Revista Plan V
La década de 1960 y 1970 en América Latina
significó una fuerte ebullición de ideas revolucionarias a nivel
continental, donde el pensamiento y la producción intelectual fue
transversalizada por la política y la ideología. La Operación Cóndor y
los derivados de aquellos golpes cívico-militares significaron el exilio
de las y los intelectuales más interesantes del subcontinente, pero no
se limitó por ello la capacidad de generación de espacios de reflexión y
discusión crítica que configuraron un cambio epocal en la cultura
latinoamericana.
Tras el fin de las dictaduras y el nuevo ciclo democrático en la
región, se configuró un escenario determinado por la consolidación del
pensamiento neoliberal y una nueva composición de las relaciones entre
Estado, mercado y sociedad civil. Surgen nuevos actores que transforman,
desde diferentes lugares (think tanks, centros de investigación,
fundaciones privadas, universidades, empresas y organismos
multilaterales) y con diferentes objetivos e intereses, el sentido de
la política. En pocas palabras, este tipo de organizaciones postuladoras
del pensamiento neoliberal -con una visión mucho más pragmática
respecto a su capacidad de acción sobre la política- significan una
transformación en el campo del pensamiento, pues se alejan de la simple
reflexión teórica para pasar a orientar sus objetivos a la incidencia en
la toma de decisiones sobre espacios políticos concretos.
El proceso es copia de lo ya sucedido en los países del Norte
desarrollado, donde las reformas neoliberales desarrolladas durante el
gobierno de Margaret Thatcher en Gran Bretaña (1979-1990) se basaron en
los estudios realizados y promovidos por el Institute of Economic
Affairs; y de igual manera, las de similar perfil ideológico aplicadas
por el gobierno de Ronald Reagan en Estados Unidos (1981-1988) fueron
impulsadas desde la Heritage Foundation.
Estos hijos latinoamericanos de las tesis de Francis Fukuyama sobre
el “fin de la historia” producen en su momento una crisis tanto de
índole cultural como política, donde la intelectualidad y las
organizaciones políticas quedaron muy debilitados dejando un vacío en la
política que comienza a ser ocupado por actores tales como los medios
de comunicación, los gestores con expertise técnica y la tecnoburocracia
institucional. Es desde ahí desde donde se consagra la crisis de las
ideologías y de la intelectualidad política en el subcontinente. Pese a
ello, subsistió una camada de intelectuales locales que todavía
entendían que su rol era una tarea colectiva, al servicio de sujetos
colectivos en lucha, por la transformación social en un mundo que tiende
a ser cada vez más injusto.
La llegada del ciclo progresista a la región no significó el repunte
de postulados políticos alternativos, sino más bien todo lo contrario.
Una de las consecuencias más nefastas de este período progresista fue la
deserción de una generación casi completa de profesionales académicos
respecto a su papel como impulsores del pensamiento crítico. Pocas veces
en la historia hemos observado una combinación tan extensa de
simplificación del pensamiento y de actitud conformista como a la que
asistimos durante estos años. Entender que los gobiernos posneoliberales
significaban una lógica revolucionaria en la región es una muestra de
lo que el subcomandante Galeano del Ejercito Zapatista de Liberación
Nacional en Chiapas denominó en algún momento como “pensamiento
perezoso”, es decir, ese que queda atado a los poderes existentes y es
incapaz de desplegarse libremente con especial vocación autocrítica.
Es evidente que el progresismo latinoamericano ignoró el legado
intelectual del dramaturgo francés Albert Camus, quien indicó setenta
años atrás que “en las galeras siempre se podría cantar a las estrellas
mientras los forzados remaban”, es decir, que el intelectual no debe
estar al servicio de los que hacen la historia, sino de los que la
sufren. Y de igual manera, el progresismo se olvidó también del padre
del existencialismo, Jean Paul Sartre, cuando este definió que la misión
de un intelectual es proporcionar a la sociedad una “conciencia
inquieta” de sí misma, “una conciencia que la arranque de la inmediatez y
despierte la reflexión”. Para Sartre y otros tantos pensadores más, un
intelectual comprometido y crítico debe ser autónomo respecto a los
poderes y los aparatos políticos. Se diría en aquellos tiempos de
revuelta resultantes del mayo de 1968 que los aportes de la
intelectualidad que se reclama como transformadora, ni pueden estar
sujetos al poder político o religioso ni subordinados al partido
“revolucionario”.
En esa misma línea, el escritor palestino-estadounidense Edward Said
definiría, en su libro Representaciones del intelectual (1996), al
intelectual como un contradictor del poder y perturbador del statuo quo,
cuyo rol es plantear públicamente cuestiones incómodas para los
gobernantes, desafiando las ortodoxias religiosas e ideológicas de su
sociedad y demostrando un espíritu indócil no domesticable por las
instituciones.
Sin embargo, la mayor parte de la intelectualidad progresista
latinoamericana durante este período posneoliberal -hoy en decadencia-
olvidó la esencia de la intelectualidad rebelde, autónoma y crítica que
dio históricamente origen a espacios de pensamiento constituidos desde
la racionalidad para cuestionar al poder, pasando a ejercer sus
funciones de forma sistemática en el ámbito de la legitimación al nuevo
poder político. Estos “intelectuales orgánicos”, utilizando la
terminología gramsciana, pasaron más de una década haciendo apología,
mediante tediosos textos compuestos por un mosaico de fragmentos
ideológicos mal combinados, a unas supuestas “revoluciones” inexistentes
bajo su redoblada fe en presidentes y otros liderazgos institucionales.
Fruto de estos errores, las nuevas derechas regionales se rearticulan
en la actualidad bajo el recurso dialectico de la reivindicación y
(re)vinculación con la democracia desde un sentido meramente
instrumental. Es así, que cuestionan las lógicas de concentración del
poder establecidas durante la última década, al igual que denuncian los
múltiples casos de corrupción que poco a poco han ido desvelándose una
vez que los progresismos de diferentes países han ido cayendo en
desgracia.
Estos nuevos voceros del pensamiento ideológico neoconservador se
articulan bajo la figura de nuevos defensores de la estabilidad
institucional, utilizando para ello un discurso pospolítico y
desideologizado que busca deslegitimar cualquier concepto de antagonismo
y la existencia de conflictos sociales. Estratégicamente esto significa
plantear nuevas lógicas del consenso, pretendiendo superar con ello los
clásicos conceptos de derecha e izquierda -a los cuales denominan
propios de las narrativas de otras épocas-, así como del conflicto de
clases. Para ello se plantea el discurso de la eficiencia como eje
superador de la vieja política ideologizada.
En realidad estamos ante una reactualización el pensamiento de
Fukuyama, donde el fin de las ideologías presupone el fin de todo
sentido respecto a la confrontación social. La política pasa nuevamente a
tomar una mera dimensión técnica y administrativa, donde la lógica
empresarial -basada en la eficiencia- desplaza a cualquier concepto
vinculado a un modelo de sociedad alternativa y configuradora de
justicia social e igualdad.
Bajo esta reactualizada narrativa basada en la necrofilia ideológica
nos situamos en un plano político nuevo, donde la pospolítica es
nucleada en torno a los nuevos liderazgos capitalizados por outsiders
que ya no tienen necesidad de conocimientos sobre teoría política o
ciencias humanas. Así, en nombre de la estabilidad económica y política
se vuelve a hacer la vista gorda ante un modelo de sociedad que hace
aguas por todos lados, naturalizándose bajo una especie de cinismo
antropológico las distorsiones sociales que genera un sistema que reduce
al individuo a una subjetividad sin sustancia.
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