Por Decio Machado
Revista PlanV
Se volvió habitual escuchar al establishment político
nacional aseverar que no hay democracia real sin partidos fuertes. Esta
cantinela es repetida sin discusión por analistas y consultores políticos, influenciadores
de opinión y medios de comunicación. La afirmación es categórica: la política
institucional es la política, la participación ciudadana se ejecuta mediante el
sufragio universal cada cuatro años y para que el mecanismo funcione se
necesita de la institucionalidad partidista.
Pero hagamos historia. El origen de los partidos
políticos modernos se remonta a los comienzos del sistema liberal en Europa y
Estados Unidos, entre el último tercio del siglo XVIII y la primera mitad del
XIX, vinculados al perfeccionamiento de los mecanismos de la democracia
representativa en lo que tiene que ver con la legislación parlamentaria y
electoral.
Los partidos políticos fueron el fruto de la quiebra
de la sociedad tradicional o feudal y su paso a la sociedad industrial. Fue la
burguesía quien primero reclamó a la aristocracia espacios de representación
acordes con su nuevo estatus económico. El nuevo mundo burgués, tras las
revoluciones de Inglaterra y Francia, requería de formas de organización
política que sustituyeran a las estamentarias o corporativas, relevando el
mandato directo e incluso vitalicio por el representativo. La teoría de la
representación nació burguesa, a eso lo llamaron mundo libre, y aún hoy se
mantiene burguesa pese a que posteriormente llegaron los movimientos obreros y
populares a reclamar un espacio que poco a poco fueron también consiguiendo.
Es así que los partidos políticos se fueron
convirtiendo en intermediadores entre la ciudadanía y el Estado, buscando
canalizar los intereses presentes en la sociedad para solicitar su atención por
parte de las instituciones públicas y convirtiendo su razón de ser en la toma y
ejercicio del poder de acuerdo con una ideología y programa determinado.
Aquellos partidos de antaño, especialmente los
identificados con el ámbito popular, más allá de la formulación de políticas
públicas y de reivindicación de demandas sociales ejercían un rol muy diferente
al que desarrollan los partidos políticos en la actualidad. Eran organizaciones
que generaban ideas, que tenían una militancia cohesionada, que emitían
periódicas publicaciones formativas y de debate teórico, que construían lugares
asamblearios y que incluso instruían a sus militantes mediante la realización permanente
de actividades culturales.
Cabe indicar que con el paso del tiempo los partidos
políticos se cartelizaron, abandonando a la sociedad y yéndose a vivir al
Estado, ese Estado al que tanto anhelan gobernar, generándose un
distanciamiento entre las direcciones y sus bases en un proceso que hoy
conocemos como profesionalización de la política. Dejamos de vivir en una
sociedad con partidos para vivir en Estados de partidos.
Sin duda la expansión del mercado globalizado
determinó un modelo de democracia business donde el mundo mercantil colonizó la
política y los partidos políticos se limitaron a salir cada cuatro años a
vender sus productos en una sociedad cada vez mas consumista donde el bien
común y los intereses colectivos fueron quedando en un segundo plano.
Lo anterior impuso un modelo de partido político
desideologizado, identificado con sus líderes y que convirtió al poder
legislativo en un espacio de discusión meramente técnica y no política. Los
partidos políticos fueron transformándose, hecho que hace que en la actualidad
sean considerados como estructuras cada vez más alejadas de la sociedad a la
que dicen representar. Si antes existía la promesa del partido activista de
masas como herramienta de transformación social, ese partido que emanaba de la
sociedad y servía para canalizar sus preferencias hacia las instituciones del
Estado, eso fue poco a poco desapareciendo a la par que se burocratizaron según
fueron acercándose al poder. En la actualidad los partidos políticos son meros
instrumentos que nos ofrece el poder para que la ciudadanía pueda votar cada
cuatro años dándole legitimación al sistema. En fin, se trata de que el
disgusto ciudadano no se eleve demasiado.
