Fuente: http://vientosur.info/spip.php?article12535
Al
igual que los orígenes del antiguo teatro griego, la actualidad política en
Brasil es una síntesis entre la épica (hechos legendarios y por lo tanto
ficticios) y la lírica (género literario que se caracteriza por expresar
emociones profundas). Visto que el nombre original dado por los griegos a su
teatro fue θέατρον,
término derivado de un verbo que significa “observar”, pretendiendo con ello poner
ante los ojos del espectador una historia dramatizada, haremos lo mismo en el
transcurso de este texto respecto a lo que sucede en la actual coyuntura política
brasileña. Para ello utilizaremos la clásica división en cinco tiempos que
estructura cualquier tragedia recreada tiempos atrás en los viejos anfiteatros
atenienses.
El Prólogo
Dilma
Rousseff heredó un gobierno, tras dos mandatos presidenciales de Luiz Inácio Lula
da Silva, que afirmaba socarronamente haber descubierto la fórmula del “ciclo
virtuoso de crecimiento capitalista con inclusión social”. El progresismo
brasileño hizo la opción, en palabras de André Singer –ex portavoz de la
presidencia lulista-, de promover una gran pacto social conservador dentro del
orden que excluye la movilización de la sociedad. Bajo esta tesis
pretendidamente superadora de la lucha de clases, tanto la élite dominante como
la clase trabajadora se articularon a una política que bajo la estrategia de ganar-ganar
contentó durante un tiempo al conjunto de participantes.
Este
juego de consensos políticos terminó con la llegada de la crisis económica al
gigante suramericano. En el ámbito de lo económico el modelo brasileño se
agotó, pues mientras que la tasa de desempleo fue alta las medidas
gubernamentales de corte neokeynesiano que buscaron estimular el consumo
–incrementos salariales, excepciones fiscales y subsidios para la adquisición
de bienes- fueron exitosos, sin embargo ya con un indicador de desempleo a la
baja este tipo de iniciativas comenzaron a generar inflación. Esto derivó en un
recorte de inversiones y la pérdida de competitividad del sector industrial
debido al alza de los costos productivos, lo que debilitó la actividad
económica situando al país en la actual condición de recesión en la que se
encuentra.
En
paralelo y sin base aliada solida en el Legislativo, el Partido de los
Trabajadores (PT) fue incapaz de aprobar ninguna medida fiscal que articulase
una hoja de ruta que permitiese revertir dicho deterioro económico, condición
que se vio agravada tras la aparición de los escándalos de sobornos en la
petrolera estatal Petrobras y que salpica al conjunto del arco legislativo
nacional más allá de sus respectivas filiaciones políticas. El deterioro de la
estatal petrolera brasileña, en otro momento base de la estrategia
desarrollista nacional tras el descubrimiento de las reservas de crudo en aguas
profundas y en el Presal, determinó el recorte de un 25% (algo más de 30.000
millones de euros) en su plan de inversiones para el período 2015-2019. Con
posterioridad aparecerían nuevos escándalos de corrupción a través de las
principales corporaciones nacionales -Odebrecht, Andrade Gutierrez y OAS entre
otras- implicadas en las grandes obras de infraestructura que con anterioridad
impulsaban el crecimiento del PIB brasileño.
El
sumatorio de la deriva económica y la deslegitimación de su casta política vino
a significar un notable deterioro de la confianza anteriormente depositada por
el capital especulativo internacional en un Brasil, que como país miembro de
los poderosos BRIC ejercía un rol de “subimperio” en el ámbito regional
suramericano. A medida que el gobierno de Rousseff perdía recaudación por
impuestos debido a la parálisis económica nacional y se veía obligado a
solicitar dinero prestado a intereses mayores para combatir la inflación, la
deuda pública bruta brasileña iría incrementándose hasta alcanzar el actual
80.5 por ciento de su PIB.
La Párodos
A mediados
del pasado mes de abril un muestreo realizado por el Instituto Vox Populi
indicaba que apenas un 5 por ciento de la población brasileña cataloga como
positiva la gestión del actual gobierno de Michel Temer. Pocos días después, a
punto de completar 11 meses de gestión presidencial, Temer declararía en una
entrevista al diario Folha de Sao Paulo que durante este período no ha cometido ningún
error en su gestión. Según el actual mandatario brasileño su presidencia se
caracteriza hasta el momento por “un montón de aciertos derivados de mucha
valentía” (Folha de Sao Paulo, 10/04).
