Capítulo X del libro El correísmo al desnudo
Decio Machado
Analista
político, consultor internacional y especialista en comunicación, marketing
político y gestión ambiental. Socio fundador del periódico español Diagonal y
colaborador de varios medios de comunicación en Europa y América Latina.
“El problema de fondo relativo a los
derechos es hoy no tanto el de justificarlos, sino el de protegerlos. No es un
problema filosófico, sino político”
Noberto Bobbio
Introducción al concepto de autoritarismo
Desde la ciencia política se
identifica al autoritarismo como una doctrina política que aboga por el
principio del gobierno absoluto. El término califica a los estados que
pretenden gestionar el poder político mediante mecanismos que se encuentran en
contradicción con el concepto clásico de libertad.
El autoritarismo es definido entonces
como una forma de gobierno caracterizado por su énfasis en la autoridad del
Estado. Se da en sistemas controlados por legisladores electos, lo que suele
permitir un cierto grado de libertad; y puede definirse como un comportamiento
político en el que sobresale una persona o institución en el ejercicio de su
autoridad. El autoritarismo se expresa entonces como el uso abusivo del poder,
condición que implica que la autoridad sea frecuentemente confundida con el
despotismo.
Históricamente, los regímenes
autoritarios en América Latina se han caracterizado por ejercer determinados
niveles de represión contra líderes sociales disidentes, todo ello bajo la
lógica del control social, pero manteniendo -en términos generales- a la ciudadanía
exenta de este tipo de prácticas, y pretendiendo respecto a esta estrictamente
su alienamiento.
No se debe confundir entonces Estado
autoritario con Estado totalitario, pues el segundo se caracteriza por ejercer
fuerte intervención en todos los órdenes de la vida nacional, concentrando la
totalidad de poderes en manos del Ejecutivo o partido de gobierno, el cual no
permite la actuación de otros partidos.
Para autores como Friedrich y
Brzezinski (1), la teoría propia del modelo totalitarista gira en torno a los
esfuerzos del Régimen por remodelar y transformar a los seres humanos bajo su
control a imagen de su ideología. Por ende, sostienen que la esencia del
totalitarismo debe buscarse no solo en el control total que ese régimen ejerce
sobre la vida diaria de sus ciudadanos; sino también sobre sus pensamientos y
actitudes. Esto marca una diferencia sustancial respecto al autoritarismo, dado
que este último engloba a aquellos sistemas políticos que a pesar de contar con
un pluralismo limitado, sin una ideología “dura” y bien elaborada que cumpla el
rol de direccionamiento ideológico al conjunto de la sociedad, mantienen una
mentalidad peculiar -justificación ideológica del Régimen-, en los que su líder
ejerce el poder dentro de un límite formalmente mal definido (Morlino, 1995).
Gatopardismo del neopopulismo
autoritario ecuatoriano
Partiremos del principio de aceptar
como definición de populismo a “un estilo
de hacer política sustentado en la movilización de las masas y el liderazgo
carismático, que surge como parte de procesos de modernización social y
política muy limitados” (Ibarra, 2004). En su versión actual, según Ernesto
Laclau, el “pueblo” no opera en el populismo como un dato primario sino que es
el fruto de una construcción. El populismo tiene más perfil político que
económico, y tiene su origen en un conflicto real o imaginario sobre el que el
líder carismático construye una retórica anti-élite que desafía al statu quo utilizando redes clientelares
a fin de legitimar su liderazgo a través de los votos.
El populismo tiene como objetivo
habitual, obtener legitimación social mientras se mantiene en el poder una
élite específica que controla la hegemonía política a costa de la popularidad
de su líder. En este sentido, la distancia entre el discurso y la praxis se
acrecientan, desarrollándose medidas populistas que bajo discursos rupturistas
posicionan beneficios limitados para la población, pero que lejos están de significar
transformaciones profundas en los pilares del Estado ni en las relaciones
sociales, económicas y políticas que se desarrollan en el país.
El discurso neopopulista del socialismo
del siglo XXI en el Ecuador aparece como una “tercera vía” (2) superadora respecto
a la resolución del tradicional conflicto existente entre el neoliberalismo y
los sectores populares en resistencia. Su máximo líder plantea un modelo
socialcapitalista en el cual la lucha de clases debe ser superada. La economía
del Ecuador se viene dinamizando fruto del crecimiento de la capacidad
adquisitiva de la ciudadanía y la modernización de las infraestructuras existentes
en el país, lo que permite, por ejemplo, que las cien primeras empresas que
operan en el mercado nacional obtengan 50% más de utilidades que en los
gobiernos inmediatamente anteriores y el sistema financiero privado haya obtenido
resultados aún mejores (tan solo el incremento en concepto de pago de Impuesto
de la Renta de los grandes grupos económicos entre el ejercicio 2010 y 2011
-USD 650 millones y USD 798 millones respectivamente- es del 23,61%), todo ello
en una economía hiperconcentrada que beneficia fundamentalmente a los grandes
capitales, a la par que el presidente Rafael Correa mantiene un discurso de
carácter confrontativo, populista y propagandístico con los sectores dominantes
que siguen siendo los principales beneficiarios de su modelo económico. De
forma paralela, a través de su máximo líder, la mal llamada “revolución
ciudadana” posiciona su satisfacción, tras los comicios presidenciales de febrero
de 2013, por la conformación de una “derecha ideológica” encabezada por el
propietario de la segunda más grande institución financiera del país, mientras se
indica que los principales enemigos del “proceso revolucionario” son: el
ecologismo, el izquierdismo “infantil” y las organizaciones indígenas más
referenciales de su tejido social (la CONAIE es el principal movimiento social
existente en el Ecuador).
