El presidente Juan Manuel Santos suspendió el 29 de enero el diálogo de paz entre su gobierno y la guerrilla, aduciendo que ésta había violado la tregua pactada. El ELN acusa a su vez al gobierno de lo mismo. Algunos indican que la ruptura de la tregua responde a luchas internas en el grupo armado, donde tendrían -por el momento- más peso los sectores menos dialogantes. Mientras tanto, en Colombia sigue faltando las bases para construir un país con un mínimo de democracia y justicia social, y la población vuelve a sufrir a diario la guerra interna.
Por Decio Machado
Revista Brecha de Uruguay / brecha.com.uy
Pese al Acuerdo de Paz firmado entre el Gobierno
Nacional y las FARC en noviembre del 2016, Colombia sigue siendo uno de los
países más violentos y agitados de la región. El país combina una crisis
institucional que tal magnitud que el descrédito y la percepción de corrupción
respecto a su casta política es generalizado entre la sociedad.
El establishment político colombiano,
tradicionalmente mentiroso y corrupto e históricamente incapaz de solucionar
los problemas estructurales que transversalizan desde hace décadas la realidad
social y económica del país, basa gran parte de sus narrativas políticas en la
estrategia del miedo al llamado “castrochavismo” y la supuesta imposición de un
régimen “comunista” en el país. El discurso anterior permite focalizar por
parte de las élites económicas y oligárquicas colombianas su estrategia
política en base a la polarización frente a “supuestos” enemigos” internos que
operan al servicio del comunismo internacional, lo que genera consensos
sociales que les permiten no afrontar –durante décadas- el más mínimo cambio en
un modelo económico tremendamente desigual que tiene su base en una
institucionalidad política carente de legitimidad social. Para ilustrar el dato
anterior, basta señalar que el abstencionismo en el último plebiscito popular
impulsado por el gobierno fue del 62,60%, en las últimas elecciones
presidenciales del 52,03% en primera vuelta y del 59,90% en segunda, es decir,
sólo 13,2 millones de los más de 30 millones de voto habilitado en Colombia
decidió quien sería el Presidente de la República en dicho país.
Es en ese contexto en el que el pasado 9 de enero
terminó el acuerdo de cese al fuego bilateral y temporal establecido en la
capital del Ecuador, por parte del gobierno colombiano y la guerrilla del Ejército
de Liberación Nacional (ELN), el cual había entrado en vigor a partir del 1 de
octubre del 2017.
Esta tregua negociada, la cual no significaba la
entrega de armas por parte de la guerrilla ni el final de un conflicto armado
que se prolonga desde 1964, tuvo un final dramático. Apenas dos días después de
finalizado el cese transitorio de hostilidades el gobierno colombiano anunciaba
la paralización de los diálogos de paz con la insurgencia, alegando que el ELN
había vuelto a emprender acciones armadas tras 101 días de tregua.
Lo anterior implicó la retirada del representante
gubernamental, Gustavo Bell –ex ministro de Defensa-, y su equipo de las mesas
de negociación en Quito, bajo el argumento de que la guerrilla había cometido
al menos cuatro ataques en el Este del país durante las últimas 24 horas contra
oleoductos y destacamentos militares.
Las demandas desde la sociedad civil por la
reanudación de los diálogos y la conformación de un nuevo período de tregua,
permitió que representantes de la guerrilla y gobierno volvieran a juntarse en
la búsqueda de reanudar los diálogos de paz y la negociación. Sin embargo, la
reactivación de actividades militares por parte de ambos bandos significó que
al menos cinco guerrilleros fuesen abatidos en una operación protagonizada por
las Fuerzas Armadas en una zona rural del municipio de Valdivia, en el
departamento de Antioquia, lo cual escenificaba la reanudación de la violencia
en territorio colombiano tras la ruptura de las negociaciones.
La escalada armamentística desembocaría en varios
atentados entre los días 27 y 28 de enero en que distintos artefactos harían
explosión en zonas aledañas a estaciones de Policía en Barranquilla, Soledad y
Santa Rosa del Sur dejando varios muertos y decenas de heridos.
El presidente Juan Manuel Santos declararía
públicamente el mismo lunes 29 de enero su voluntad de “suspender la
instalación del quinto ciclo de conversaciones que estaba prevista para los
próximos días”, dando al traste –al menos momentáneamente- con las expectativas
de paz que en las comunidades afectadas por el conflicto armado se había
generado.
Una
historia que se repite
Durante los últimos treinta años la ruptura de
negociaciones de paz entre el gobierno y el ELN ha sido algo recurrente.
Los primeros intentos de llevar a buen término
negociaciones entre la insurgencia elena y el gobierno colombiano datan del
período presidencial del liberal Alfonso López Michelsen (1974-1978), teniendo
su reedición durante los mandatos de César Gaviria (1990-1994), Ernesto Samper
(1994-1998) y Andrés Pastrana (1998-2002).
Sin embargo, las constantes confrontaciones entre
combatientes y militares, las presiones de poderes facticos sobre el gobierno y
las urgencias requeridas para la desmovilización, hicieron que dichos diálogos nunca
llegasen a buen fin. La experiencia actual, lamentablemente, no parece distinta.
La estrategia gubernamental se basa en lo que
internacionalmente se conoce como la “estrategia Rabin”, un método derivado de
la experiencia sionista que tampoco ha conseguido grandes logros de
pacificación en territorio palestino tras setenta años de la creación del
Estado de Israel. Esta se basa en combatir al enemigo con toda la contundencia
como si no hubiese negociación de paz, pero se negocia al mismo tiempo como si
no hubiese acciones armadas insurgentes.