Pero
recopilemos algunos datos enmarcados en nuestro prólogo anterior…
Brasil
está sumido desde hace dos años en la peor recesión económica que ha vivido el
país en más de un siglo y el desprestigio de su clase política se ve
paulatinamente agravado por los cada vez mayores escándalos de sobornos que
salen a luz pública a través de la Operación
Lava Jato (una investigación de corrupción llevada a cabo por la Policía Federal
de Brasil que se hizo pública a partir de marzo del 2014). En ese contexto
Temer asumió el mandato presidencial de forma provisional en mayo del pasado
año, tras haber sido Dilma Rousseff acusada por el Congreso de manipular
cuentas públicas, siendo confirmado en este cargo de forma irregular y definitiva
en el mes de agosto.
La
salida de Dilma y del PT del Palacio del Planalto –sede del poder ejecutivo-
fue indiscutiblemente un duro golpe para los sectores históricamente olvidados
de la sociedad brasileña, pero conviene dejar claro también que su permanencia
en el poder no garantizaba un freno a los recortes sociales que ella misma
había ya comenzado a implementar a partir del inicio de su segundo mandato en
enero del 2015. Si bien es cierto que la mayoría de la población brasileña se
mostró favorable al impeachment contra
Dilma, también lo es que esa misma mayoría nunca apoyó de forma determinante al
gobierno nacido de tal destitución.
Es
así que el gobierno de Michel Temer se forjó indebidamente con un propósito
específico: hacer de su mandato un período de transición política hasta las
nuevas elecciones presidenciales en octubre de 2018, teniendo como objetivo la
implementación durante este tiempo de las más impopulares medidas económicas reclamadas
por los grandes grupos del capital nacional, tanto históricos como emergentes,
sin preocuparse por su desgaste político dado que Temer no será candidato en
los próximos comicios electorales.
Los Episodios
Michel
Temer es un personaje siniestro que tejió por más de tres décadas una red de
poder que terminó colocándolo en la poltrona presidencial del Palacio de
Planalto. Vinculado a logias masónicas, Temer ejerció por seis veces como
legislador del Partido Movimiento Democrático Brasileño, una organización
política carente de ideología que ha ocupado un lugar destacado en todos los
gobiernos del Brasil desde el fin de la dictadura, siendo elegido como
presidente de la Cámara de Diputados en tres distintas ocasiones. Pero Michel Temer
es apenas un triste “títere” movido por los hilos de la rancia oligarquía
brasileña, así que conocedor de su rol apenas transitorio acepta sin pudor que durante
su mandato el país alcance su cifra récord de desempleo (elevándose este en la
actualidad al 13.7 por ciento, es decir, 14.2 millones de personas) o que
recientemente la corte suprema brasileña declarase abrir investigación por
corrupción a un tercio de los ministros que conforman su gabinete. Las
coordenadas del presidente Temer son claras y las demostró hace pocos días declarando
al respecto que pese a esta situación de inestabilidad política y rechazo
popular, “Brasil no puede parar, tenemos reformas pendientes” (Folha de Sao Paulo, 17/04).
Es
bajo esa tenebrosa hoja de ruta que el pasado mes de diciembre la Cámara de
Diputados aprobó una ley enviada desde el Ejecutivo que congela durante los
próximos 20 años todo el gasto público destinado a programas sociales,
especialmente en los sectores de la educación y la salud. De igual manera y
apenas tres meses después, ese mismo Congreso encabezado por la rancia bancada
ultraconservadora popularmente conocida como “BBB” (Bala, Boi –ganado en portugués- y
Biblia) procedería a aprobar un anteproyecto de ley para la reforma laboral
que permitirá –en caso de ser posteriormente validada por el Senado- la
subcontratación laboral en cualquier ámbito de la actividad económica en el
país, disminuyendo las cargas tributarias al sector empresarial, elevando el
plazo permitido para los contratos temporales y reduciendo drásticamente el
poder de negociación de las organizaciones sindicales brasileñas.