El uso y abuso de la propaganda
oficial en beneficio del poder, se combina con un vehemente ataque a los medios
de comunicación privados -los cuales responden a intereses de grupos políticos
vinculados al conservadurismo declarado- acusándolos de prácticamente todos los
males existentes en el país. Se establece una lógica política en la cual el
líder máximo del proceso expresa violencia simbólica (destrozando diarios en
espacios o foros públicos) o verbal (calificando a los trabajadores de los
periódicos privados, entre otros adjetivos, como “sicarios de tinta”), mientras
se construye el único “monopolio informativo” existente en el país bajo el
auspicio del Gobierno. Esta aptitud choca con el derecho constitucional a
expresar libremente las ideas en una sociedad que se considera aún democrática.
La sumisión de la razón a la
voluntad y la acción pasó a ser referencial en el control social, buscando el
adoctrinamiento de una base política a la que se le educa bajo un fuerte
nacionalismo identitario y el discurso del victimismo político (periódicamente
se denuncian operaciones desestabilizadoras como parte de una estrategia
internacional contra el Gobierno ecuatoriano, sobre la cual a pesar de haber
algo de verdad, hasta ahora nunca se han posicionado públicamente pruebas), y
que pasó a calificar de mal ciudadano o antipatriota a todo aquel que expresa
públicamente sus disidencias.
Orígenes del Derecho y el
neoconstitucionalismo
Empezaré por indicar la obviedad de
que todo proyecto político, jurídico, social o científico está integrado bajo
un contexto, en un espacio y tiempo determinados que depende de la ideología
dominante, lo que impregna todas sus prácticas y ejercicios de poder. Incluso
las “ciencias” están inmersas en dicha condición. Todo conocimiento conlleva y
es producido por interés, por voluntad, voluntad de poder y de verdad (Aguilera
y González, 2011).
En este sentido, el Derecho en
Ecuador esta siendo construido y transformado por intereses de ciertas clases o
grupos que se encuentran en un contexto determinado o que en un momento
específico han sido capaces de producir “saber” por condiciones inherentes al
poder. El Derecho se convirtió entonces en un campo social en el cual sus
operadores configuran realidades sociales de acuerdo con sus propios términos y
racionalidades (Bordieu, 1997), simplificando la complejidad social a un código
básico que se reduce al binomio “legal/ilegal” (Luhmann, 2004).
Los discursos del saber (Foucault,
1970), en muchos casos, se despliegan mediante herramientas de poder,
implementadas a través de la disciplina, vigilancia y control entramados en el corpus institucional, los cuales a su
vez, justifican y reproducen sus prácticas de manera constante y en forma de
subsistencia. Una vez que el sistema legal aborda determinada situación le
aplica su “código operacional”, lo que tiene el efecto de limitar los hechos y
la consideración de estos a su racionalidad legal (Teubner, 1997): las cosas
pasan a una lógica binaria que se limita a definirlos como legales o ilegales.
Es así que una movilización estudiantil como la protagonizada por los
estudiantes del Central Técnico (detenidos los mayores de edad cinco días
después del último triunfo electoral del presidente Correa) o un paro obrero
(como el realizado por los trabajadores del Coca Codo Sinclair en la segunda
quincena de noviembre de 2012 ante la explotación laboral al que fueron
sometidos por la constructora concesionaria china), bajo este tipo de visión
será apenas una acción legal o ilegal; una ocupación de tierras (como las
protagonizadas por los ciudadanos desalojados entre 2011 y 2013 en el noroeste
de Guayaquil) pasa a ser simplemente una acción, amparada o no, por el Código
Civil; y una agresión física (como la protagonizada en abril del presente año por
un embajador ecuatoriano sobre dos ciudadanas peruanas en Lima), estará
amparada por la doctrina penal de la legítima defensa o no será procedente y
por lo tanto sancionable. Esta lógica operacional del sistema legal excluirá
cualquier otra forma de abordar estos hechos, con todas las implicaciones que
esto conlleve.