Inmersos en esa degeneración, los partidos políticos
dejaron de ser financiados por sus militantes –forma que permitía a estos
controlar a sus partidos- para pasar a ser financiados por empresas y el propio
Estado. De igual manera, los antiguos partidos de masas socializaban sus ideas
a través de la militancia, lo cual a la postre se convirtió en un estorbo para
sus dirigencias, prefiriéndose en la actualidad transmitir sus mensajes a
través de medios de comunicación afines que suelen estar en connivencia con
determinados intereses económicos. En resumen, la existencia y supervivencia de
los partidos políticos pasó a estar en manos de esos poderes a los que
“teóricamente” dicen pretender transformar.
Es de esta manera que se vació el concepto de la
política, justificándose bajo argumentos de eficiencia y control un entramado
institucional que en realidad margina a la sociedad de la toma de decisión y
margina a su vez todo tipo de ideología que venga a significar un cambio
rupturista en el modelo social y económico de nuestras sociedades. Así las
democracias liberales quedaron sometidas al extremismo centrista, tecnificando
la política, es decir, despolitizándola, en aras a un distanciamiento cada vez
mayor del ciudadano de a pie.
En el Ecuador actual y pese a que la conformación de
sus primeros partidos políticos –Conservador y Liberal- llegara años más tarde
que en las democracias avanzadas, vale señalar que disponemos de una amplia
amalgama de partidos políticos. Su tipología es variada pero entre ellos
podemos destacar a los “partidos-atrapalotodo”, esos que más allá de su discurso
enfocan su accionar político en función de intereses y alianzas instrumentales,
léase Alianza PAIS como principal ejemplo; tenemos también los “partidos-empresa”,
esos cuyos cuadros dirigentes se asemejan a directivos de una corporación
financiera basando su accionar en pro del beneficios de determinados sectores
económicos y negocios, como es el caso de CREO; en una sociedad basada en la
imagen y el espectáculo, no podía faltar los “partidos-circenses”, como es el
caso del Fuerza Ecuador –antiguo PRE- de la familia Bucaram; por supuesto
tenemos a los “partidos-sicario”, esos que viniendo de los sectores populares
trabajan para los “partidos-empresas” como es el caso de la Unidad Popular –ex
MPD-; también disponemos de los “partidos-conjunto vacíos”, esos que siguiendo
la teoría axiomática de conjuntos se significan como aquellos donde no existe
nada, léase el caso de SUMA; y, por supuesto también, en una sociedad que aun
convive bajo lógicas emanadas de la vieja matriz colonial, tenemos a los
“partidos-rancio abolengo”, como es el caso del Partido Social Cristiano.
Es de esta manera que las sucesivas apariciones
públicas en radios y televisiones de las vocerías de estos partidos políticos -las
Rivadeneira, los Lasso, los Moncayo, los Dalo, las Viteri y demás-, no dejan de
causar una enorme soñolencia en la audiencia, lo cual no le viene mal a una
sociedad con un consumo creciente de tranquilizantes, pero que causa una enorme
frustración en lo concerniente al ámbito de la política.
Llegados acá nos encontramos ante una gran
contradicción, pues pese a que es indiscutible que los partidos políticos se
encuentran cada vez más cuestionados socialmente, también lo es que no hay nada
que convoque a tanta gente como unas elecciones. Siendo categóricos, podríamos
decir que la ciudadanía vota por partidos a los tras los procesos electorales
los valora a la misma altura que el betún.
El problema entonces no es solo de los políticos
profesionales ni del sistema de partidos sobre el cual estos soportan su
existencia, sino de una ciudadanía que sigue presa de un modelo cultural que
nos lleva a delegar la toma de decisiones en quienes dicen ser nuestros
representantes.
Visto que no hay partidos políticos emancipadores que
estén dispuestos a socavar al pensamiento hegemónico y su malsano modelo
económico, y visto también que los partidos políticos se empotraron en las
agendas del poder, la conclusión sería que los partidos políticos dejaron de
ser una solución para formar parte del problema.
Así las cosas, no sería tan grave que hubiera una
crisis de legitimación del Estado que a través de fuerzas centrífugas y centrípedas
hiciera que este se vea obligado a ceder soberanía a la sociedad. Porque es esa
sociedad, hoy concebida como una masa pasiva dominada por el principio de inercia,
la que debe comprender la necesidad de participar activamente en la gestión de
lo público, y que lo público no necesariamente debe identificarse con lo
estatal, sino con lo colectivo.