Temer
asumió el mandato presidencial bajo la promesa de reducir el déficit público
contraído por el Estado brasileño, el cual alcanzó el 8.97 por ciento del PIB
(145.863 millones de euros) al cierre del año 2016. Es en aras a este objetivo
que se ha agudizado un plan de contra reformas que ya se había iniciado durante
el segundo gobierno de Dilma Rousseff, aunque en este caso depositando de forma
brutal sobre las espaldas de los sectores menos favorecidos de la sociedad el
peso del plan anti-crisis diseñado por la nueva agenda neoliberal del
Ejecutivo.
Así
las cosas, amplios sectores de la población trabajadora sienten en la
actualidad que están asistiendo al mayor retroceso político desde las
conquistas sociales implementadas en la época de Getúlio Vargas y su Estado Novo, aplicándose en este momento
de agudización de la crisis una doctrina de shock (práctica ideada por gurú
neoliberal Milton Friedman) que conlleva también la puesta en marcha de la
reforma previsional –la cual está en trámites en el Congreso- por la cual se
pretende retrasar la edad de retiro laboral y reducir las pensiones de las y
los trabajadores jubilados.
Los Estásimos
Estas
reformas regresivas a punto de ser aprobadas en el ámbito laboral y del sistema
de jubilaciones encontraron sus resistencias en el llamamiento a la huelga
general convocado por las nueve centrales sindicales nacionales –incluida la
oficialista Fuerza Sindical que apoyó el impeachment
contra Dilma Rousseff-, reposicionándose en Brasil el protagonismo político perdido
a escala global de la lucha sindical como resistencia a la implementación del
neoliberalismo salvaje.
Así,
el pasado 28 de abril Brasil asistió al primer gran paro general desde 1996,
momento en que durante el gobierno de Fernando Henrique Cardoso (1995-2002) las
organizaciones sindicales salieron a las calles para protestar contra el desempleo
y los bajos salarios, así como en reclamo de una política de asistencia social
más amplia por parte del Estado y por una reforma agraria que nunca se llegó a
ejecutar durante la posterior gestión del PT en sus distintos periodos
presidenciales.
La
posición de la Central Única de Trabajadores (CUT) ha sido fundamental durante
esta jornada de lucha, pues con aproximadamente 4 millones de trabajadores
afiliados representa el 30.4 por ciento del sindicalismo brasileño, siendo la
principal central obrera del país. Sin embargo los demás sindicatos tampoco se
quedaron atrás, muchos de ellos más por una cuestión de subsistencia que por
sus anhelos en defender los intereses de la clase trabajadora a la que
supuestamente representan, pues la reforma laboral pone en riesgo el llamado
“impuesto sindical”. Hablamos de una contribución anual obligatoria equivalente
a un día de salario que son deducidos del conjunto de los operarios brasileños,
lo que viene a representar aproximadamente unos 1.000 millones de euros que son
aplicados para financiar anualmente a las algo más de 11.000 organizaciones
sindicales sectoriales/territoriales y unos 5.000 gremios patronales existentes
en Brasil.
El
seguimiento de dicha huelga ha sido amplio a pesar de que “caverna mediática”
brasileña haya intentado quitarle relevancia a esta jornada de lucha, siendo
referencial el hecho de que se vivió el paro más grande del sector transporte
que se recuerda en la historia de Brasil. Unas 150 ciudades dispersas por todo
el país registraron paralizaciones y protestas, quedando vacías las aulas de
las escuelas y universidades, tanto públicas como privadas, durante esta
jornada de huelga. De igual manera, el comercio quedó cerrado en varias de las
grandes urbes brasileñas, motivo por el cual muchas calles quedaron desiertas.
El paro tuvo repercusión a su vez sobre gran parte del sector bancario, también
sobre el sector correos, las grandes empresas siderúrgicas, el sector
petrolero, los principales polos químicos y el sector automotriz, quedando
paralizado igualmente el transporte de carga en los principales puertos del
país.
Faltando
un año y medio para las próximas elecciones presidenciales, esta demostración
de fuerza por parte de los sectores populares ha levantado amplia preocupación
en los espacios conservadores del país. El éxito de esta huelga general demuestra
que se ha recuperado cierta capacidad de movilización por parte de los sectores
golpeados, complicándosele al gobierno su posibilidad de conseguir los votos
suficientes para aprobar la reforma constitucional necesaria para proceder con
la reforma previsional. Muchos parlamentarios conservadores ahora hacen
cálculos electorales midiendo el costo político que puedan ocasionarles en sus
diferentes territorios la aprobación de dichas impopulares medidas.