Es entonces cuando interviene el
“saber” como mecanismo donde se sustenta la justificación del método. Un clásico
caso emblemático de este mecanismo es el sistema penitenciario: la prisión pasa
de ser el resultado de los intereses de determinadas élites dominantes -las cuales
inventaron el encierro para determinadas personas dominadas que “incomodaban” y
“perjudicaban” sus intereses-, a tener a partir del siglo XIX mediante el
positivismo jurídico y científico, un discurso de justificación social. El
ejercicio del poder pasa entonces de tan solo reprimir y castigar, a
convertirse también en “productor de verdad”. Por ello, el Derecho -orden
normativo e institucional de la conducta humana en sociedad inspirado teóricamente
en postulados de justicia- no es más que el resultado del enfrentamiento entre
diferentes actores en conflicto de intereses, pues es desde ese conflicto desde
donde mismamente nace.
Mediante la formalización a través
del Derecho, las respuestas a los conflictos de poder han adquirido un aura de
legitimidad y neutralidad, dotándose de respuestas normativas que pretenden
garantizar la solución no arbitraria de los conflictos sociales. Este sería el
caso de sentencias tan discutibles en esencia y forma como las protagonizadas
en los últimos años por la justicia ecuatoriana: los 10 de Luluncoto, líderes
sociales de Quimsacocha, los periodistas Calderón y Zurita por el libro Gran Hermano, 40 millones de dólares de
sanción sobre periódico El Universo y el caso “Chucky Seven”, entre otros. Queda
claro entonces, que el efecto de universalización es uno de los mecanismos
aplicados por los más poderosos, a través del cual se ejerce la dominación
simbólica y la imposición legitimada de un orden social.
El poder en general, articula
diversas formas diferentes para emerger y legitimarse, utilizando fórmulas más
o menos explícitas, lo que abre un abanico que va desde la manipulación
psicológica hasta la violencia física. En ese contexto, es el Derecho quien
instrumentaliza el poder, encubriéndolo y difuminándolo; justificándolo y
convirtiéndolo en “orden” social y político.
A su vez, todos los mecanismos de
poder están acompañados de ideología. Las verdades (paradigma del saber) se
transforman en función del Régimen, en los discursos en el que se hallan
sumergidas. Las Leyes y el Derecho se reconfiguran según el sistema político
del que forman parte, generando mecanismos de poder adaptados a la ideología
dominante, en función del momento histórico y sus circunstancias.
En ese contexto, el Estado
constitucional se encuentra siempre en permanente transformación y sujetos a la
presión de la política del movimiento (Viejo, 2009). Uno de los elementos
referenciales en la actualidad de dicha transformación tiene que ver con los
planteamientos discursivos que permiten la compresión de lo que significa
Constitución, derechos fundamentales y normas de principios, entre otros.
En la actualidad, la masiva presencia de
principios existentes en las constituciones latinoamericanas, especialmente en
el llamado neoconstitucionalismo, exigen lógicas argumentativas, ya no solo
basadas en la subsunción, sino también en la ponderación y en el juicio de
proporcionalidad (Guastini, 2010).
El discurso de la ponderación y el principio de
proporcionalidad son en la actualidad técnicas de interpretación (Carbonell,
2013) que deberían tener como finalidad tutelarlos de mejor manera, expandiendo
todo lo posible su ámbito de protección. Es por ello que para los sectores más
conservadores, estos principios generan de manera habitual rechazo y desagrado.
En la práctica ecuatoriana, las sentencias anteriormente referenciadas
manifiestan que dicho principio queda altamente cuestionado.
En el neoconstitucionalismo, el Estado incluso
debería perder su rol histórico, pasando a ostentar como papel principal estar
al servicio de la satisfacción de los derechos fundamentales (Ferrajoli, 2007).
Es decir, el Estado debería dejar de justificarse a sí mismo, para pasar a
ejercer una mera función instrumental.
Quizás por ello, escarbando en la Constitución
de Montecristi, no es gratuito afirmar que es el ámbito de los derechos es
donde el texto es sin duda más generoso (Machado, 2012). Prácticamente el
conjunto de los 86 primeros artículos de la Carta Magna ecuatoriana están
dedicados a señalar los derechos -en materia de cultura, educación, ciencia,
salud, alimentación, tecnología, ambiente, agua, naturaleza, seguridad o buen
vivir- de los que gozarán individuos y grupos sociales.
No podemos olvidar a su vez, la indiscutible
necesidad que tienen todos los sistemas políticos -independientemente de su
modelo constitucional- de que sus ciudadanos crean en su sistema judicial, pues
perder la fe en la justicia puede implicar dos cuestiones entre sí
contrapuestas: un buen caldo de cultivo para todo tipo de populismo
incontrolable o las bases sobre las que poder comenzar a discutir coherentemente
sobre la genealogía del poder con el fin de transformarlo.
