miércoles, 25 de octubre de 2017

La vuelta del pensamiento conservador

Por Decio Machado
Revista Plan V

La década de 1960 y 1970 en América Latina significó una fuerte ebullición de ideas revolucionarias a nivel continental, donde el pensamiento y la producción intelectual fue transversalizada por la política y la ideología. La Operación Cóndor y los derivados de aquellos golpes cívico-militares significaron el exilio de las y los intelectuales más interesantes del subcontinente, pero no se limitó por ello la capacidad de generación de espacios de reflexión y discusión crítica que configuraron un cambio epocal en la cultura latinoamericana.

Tras el fin de las dictaduras y el nuevo ciclo democrático en la región, se configuró un escenario determinado por la consolidación del pensamiento neoliberal y una nueva composición de las relaciones entre Estado, mercado y sociedad civil. Surgen nuevos actores que transforman, desde diferentes lugares (think tanks, centros de investigación, fundaciones privadas, universidades, empresas y organismos multilaterales)  y con diferentes objetivos e intereses, el sentido de la política. En pocas palabras, este tipo de organizaciones postuladoras del pensamiento neoliberal -con una visión mucho más pragmática respecto a su capacidad de acción sobre la política- significan una transformación en el campo del pensamiento, pues se alejan de la simple reflexión teórica para pasar a orientar sus objetivos a la incidencia en la toma de decisiones sobre espacios políticos concretos.

El proceso es copia de lo ya sucedido en los países del Norte desarrollado, donde las reformas neoliberales desarrolladas durante el gobierno de Margaret Thatcher en Gran Bretaña (1979-1990) se basaron en los estudios realizados y promovidos por el Institute of Economic Affairs; y de igual manera, las de similar perfil ideológico aplicadas por el gobierno de Ronald Reagan en Estados Unidos (1981-1988) fueron impulsadas desde la Heritage Foundation.

Estos hijos latinoamericanos de las tesis de Francis Fukuyama sobre el “fin de la historia” producen en su momento una crisis tanto de índole cultural como política, donde la intelectualidad y las organizaciones políticas quedaron muy debilitados dejando un vacío en la política que comienza a ser ocupado por actores tales como los medios de comunicación, los gestores con expertise técnica y la tecnoburocracia institucional. Es desde ahí desde donde se consagra la crisis de las ideologías y de la intelectualidad política en el subcontinente. Pese a ello, subsistió una camada de intelectuales locales que todavía entendían que su rol era una tarea colectiva, al servicio de sujetos colectivos en lucha, por la transformación social en un mundo que tiende a ser cada vez más injusto.

La llegada del ciclo progresista a la región no significó el repunte de postulados políticos alternativos, sino más bien todo lo contrario. Una de las consecuencias más nefastas de este período progresista fue la deserción de una generación casi completa de profesionales académicos respecto a su papel como impulsores del pensamiento crítico. Pocas veces en la historia hemos observado una combinación tan extensa de simplificación del pensamiento y de actitud conformista como a la que asistimos durante estos años. Entender que los gobiernos posneoliberales significaban una lógica revolucionaria en la región es una muestra de lo que el subcomandante Galeano del Ejercito Zapatista de Liberación Nacional en Chiapas denominó en algún momento como “pensamiento perezoso”, es decir, ese que queda atado a los poderes existentes y es incapaz de desplegarse libremente con especial vocación autocrítica.

Es evidente que el progresismo latinoamericano ignoró el legado intelectual del dramaturgo francés Albert Camus, quien indicó setenta años atrás que “en las galeras siempre se podría cantar a las estrellas mientras los forzados remaban”, es decir, que el intelectual no debe estar al servicio de los que hacen la historia, sino de los que la sufren. Y de igual manera, el progresismo se olvidó también del padre del existencialismo, Jean Paul Sartre, cuando este definió que la misión de un intelectual es proporcionar a la sociedad una “conciencia inquieta” de sí misma, “una conciencia que la arranque de la inmediatez y despierte la reflexión”. Para Sartre y otros tantos pensadores más, un intelectual comprometido y crítico debe ser autónomo respecto a los poderes y los aparatos políticos. Se diría en aquellos tiempos de revuelta resultantes del mayo de 1968 que los aportes de la intelectualidad que se reclama como transformadora, ni pueden estar sujetos al poder político o religioso ni subordinados al partido “revolucionario”.

En esa misma línea, el escritor palestino-estadounidense Edward Said definiría, en su libro Representaciones del intelectual (1996), al intelectual como un contradictor del poder y perturbador del statuo quo, cuyo rol es plantear públicamente cuestiones incómodas para los gobernantes, desafiando las ortodoxias religiosas e ideológicas de su sociedad y demostrando un espíritu indócil no domesticable por las instituciones.

Sin embargo, la mayor parte de la intelectualidad progresista latinoamericana durante este período posneoliberal -hoy en decadencia- olvidó la esencia de la intelectualidad rebelde, autónoma y crítica que dio históricamente origen a espacios de pensamiento constituidos desde la racionalidad para cuestionar al poder, pasando a ejercer sus funciones de forma sistemática en el ámbito de la legitimación al nuevo poder político. Estos “intelectuales orgánicos”, utilizando la terminología gramsciana, pasaron más de una década haciendo apología, mediante tediosos textos compuestos por un mosaico de fragmentos ideológicos mal combinados, a unas supuestas “revoluciones” inexistentes bajo su redoblada fe en presidentes y otros liderazgos institucionales.

Fruto de estos errores, las nuevas derechas regionales se rearticulan en la actualidad bajo el recurso dialectico de la reivindicación y (re)vinculación con la democracia desde un sentido meramente instrumental. Es así, que cuestionan las lógicas de concentración del poder establecidas durante la última década, al igual que denuncian los múltiples casos de corrupción que poco a poco han ido desvelándose una vez que los progresismos de diferentes países han ido cayendo en desgracia.

Estos nuevos voceros del pensamiento ideológico neoconservador se articulan bajo la figura de nuevos defensores de la estabilidad institucional, utilizando para ello un discurso pospolítico y desideologizado que busca deslegitimar cualquier concepto de antagonismo y la existencia de conflictos sociales. Estratégicamente esto significa plantear nuevas lógicas del consenso, pretendiendo superar con ello los clásicos conceptos de derecha e izquierda -a los cuales denominan propios de las narrativas de otras épocas-, así como del conflicto de clases. Para ello se plantea el discurso de la eficiencia como eje superador de la vieja política ideologizada.

En realidad estamos ante una reactualización el pensamiento de Fukuyama, donde el fin de las ideologías presupone el fin de todo sentido respecto a la confrontación social. La política pasa nuevamente a tomar una mera dimensión técnica y administrativa, donde la lógica empresarial -basada en la eficiencia- desplaza a cualquier concepto vinculado a un modelo de sociedad alternativa y configuradora de justicia social e igualdad.

Bajo esta reactualizada narrativa basada en la necrofilia ideológica nos situamos en un plano político nuevo, donde la pospolítica es nucleada en torno a los nuevos liderazgos capitalizados por outsiders que ya no tienen necesidad de conocimientos sobre teoría política o ciencias humanas. Así, en nombre de la estabilidad económica y política se vuelve a hacer la vista gorda ante un modelo de sociedad que hace aguas por todos lados, naturalizándose bajo una especie de cinismo antropológico las distorsiones sociales que genera un sistema que reduce al individuo a una subjetividad sin sustancia.

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