lunes, 21 de agosto de 2017

Ante la necesidad de democratizar la democracia


Por Decio Machado

Hablar de democracia no es hablar de un concepto estático en el tiempo. La democracia ha generado intensos debates acerca de su naturaleza y modelo ideal, motivo por el cual ha sufrido transformaciones tanto en su interpretación como en su ejercicio a lo largo de la historia.

Cuando hoy hablamos de democracia estamos hablando de democracia representativa, un instrumento de legitimación del sistema de dominación existente mediante la aprobación institucionalizada articulada a través del sistema de partidos políticos, entendiendo a estos como organizaciones “teóricamente” responsables de la agregación y articulación de los intereses ciudadanos.

Desde finales del pasado siglo dicho concepto viene siendo cuestionado por sectores cada vez más amplios de la ciudadanía global, lo que hace que su legitimidad se sostenga sobre la creencia de que es imposible poner en marcha cualquier modelo mejor pese a sus actuales falencias. La democracia representativa está siendo entendida hoy como el sistema político del mal menor.

Sin embargo, los sucesos políticos más interesantes de los últimos años (las movilizaciones alterglobalización iniciadas en Seattle en 1999, las Primaveras Árabes entre 2010 y 2013; los Indignados españoles de 2011; los Occupy Wall Street, Londres y Hong Kong entre 2011 y 2014; las manifestaciones masivas de Junio de 2013 en Brasil; o el Nuit Debout francés de 2016) se han desarrollado bajo una crítica profunda a la forma en que está políticamente organizada nuestra sociedad y las maneras que en ella se toman las decisiones. En pocas palabras, estas manifestaciones horizontales y ciudadanas cuyos protagonistas han sido nuevos movimientos sociales urbano juveniles impugnaron el modelo de representación globalmente instituido.

Para los sectores conservadores el miedo a este tipo de reivindicaciones deriva del posible desorden que genera el cuestionamiento al poder de las élites sociales y las grandes corporaciones, esas que financian a los partidos políticos y que por lo tanto les dotan de capacidad para ganar las “democráticas” elecciones o conseguir curules en el Legislativo de los que luego se autodenominaran como representantes del pueblo. En el caso de las izquierdas, dicho temor coincide con las derechas en el plano del desorden, aunque en este caso tienen que ver también con el hecho de pensar que tan sólo a través de la representación política puede afirmarse el mantenimiento del Estado. Este último planteamiento posiciona la idea de que sin institucionalidad estatal no hay control, no existiría la exigencia de responsabilidades y no habría por lo tanto rendición de cuentas.

Pero más allá de aquellos que viven enraizados en el sistema de partidos políticos y en sus lógicas derivadas, a nivel global existe una innegable fatiga ciudadana respecto al sistema de representación democrática y su capacidad para responder a las nuevas demandas que impone una sociedad cada vez más informada, compleja y globalizada.

Lo anterior evidentemente genera un riesgo basado en la posibilidad de que puedan emergen alternativas de corte autoritario que se autoproclamen como más eficaces a la hora de resolver nuestros actuales problemas. Sin embargo, los movimientos políticos ciudadanos anteriormente citados nacen más bien de aspiraciones que pugnan por nuevas formas de participación que van más allá de los mecanismos de acceso y ejercicio del poder ideados en un tiempo que ya se nos hace pasado. Para gran parte de estas nuevas generaciones, aquellas que aun tienen cierto interés por la política, los mecanismos representativos tradicionales dejaron de ser válidos para asegurar un buen gobierno, lo que hace necesario democratizar la democracia.

Centrándonos en América Latina, un reciente informe de Latinobarómetro indica que la confianza de los ciudadanos en el Poder Ejecutivo ha bajado entre 1995 y 2015 en 11 puntos porcentuales, situándose en la actualidad en tan sólo el 33%. En lo que respecta al Poder Legislativo y Poder Judicial, las caídas de confianza se bareman de forma similar, siendo sus niveles de confianza actual de apenas 27% y 30% respectivamente. La cosa es aun peor si centramos la observación sobre el sistema de partidos, pues estos apenas llegan a alcanzar una confianza ciudadana del 20%. Analizados los datos por rango de edad, podemos percibir como son los target de población menores a 40 años quienes mayor desconfianza tienen respecto a lo que podríamos definir como las instituciones de la democracia representativa.

Hablando claro, podemos afirmar que si bien existe un poder constituyente que nace del pueblo y que crea los poderes constituidos (por lo general el ejecutivo, legislativo y judicial), tanto en Ecuador como en el resto de países, una vez ejercitado dicho poder constituyente este tiende a desaparecer y lo que permanece es el segundo. Evitar esto pasa por que el poder constituyente no tenga fin, lo que implica que las multitudes, en su amplia diversidad, deben autorepresentarse y autoorganizarse, dado que el poder constituido tiende a ubicarse de forma cada vez más distante de la voluntad popular.

A nivel global podríamos decir que estamos asistiendo a los primeros conatos de lo que será más temprano que tarde un movimiento global por la democracia directa. Hablar de esto hoy es posible, sin querer con ello simplificar la problemática que supone construir dicho modelo, gracias al actual desarrollo tecnológico. Cada tema que es votado en una cámara de representantes –Asamblea, Parlamento o Congreso- podría, mediante las nuevas tecnologías, ser votado a nivel nacional por parte de la ciudadanía de cada uno de nuestros países.

Transformar nuestro actual modelo de democracia en algo que implique mayor participación ciudadana y por lo tanto mayor legitimidad social debe ser un proceso paulatino. Vale indicar que ya están en marcha algunas experiencias en ese sentido. En Suiza, uno de los países más democráticos del planeta, con tan sólo cincuenta mil firmas la sociedad puede forzar un referéndum vinculante respecto a cualquier tipo de propuesta política. De igual manera las plataformas tecnológicas Decide.madrid.es o Decidim.barcelona, impulsadas por parte de los dos municipios más importantes del Estado español, recogen las propuestas de estos gobiernos locales junto a las aportaciones de la ciudadanía y sus prioridades, permitiendo foros de debate y votaciones por parte de los usuarios a través de las cuales se articula gran parte de sus presupuestos municipales de forma colaborativa.

Pero sin necesidad de ir tan lejos, en una provincia como el Carchi, un territorio fronterizo donde la mitad de su población se sitúa en el ámbito rural y con escaso acceso a las nuevas tecnologías, su Gobierno Provincial ha sido el primero en el país en implementar una plataforma de gobierno abierto interactiva de última generación, incitando a la participación ciudadana y multiplicando por dieciséis el número de participantes reales en la implementación de su presupuesto participativo en tan solo un año y medio.

Pese a las resistencias del establishment político global, ejemplos como el del Carchi nos demuestran que comenzar a implementar modelos participativos de democracia real es tan solo una cuestión de voluntad política. Por otro lado, el argumento de que la gente corriente no es capaz de entender determinados temas y decidir sobre lo que más le conviene, dada a la complejidad de determinados asuntos, se cae por su peso con tan solo ver la calidad intelectual de la mayoría de nuestros representantes políticos.

En este mundo de redes sociales, software libre, creciente desilusión con la clase política, consciencia de problemas globales ineludibles y deslegitimación de los que se ha venido en llamar instituciones de la democracia, que exista la masa crítica necesaria para efectuar los cambios ineludibles para un sistema que hace aguas por doquier es tan solo una cuestión de tiempo.

Publicado en Revista PlanV.com.ec

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