Bajo estas premisas, tenemos dos líneas que se
cruzan en el Ecuador: por un lado, una Constitución que apuesta por crear
sujetos de derechos, algunos incluso innovadores como es el caso de la naturaleza;
y por otro, una ciudadanía que apoyó la Consulta/ Referendo del 7 de mayo de
2011 propugnada por el Presidente de la República, en busca de una reforma del
sistema judicial que permitiera hipotéticamente su correcto funcionamiento, con
el fin de que el Estado realmente ejerza su principal rol: la protección de individuos
y grupos, así como generar las condiciones posibles para el bienestar social.
Ambas circunstancias quedan hoy cuestionadas:
ni la Constitución se cumple en su totalidad, están varios de sus mandatos
violentados de forma permanente; ni la reforma judicial ha significado
independencia y credibilidad en los procesos por parte de la población.
Ecuador: ¿Estado autoritario?
Max Horkheimer, uno de los principales exponentes
de la Primera Teoría Crítica, entiende el Estado autoritario como un fenómeno
sociológico que se origina tras circunstancias históricas donde surge la
anarquía, el desorden y la crisis; presentándose como la vía para la superación
de los problemas existentes. Es desde ese consenso ciudadano desde donde se
legitima un Estado autoritario, y no a través del uso de la fuerza o el abuso
del poder.
En el caso del Ecuador, desde la reinstauración
de la democracia liberal y el “Estado de derecho burgués” (3), el sistema
político nacional ha estado en crisis permanente, agudizándose esta con el paso
del tiempo.
Tras la muerte de Jaime Roldós (primer
presidente democrático tras el período de gobiernos militares que se dio entre
1972 y 1979) en un sospechoso accidente de aviación el 24 de mayo de 1981, le
sucede su vicepresidente democratacristiano Osvaldo Hurtado, cuyo Gobierno se
caracterizó por carecer de hoja de ruta en materia de política económica, la
devaluación del sucre (moneda nacional de entonces), la deshonestidad de sus
funcionarios de aduanas -cuyos puestos claves fueron repartidos entre
determinados grupos de poder político-económicos-, ineficacia para el control
del peculado y diversos escándalos de negociados como el caso de Isla Santay,
importación de arroz con gorgojo, los sucesos de La Previsora o despilfarros en
los contratos para la exploración de gas en el golfo de Guayaquil; en 1984
accede a la presidencia León Febres-Cordero, quien durante su mandato sufre
varios intentos de golpes de Estado e incluso un breve secuestro, siendo
duramente cuestionado por la represión y violación de derechos humanos ejercida
durante su mandato, así como por sacrificar la economía nacional por atender el
servicio de la deuda externa; en 1988 accede a Carondelet Rodrigo Borja, quien
durante su gestión vivió un importante alzamiento social que le dio
protagonismo al movimiento indígena, fruto de la continuidad en las políticas
económicas que se habían puesto en marcha durante la legislatura de Hurtado y
que alcanzaron su cenit con el gobierno de Febres-Cordero; en 1992 llega a la
presidencia Sixto Durán Ballén, implementador de las políticas neoliberales en
el país y el primero que comienza a reducir drásticamente al Estado (bajo el
denominado Consenso de Washington se impusieron medidas económicas que
integraron políticas de ajuste estructural, reformas estructurales del Estado,
privatización de empresas públicas, liberalización del comercio, amplias garantías
jurídicas para las inversiones extranjeras y flexibilización laboral); en 1996
accede a la presidencia Abdalá Bucaram, pero su desastrosa gestión económica,
sumada a sus frecuentes escándalos desembocó en protestas populares masivas y
una huelga general, siendo destituido en febrero de 1997 por “incapacidad
mental”, asumiendo su cargo Rosalía Arteaga durante apenas dos días, y
posteriormente Fabián Alarcón -hasta entonces presidente del Legislativo-,
quien dejó como herencia de su mandato la expansión de la pobreza, el
crecimiento del desempleo y el deterioro de los salarios reales para los trabajadores;
en 1999 es elegido como mandatario Jamil Mahuad, quien decretó un feriado
bancario -la mitad del sistema financiero ecuatoriano colapsó y miles de
ahorristas perdieron su dinero- y en enero del 2000 dolariza en país, eliminando
todo tipo de soberanía monetaria, siendo en ese mismo mes derrocado por un
alzamiento cívico-militar, asumiendo el Gobierno su vicepresidente Gustavo
Noboa, quien realizó vagas promesas de justicia social y de lucha contra la corrupción,
prosiguiendo con la campaña de privatizaciones y la continuidad de las
políticas neoliberales en el país; el 2002 accede al Gobierno el ex coronel Lucio Gutiérrez, quien protagonizó un
mandato saturado de acusaciones de nepotismo y degradando el aparato del Estado
a un nivel de ineficiencia y corrupción equivalente al de determinados países
africanos, lo que le llevará a no terminar su legislatura, escapando de forma
rocambolesca por los tejados del palacio presidencial ante importantes
movilizaciones sociales en la ciudad de Quito, siendo investido como sucesor su
vicepresidente Alfredo Palacios, un personaje carente de carisma y liderazgo
que mantuvo la ineficiencia administrativa existente en el país y demostró su
incapacidad de llevar adelante la anhelada transformación política que la
ciudadanía requería.