En
todo caso y más allá de las triunfantes declaraciones emitidas en estos días
por la dirigencia sindical brasileña, lo cierto es la reacción del 28 de abril
supera ampliamente lo que estrictamente tiene que ver con la capacidad
movilizadora de las centrales obreras. Hablando claro, el sindicalismo combativo
lleva décadas dormitando en Brasil debido a tres cuestiones fundamentales: a) la
desindustrialización vivida durante estos últimos años redujo y dispersó a una
población obrera básicamente masculina que, aunque todavía relevante, tan solo
existió de forma significativa en Sao Paulo; b) con el aumento de la
precarización del empleo y la flexibilización del mercado de trabajo, el
sindicalismo brasileño ha sido incapaz de generar fórmulas alternativas de
organización obrera que sean capaces de superar el viejo esquema de fábrica o
centro de producción como ámbito de interrelación operaria; c) Inicialmente los
gobiernos de Lula y posteriormente los de Dilma Rousseff acentuaron el control
estatal sobre los sindicatos, utilizando para ello el ya referido “impuesto
sindical” y otros fondos públicos, además de cooptar ha centenares de miembros
de la burocracia sindical que pasaron a percibir altos salarios y comisiones
por su participación en los directorios de empresas estatales y ex estatales
(privatizadas), así como en los de los fondos de pensiones y en innumerables
puestos ministeriales y comisiones creadas por el gobierno durante estos
catorce años de ciclo petista en el poder.
Si
bien es cierto que tras la jornada del 28 de abril existe la posibilidad de reorganizar
el sindicalismo de base y de clase en Brasil, la experiencia vivida durante las
últimas décadas no nos hace atisbar un horizonte muy optimista en ese sentido.
Pero
más allá del escenario de luchas sociales, la huelga general se enmarca en el
plano de las disputas políticas existente para alcanzar la futura presidencia
de Brasil. Así, mientras Michel Temer saludaba la aprobación del anteproyecto
de ley para la reforma laboral en el Congreso brasileño, donde 53 enmiendas
presentadas por los diputados conservadores fueron en realidad diseñadas por
los directivos de entidades patronales de la industria, bancos e
infraestructura -según denunció el portal INtercept
del periodista Glen Greenwald-; el pretendido próximo candidato presidencial
petista, el ex presidente Lula da Silva, declaraba: “Le están echando la culpa
del fracaso de la política económica al pueblo, yo puedo arreglar este país,
incluyendo a los pobres dentro del presupuesto”. Una encuesta de Datafolha
aparecida dos días después de la jornada de lucha sindical señalaba que Lula
ganaría, con el 30 por ciento de votos, la primera vuelta de las presidenciales
si estas se dieran en el día de hoy. Dicha encuesta señala también que sus
rivales políticos quedarían atrás con más de 10 puntos de diferencia. Sin
embargo, Lula debe enfrentar aun otros cinco juicios por corrupción que podrían
dejarle inhabilitado para postularse a las próximas presidenciales, lo que
atisba la posibilidad de que la derecha pueda presentar un outsider libre del desprestigio político generalizado con el fin de
mantener la poltrona presidencial durante los próximos cuatro años.
El Éxodo
Más
allá del rol desempeñado por las centrales sindicales y plataformas políticas
afines al petismo, como son el Frente Brasil Popular o Frente “Pueblo sin
Miedo”, esta huelga general ha permitido la acción participativa de
organizaciones sociales no vinculadas a la izquierda convencional. Este es el
caso del Movimiento de los Trabajadores Sin Techo (MTST), quien con casi ya
veinte años de existencia se reinventó a partir de las movilizaciones de Junio
de 2013, protagonizando en los días previos al paro general notables asambleas
en barrios de la periferia de Sao Paulo para el impulso de dicha jornada de
lucha; igualmente los profesores y estudiantes que el pasado año ocuparon
escuelas en una movilización que fue conocida como “Primavera Secundarista”, y
que en esta ocasión se enfrentaron a direcciones y asociaciones de padres
conservadores adheriéndose masivamente en la huelga; también el movimiento
negro se movilizó, articulando cortejos propios durante las marchas urbanas
articuladas en la jornada de protesta; y como no señalar también a las múltiples
agrupaciones que conforman el actual movimiento feminista brasileño, las cuales
tras la jornada de huelga internacional del 8 de marzo, se involucraron fuertemente
en este paro nacional.