En paralelo y por parte de los voceros del ELN, se
denuncia que “desde antes de terminar el cese del fuego, el Ejército ha estado
ampliando el pie de fuerza y tomando ventajas militares en varias de las
regiones de mayor presencia del ELN”. Si bien lo anterior parece ser verdad,
las voces de la dirigencia campesina e indígena que vuelven a sufrir
cotidianamente el estado de guerra en Colombia tampoco justifican la vuelta de
las operaciones militares defendida por el sector políticamente menos
dialogante del ELN. Estos indican que la ruptura del proceso de paz esta basado
en el pasado ataque a los cocaleros de Tumaco por parte de la fuerza pública,
donde murieron entre cinco y nueve campesinos que protestaban contra la
erradicación de cultivos ilícitos en la zona sin ninguna solución económica
para la población local; la continuación de la política petrolera del Estado o
la represión a la protesta social y los continuos asesinatos a líderes
comunitarios y campesinos.
Las organizaciones sociales y campesinas de las
regiones afectadas, que vivieron un período de tranquilidad durante los 101
días que duró la tregua, manifiestan su voluntad de que pese a los últimos
acontecimientos bélicos el gobierno retome la línea de conversación con la
guerrilla, tal y como lo están haciendo públicamente incluso miembros del
Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas.
Carlos Velandia, ex miembro del Comando Central del
ELN, así como otros expertos conocedores de la realidad interna elena,
consideran que la ruptura de la tregua responde a luchas internas al interior
del grupo guerrillero, donde coyunturalmente estarían imponiéndose las tesis de
los sectores menos dialogantes encabezados por Uriel, comandante del Chocó y el
bloque occidental. Por otro lado, el abogado colombiano Rodrigo Uprimy, miembro
del Comité de Derechos Económicos, Sociales y Culturales de las Naciones
Unidas, considera que “no renovar el cese al fuego no sólo afectaría la
confianza en el proceso de paz sino que tendría consecuencias humanitarias
desastrosas”. De igual manera se manifiesta el analista Víctor de Currea Lugo,
columnista del diario El Espectador, quien considera que “es altamente
preocupante que las múltiples voces de la sociedad y de las regiones no hayan
sido escuchadas”.
En ese sentido, tanto la Conferencia Episcopal como
la Misión de Verificación de la ONU están haciendo llamados a ambas partes a
mantener los logros alcanzados durante el cese del fuego bilateral, lo que
permitió la “reducción de la violencia” durante el período que se mantuvo en
vigencia.
Pese a que organizaciones tales como La Paz Querida,
Indepaz, Naciones Unidas, el Centro de Pensamiento y Seguimiento al Diálogo de
Paz o el manifiesto firmado por más de un centenar de académicos, escritores,
empresarios, víctimas y congresistas están llamando a los negociadores del Gobierno
y del ELN a que vuelva a retomar los diálogos de paz, la situación al momento
actual permanece bloqueada.
Unos y
otros se lavan las manos
Ni el Gobierno Nacional –con un presidente que fue
premio Nobel de la Paz en 2016- ni la guerrilla quieren en la actualidad asumir
sus responsabilidades como causantes de la ruptura de las negociaciones en
Quito, pese a que en la actualidad el proceso de paz está agonizando.
La debilidad del gobierno de Juan Manuel Santos en
este tramo final de su mandato es un factor que juega en contra de los deseos
de una gran parte de sociedad colombiana en aras a una paz justa, la apertura
democrática y el impulso de la participación ciudadana en el país. Entre los
años 2002 y 2016 fueron asesinados 558 líderes sociales en Colombia, pero las
expectativas de que tras los acuerdos de paz firmados entre el Gobierno
Nacional y las FARC estos indicadores bajaran han ido quedando frustrados con
el paso del tiempo. Tan sólo durante el pasado mes de enero, han sido
registrados más de 23 muertes violentas de líderes populares en el conjunto del
país, según un reciente informe documentado presentado por el Instituto de
Estudios para el Desarrollo de la Paz en Colombia.
En paralelo, es un hecho que existe una dificultad
histórica a la hora de negociar con el ELN, una organización guerrillera que se
estima cuenta con 1.800 combatientes pero que mantiene una estructura federada
que concede autonomía militar a sus frentes, los cuales responden política y
militarmente en base al posicionamiento de cada uno de sus comandantes ante
este proceso.
En todo caso, el contexto de estas negociaciones de
paz se enrarece en función de que se aproxima el mes de marzo, donde se
desarrollarán elecciones para renovar el Congreso, así como las presidenciales
de mayo. Hay un amplio sector de la izquierda política institucional colombiana
que, consciente de la ruptura de negociaciones de paz beneficia a los sectores
más beligerantes de la ultraderecha encabezados por el ex presidente Álvaro
Uribe, demanda que el ELN articule mecanismos de tregua unilateral que permitan
volverse a sentarse a insurgencia y gobierno en las mesas de negociación.
Incluso durante el año pasado, varios voceros de las FARC viajaron a Quito para
convencer a los negociadores elenos de las bondades del proceso de paz.
En todo y mas allá de los intereses coyunturales de
la clase política colombiana, así como de los actores en conflicto, es un hecho
que siguen sin generarse las bases para la construcción de un país con unos
mínimos de democracia y justicia social que permitan a los movimientos
populares ejercer su voz y su acción sin temor al espectro de la violencia.
Generar las condiciones para que se reanude el
diálogo pasa por que el conjunto de los sectores democráticos y populares se
apropien de un proceso que no debería limitarse a una transa entre el ELN y el
Gobierno. El diálogo debe ser amplio e incorporar a múltiples sectores de la
sociedad que hoy, una vez más, vuelven a ser ignorados.
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