En resumen, desde la forzada sucesión de Jaime
Roldós hasta la toma de posesión de Rafael Correa Delgado, el sillón
presidencial no ha sido ocupado más que por presidentes de marcada mediocridad
política que llevaron al país al caos económico, configurándose una
institucionalidad de pronunciada corrupción y deslegitimación social. Esta
situación determinó un escenario político donde ningún gobierno desde 1996
terminó su legislatura y donde los movimientos sociales asumieron un rol de
importante protagonismo político en la presión, movilización social e incluso
derrocamientos presidenciales.
Dicha situación conllevó que durante el proceso
electoral que tuvo lugar en el segundo semestre de 2006, el actual mandatario
ecuatoriano ganará las elecciones con un discurso articulado contra la “partidocracia”
y un caduco sistema político carente de credibilidad y legitimación social
entre la ciudadanía.
Volviendo a la teoría, otro elemento a tener en
cuenta es que según Horkheimer y Adorno, el autoritarismo no tiene una sola
cara, sino que puede adquirir diferentes formas y mimetizarse de acuerdo a como
lo aconseje su estrategia para la consolidación del sistema capitalista
(incluyendo en ello lo que Otto Rühle (4) definió como capitalismo de estado),
situación que se dio en el Ecuador bajo la lógica de gatopardismo político que
ha caracterizado al actual Gobierno (hacer que todo cambie para que en realidad
no cambie nada).
Orden y progreso
El Estado autoritario unifica al conjunto de la
sociedad, anteriormente dividida, bajo el criterio de lograr un concreto
objetivo: la construcción de un futuro en donde se logre superar las causas que
generaron la crisis. A partir de esa premisa, se justifica el recorte de
libertades y derechos con la finalidad de combatir el “libertinaje” y la
“inmoralidad” (términos acuñados por el régimen correísta para calificar el
accionar de la prensa privada o de determinados movimientos sociales),
enarbolando principios convertidos en valores supremos, como la autoridad,
disciplina, Patria y orden.
Desde el plano ideológico, lo que se califica
como aislado o atrasado, pasa a ser de antemano condenado. La transformación
deducida en el rigor de una selección darwiniana (“miedo al provenir” que domina
a “nostálgicos del pasado”, es decir, a los “ciudadanos más débiles”, aquellos
que no se atreven a afrontar el “choque del futuro” y no pueden “asumir su
tiempo”) pasa a estar “debidamente” fundamentada: el provenir se encuentra en
el progreso “técnico”, en la apertura, en la movilidad, en la competencia, en
la profesionalización y en la comunicación.
Esta es la parte del debate más importante de
clarificar hacia aquellos que entienden que el correísmo es una política
progresista de marcado carácter transformador. No reconocer los diferentes
tipos de pensamiento conservador, el conservadurismo declarado y
conservadurismo reconvertido o progresista (Bordieu y Boltanky, 2008) significa
no entender el conflicto de clases y la lucha por una radical transformación
sistémica y social. Es así que el pensamiento de la derecha más rancia, el
conservadurismo declarado, tiene como centro el sentimiento de la declinación,
la desesperanza y el miedo al porvenir, disposiciones que denuncia y combate la
nueva burguesía (Beauvoir, 1955), el conservadurismo reconvertido. El
pensamiento conservador más reaccionario pasa a ser confundido, en situaciones
coyunturales, con posicionamientos indígenas y rurales, espacios los cuales
pretenden ser liquidados por los nuevos planificadores -tecnócratas de la
felicidad- que prestan una atención condescendiente e inquieta a estos
excluidos mientras buscan eliminar las realidades a las que ellos aún se
aferran. Mientras el conservadurismo declarado -lo que en Ecuador podría
representar la ideología socialcristiana y su entorno- aboga por la
perpetuación del pasado y condena cualquier proyecto innovador; la nueva
burguesía solo habla de proyectos superadores de un pasado al que no debemos
volver.
En una combinación aparentemente contradictoria,
el conservadurismo progresista no es más que una fracción de la clase dominante
que da como “ley subjetiva” lo que constituye la ley objetiva de su perpetuación,
es decir, cambiar para conservar.