Todas
esas izquierdas, superadoras del paradigma del Partidao (el PT como partido de masas) que se estableción como una nueva referencia de la izquierda en Brasil a partir de la década de 1980, tuvieron un rol activo en la huelga general del 28 de abril. Si bien es cierto que son fuerzas minoritarias aun en la cartografía sociopolítica brasileña, también lo es que son los grupos sociales que junto a algunos partidos trotskistas (PSOL y PSTU) y la Rede Sustentabilidade de Marina Silva buscan escapar de una estratégica polarización política que tiene como objetivo, como si aquí no hubiera pasado nada, la rearticulación de una "renovada" hetemonía petista pos-impeachment.
Repensar
la izquierda es un proceso necesario en Brasil tras el ciclo petista en el
poder. El PT carece de renovación interna y está lejos de mostrar el más mínimo
signo de arrepentimiento tras haber reprimido en junio del 2013 el grito
brasileño más ensordecedor de los últimos tiempos contra el sistema; tras haber
implementado a través de la Policía Militar un estado de excepción permanente
en los territorios periféricos ocupados por la pobreza; tras haber formado
parte –sin combatirla- del mismo círculo de corrupción endémica en torno al
entramado institucional democrático representado por la Constitución de 1988;
tras haber incomprendido la necesidad de diálogo con los contrapoderes activos
que se construyen en toda sociedad de perfil democrático; tras haber sido
incapaz de construir modelos alternativos al diseño neoliberal brasileño y
haber evidenciado pactos con los sectores más lúgubres del capitalismo nacional
e internacional, generando grandes beneficios a los que históricamente siempre
ganaron en su disputa con los sectores históricamente explotados.
En
base a lo anterior, hoy hay sectores de las izquierdas brasileñas que se niegan
a participar en los términos actuales de disputa en el plano meramente
electoral. Para muchas de estas izquierdas aun minoritarias pero con clara
proyección en la reconstrucción de una nueva izquierda pos-petista, el eje de
su intervención política ya no pasa ni por articular una alternativa
presidencial cortoplacista para el 2018 ni por remodelar el viejo esquema institucional
hoy malherido por una profunda crisis de legitimidad social. Sin negar las
transformaciones sociales existentes en Brasil durante la gestión del poder por
parte del PT, esta práctica gubernamental configurada bajo el “pacto lulista”
es una experiencia válida para analizar los límites de un modelo progresista
que fue incapaz de transformar al Estado, a la matriz de acumulación
implementada por el neoliberalismo y sus lógicas inherentes de expoliación a
los más pobres, así como la implementación de un patrón de nacional
desarrollismo que permitió que la mitad del crecimiento quedase en manos del 5
por ciento más rico de la población.
Antes
de llegar a acuerdos sobre la tan cacareada “unidad de las izquierdas” o el
“pacto por la estabilidad democrática” bajo las consignas implementadas en la
actualidad por los cuadros del PT, las izquierdas brasileñas deberían verse
abocadas a discutir en primera estancia sobre que tipo de izquierda quieren ser
y con qué modelo de organización han de articularse. Sin embargo, al igual que
antaño el Partido Comunista Brasileño (PCB) acusaba de inconsecuentes por
atentar contra el verdadero partido de clase a los dirigentes sindicales,
intelectuales de izquierda y grupos de base ligados a la Teología de la
Liberación que impulsaron la construcción del Partido de los Trabajadores a
finales de la década de 1970, hoy son los dirigentes petistas –devenidos en la
actual izquierda tradicional brasileña- quienes esbozan la misma crítica sobre
quienes trabajan en la articulación de nuevos espacios de confluencia para las
nuevas experiencias de resistencia configuradas a partir de las movilizaciones
de Junio de 2013.
Así
las cosas, queda por verse entonces cual será la letra del canto del coro que
solía cerrar las viejas tragedias teatrales helénicas, las cuales solían
conllevar una frase final que implicaba una significativa enseñanza para los
espectadores que solían llenar los antiguos anfiteatros griegos.
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