuales
gobiernos “progresistas” llegasen al poder.
Es
desde este conjunto de perspectivas desde donde, al igual que la vieja
socialdemocracia europea, el neopopulismo latinoamericano entiende la necesidad
de conciliar el movimiento popular con el mantenimiento del capitalismo,
generando una supuesta participación social en aras a la legitimación del
sistema. Se trata entonces de equilibrar “dos políticas” en principio
antagónicas en la búsqueda de un sujeto popular disociado de las
contradicciones de clase, pretendiendo superar a su vez la cada vez mayor desconfianza
de las multitudes al modelo de democracia representativa. Esta condición es la
que les lleva al cuestionamiento de la emancipación como práctica efectiva de
resistencia y creación cooperativa, reconduciendo su identidad política al
posibilismo pragmático y la concertación nacional.
En
resumen, el Estado volvió a adquirir su tendencia más conservadora, pues aun
cambiando de banderas, se muestra incapaz de transformar el modelo porque es
incapaz de imaginarse como Estado al margen de dicho modelo.
Reflexiones sobre y para Podemos
La
articulación de Podemos en una forma cada vez más convencional de partido donde
sus círculos van perdiendo cada vez más competencias tanto práctica como
normativamente; la articulación de una estrategia donde la empatía entre líder
y masa se establece como mecanismo articulador de la confianza política; la
elaboración de programas basados en la sapiencia técnica y desvinculación de la
ciudadanía como sujetos activos en su proyecto de construcción; así como la
creencia de que a través de estrategias inmediatas de “asalto a los cielos” se
hace posible la transformación política del modelo socioeconómico imperante;
posiblemente signifiquen un distanciamiento a la postre entre los movimientos
sociales más alternativos e innovadores y la organización política que pretende
plasmar electoralmente las esperanzas de un cambio de ciclo político.
Difícilmente
se puede asociar el keynesianismo o la socialdemocracia a justicia social, dado
que la aplicación de dichas políticas no transforma los modelos de acumulación
capitalista basados en la obtención de plusvalía ni cuestiona el concepto de
desarrollo basado en el crecimiento económico, habiendo sido dicho modelo apenas
un punto de reencuentro entre las estrategias aplicadas por el capital –fordismo-
y el Estado para superar puntualmente alguna de sus cíclicas crisis sistémicas.
Cabría
rememorar en este sentido al viejo Albert Einstein, cuando dijo aquello de que “la
locura es seguir haciendo lo mismo y esperar resultados diferentes”.
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