Una “nueva Patria” ya es de todos
Esta ha sido la lógica político-dialéctica en
la que se ha desarrollado el correísmo. Así, el presidente Correa, vocero único
del proceso político definido como Revolución Ciudadana, indica en la mayoría
de sus discursos que se está construyendo la “Patria nueva”, superadora de la
“patria vieja” donde dominaban unas cuantas élites y grupos de poder
ilegítimos, acompañando dicho discurso con los impetuosos acordes de “Patria, Tierra sagrada...”, que gracias
a las campañas presidenciales y el aparato de propaganda gubernamental, es
asociada por el conjunto de los ciudadanos con su imagen y el color verdeflex
que impregna su partido.
Los regímenes autoritarios han tenido siempre
gran necesidad de altas dosis de política. Deben convencer a la opinión pública
de que sus gobiernos son únicos e insustituibles, y que todos los que les precedieron
fueron notablemente peores. Deben mantenerse en tensión preelectoral cada día,
pues es en ese posicionamiento desde donde construyen su legitimidad social. La
propaganda “oficialista” actúa de dos formas: por medio del exhibicionismo
triunfalista de sus logros sociales y políticos; y por la intimidación
disimulada o manifiesta a la crítica de los medios de comunicación no subordinados
y a la acción de la disidencia política organizada. Todo ello con el abuso sin
rubor del culto a la personalidad del líder y el uso de toda nueva tecnología
posible.
Criminalización de la disidencia como doctrina
de reeducación social
Desde los sucesos de Dayuma (diciembre de
2007), donde -según diversas organizaciones defensoras de Derechos Humanos- las
Fuerzas Armadas actuaron de forma desproporcionada contra los moradores
locales; y especialmente desde las primeras movilizaciones antimineras (2008 y
sobre todo a partir de 2009) por parte de comunidades afectadas y el movimiento
indígena en general, el Régimen pasó a acuñar los términos “garroteros” y
“tirapiedras” (los mismos que han utilizado para definir las prácticas
políticas del Movimiento Popular Democrático -MPD-) para calificar a cualquier
activista social que se movilice contra sus políticas, especialmente la
extractivista, amenazando sistemáticamente con la aplicación de todo el “peso”
de la ley. Salve decir en este caso, que dicha ley es la legislación
antiterrorista proveniente de la época de la dictadura militar, y que un
informe presentado en diciembre de 2011 por la Defensoría del Pueblo del
Ecuador señala textualmente: “En nuestro
país se evidencian procesos de criminalización de las actividades realizadas
por los y las defensoras de derechos humanos y de la naturaleza,
principalmente, cuando estas se oponen al modelo de desarrollo que ejecuta el
Estado ecuatoriano” (5).
Es así que el Código Penal, elaborado en
tiempos de la dictadura militar, tipifica de la siguiente manera el delito de
terrorismo y sabotaje: en su artículo 158, se indica que se reprime con
reclusión mayor ordinaria de ocho a doce años y multa de mil a dos mil sucres a
quienes destruyan o afecten servicios básicos, fábricas, centros comerciales,
puertos, embalses, minas, vehículos, instalaciones de servicios básicos o
espacios de producción con el propósito de producir alarma colectiva; mientras
que el artículo 160.1 determina reclusión mayor de 4 a 8 años y multa de veinte
mil a cincuenta mil sucres contra quienes “individualmente o formando
asociaciones” cometieren delitos contra la seguridad común de las personas o de
grupos humanos o de sus bienes, asaltando, violentando o destruyendo, allanando
o invadiendo lugares, sustrayendo o apoderándose de bienes o valores
secuestrados para demandar el cambio de leyes o de órdenes y disposiciones
legalmente expedidas o exigir la libertad de presos; ocupando lugares públicos
o levantando barricadas para enfrentar a la fuerza pública en reclamo de sus
intenciones.
Es con este tipo de legislación con la cual se
está criminalizando en la actualidad a la protesta social en Ecuador, y si bien
es cierto que la figura del sabotaje y terrorismo siempre ha existido en la
normativa penal ecuatoriana, también lo es que otros gobiernos anteriores al
del presidente Correa no la aplicaron. La paradoja actual, es que aunque
durante el proceso constituyente los movimientos sociales lograron posicionar
la garantía de derechos como un requisito imprescindible para la transformación
hacia formas más justas y al mismo tiempo armónicas con la naturaleza, también
lo es que después de 2008 se han levantado procesos judiciales contra líderes y
dirigentes sociales, maestros, estudiantes, trabajadores públicos, periodistas,
indígenas y campesinos, hasta un número estimado en torno a doscientas personas
involucradas en procesos de judicialización por sus acciones de protesta,
rechazo o movilización ante proyectos y políticas desarrollistas de alto
impacto ambiental y social.
En el desarrollo de esta lógica, el Gobierno
termina por dirigir una forma de construcción del individuo -reeducación y
disciplinamiento- para su correcto desarrollo político, justificándose el
Estado como guía debido a la inmadurez ciudadana. El tratamiento desde el poder
hacia la disidencia, define el desarrollo de un germen interior que tiene todo
Estado autoritario en su fase inicial: el monopolio de la violencia.
Es así que el nuevo Estado Moderno en conformación
en el Ecuador, pasa a superar la lógica del contrato social (acuerdo hipotético
realizado en el interior de una sociedad por el que se adquieren derechos y deberes
del Estado y de sus ciudadanos), convirtiéndose estrictamente en un acuerdo
entre grupos de intereses y el mismo Estado. El Derecho pasa a ser identificado
con la moral en vigor (Newmann, 1944) perdiendo cualquier capacidad ética
mínima, mientras la racionalidad es remplazada por una técnica de dominación que
establece una noción autoritaria y organizativa de la sociedad. En la práctica,
supone el fracaso del positivismo jurídico y del neoconstitucionalismo
garantista.
Inviabilidad del derecho a la resistencia
La Asamblea Constituyente de Montecristi
consagró directamente, y por primera vez en la Historia, el derecho a la
resistencia, dándose así un estadio de superación sobre la Constitución de
1998, en la cual se reconocía en su artículo 188 el derecho a la objeción de
conciencia.
La misma formulación del artículo 1 de la
Constitución de Montecristi, donde se hace referencia a la llegada al “Estado
Constitucional de derechos y justicia”, debería haber significado un cambio
paradigmático de un modelo de Estado a otro nuevo, de cuya naturaleza exacta se
necesita aun tomar conciencia a fin de posicionar el artículo 98 de la Carta
Magna, donde se consagran dicho derecho a la resistencia.
La Constitución de Montecristi impone el sometimiento
del Estado -de todos los poderes públicos- a los derechos. Su artículo 11 en su
apartado 9 llega a indicar que: “El más
alto deber del Estado consiste en respetar y hacer respetar los derechos
garantizados en la Constitución”. Y en su artículo 84 se reincide diciendo:
“[...] en ningún caso, la reforma de la
Constitución, la leyes, otras normas jurídicas ni los actos del poder público
atentarán contra los derechos que reconoce la Constitución”. Quedando
definido en el artículo 172 que: “Las
juezas y jueces administrarán justicia con sujeción a la Constitución, a los
instrumentos internacionales de derechos humanos y a la ley”.
A priori, la amplia formulación del artículo 98
de la Constitución de Montecristi se hace idónea para incorporar el conjunto de
argumentos anteriormente explicitados: “Los individuos y los colectivos podrán
ejercer el derecho a la resistencia frente a acciones u omisiones del poder público
o de las personas naturales o jurídicas no estatales que vulneren o puedan
vulnerar sus derechos constitucionales, y demandar el reconocimiento de nuevos
derechos”.
Es así que la invocación de derechos a la
resistencia a nivel intrasistémico (actos ilegales, públicos o colectivos, no
violentos y enfocados a transformar una ley injusta) con apoyo en los
instrumentos procesales reconocidos por la propia Constitución, se convierte en
el última herramienta posible que permita reducir la distancia entre lo prescrito
formalmente y su concreta aplicación (Bobbio, 2008), con la finalidad de que
los derechos por estar normativizados no queden en papel mojado y que el
ejercicio del poder político y del Presidente de la República no genere
injusticias o traicione lo que emana del primer artículo constitucional.
A pesar de que en su sentido moderno
consolidado el derecho de (o a la) resistencia presupone una cultura jurídica y
política que implica nociones distintas de poder, derecho y fuerza,
subordinando el ejercicio del primero a un ideal de justicia que se refleja en
el derecho y que puede ser invocado como última opción para rehabilitar la
legitimidad de las instituciones políticas o fundar un nuevo orden legal
(Franco y Tarzia, 2011). En el caso ecuatoriano, tal práctica no puede ser
definida más que como un rotundo fracaso.
Ha sido el propio Presidente de la República,
por acción y omisión, quien ha alentado a grupos económicos extranjeros,
autoridades locales, empresarios nacionales y a la propia Fiscalía General del
Estado, a proceder con las demandas contra los que vienen a ser considerados
por la ideología dominante como desestabilizadores, enemigos del Régimen y del
proceso de cambio en curso. Dicha situación conlleva reacciones como la de los
padres de familia de estudiantes procesados tras la movilización del colegio
Central Técnico de Quito, los cuales dirigieron al presidente Correa y no al
juez de turno, una carta pidiendo disculpas por la actuación de sus hijos con
el fin de evitar que estos fueran sancionados por la justicia.
Control de los medios
La libertad de expresión, según la Corte Interamericana
de Derechos Humanos (CIDH), “es un
elemento sobre el cual se basa la existencia de una sociedad democrática. Es
indispensable para la formación de la opinión pública [...]. Es, en fin, condición
para que la comunidad, a la hora de ejercer sus opciones esté suficientemente
informada” (6). Por su parte, la libertad de pensamiento se enmarca en la
facultad que tiene toda persona de desarrollar ideas, analizarlas, sintetizarlas,
juzgarlas o en general considerarlas en el sentido que consideren adecuadas
(Morales, 2012). Sin libertad de expresión no existirá la posibilidad de
manifestar aquellas ideas a quien considere pertinente hacerlo.
Aunque la libertad de expresión sea un derecho
de vital importancia para el sistema democrático, no consta ni debe constar de
una protección absoluta, lo que tampoco quiere decir que deben imponerse filtros
sumamente difíciles de superar para sancionar al quien hiciere un uso abusivo
de este derecho. Hay que tipificar de forma que sea efectiva la tutela a
quienes han sido lesionados en su reputación por el abuso de la libertad de
expresión, pero a la par de no deteriorar las posibilidades de expresión e
información, dado que la libertad de expresión forma parte de derechos
subjetivos que corresponden universalmente a todos y todas (Ferrajoli, 2009).
La aplicación de la justicia en esta materia
está conllevando a que bajo el arcaico principio del dura lex sed lex (la ley es dura), se hallan dictaminando sentencias
carentes del principio de proporcionalidad en las cuales se pretendió castigar
severamente a medios y periodistas de investigación que habían sido denunciados
por el mandatario en calidad de ciudadano. Dicha estrategia ha conllevado lo
que se buscaba desde el punto de vista de las limitaciones en el accionar
periodístico, autocensurándose medios y periodistas durante la fase de
elaboración de la noticia, crónica o artículo de opinión.
Rol del partido
Por su parte, con el debilitamiento de los movimientos
sociales y otras herramientas de intervención ciudadana para incidir en las
políticas públicas, la política pasa a entenderse de una forma grupalmente más
restringida. Se desarrolla la “profesionalización de la política” (Kirchheimer,
1966), convirtiéndose en un campo de especialización donde solo tienen participación
un cierto grupo de personas que manejan técnicas aplicas a la consecución de
sus objetivos fundamentales: liderar y dirigir el actuar de las masas a través
de estrategias de convencimiento y sugestión.
En sintonía con esta “profesionalización” la
política se transforma, adecuando al interviniente en política a criterios que
tienen que ver con la obtención de cargos y posicionamientos en la estructura
social del partido o del Estado, pues desde ahí ejerce su poder y se legitima
sobre sus bases y el conjunto de la sociedad.
Se olvidan entonces los pensadores teóricos y
legitimadores del oficialismo, que la movilización social es un proceso de
organización social que se realiza a través de formas múltiples y mecanismos
varios, que busca objetivos plurales, resignificando socialmente las
instituciones, los sujetos y la democracia participativa, pasando los actores
sociales a ser estigmatizados por su crítica al Régimen y al nuevo pensamiento
dominante. Se ignora también por parte del Estado, que la movilización social
es en la práctica, la única forma efectiva de participación para múltiples
sectores sociales, ciudadanía y sus representaciones sociales. Sin movilización
estos sectores quedan sin mecanismos efectivos para intervenir en aquellos
asuntos de los cuales venían ya históricamente siendo excluidos.
Desde esa perspectiva, para un gobierno que se
llama a sí mismo “revolucionario”, propiciar condiciones para la movilización
social y política de los sectores organizados de la sociedad, debería ser un
objetivo institucional en la búsqueda de conformar mayores niveles de
autonomía, organización y participación de la población en asuntos públicos
(Machado, 2012).
Lejos de esta visión, el correísmo se
caracteriza por el intento de control -mayoritariamente exitoso- sobre el
conjunto de organizaciones sociales, anulando su capacidad de movilización y
entendiendo a esta como un elemento de desestabilización política. Para tal fin
el Estado llegó a estructurar todo un aparato político que tan solo desde las
instituciones públicas dan trabajo a 250 burócratas en el Ministerio
Coordinador de la Política; 2.800 burócratas más en la Secretaría de Pueblos,
Movimientos Sociales y Participación; y otros 2.500 burócratas en el Viceministerio
de Gobernabilidad (perteneciente al Ministerio del Interior).
El objetivo central del proyecto político
correísta pasa a ser el monopolio de la vida política, lo cual le ha llevado a
pasar de la utilización instrumental de lo popular al desprecio y control sobre
todo tipo de articulación social. Para Gramsci, hegemonía es una composición de
dominación y dirección, lo cual significa presencia ideológica en la sociedad y
el Estado, así como el control sobre la dirección económica (control de los
medios de producción). Sin embargo, el correísmo confundió hegemonía con el
monopolio de la vida política, y suponiendo que tras los resultados electorales
de febrero de 2013 se haya conseguido dicho monopolio, está lejos de construir
una nueva hegemonía dado que se mantiene el mismo sistema de acumulación y
matriz productiva heredada de la época neoliberal.
Pero además, el partido oficialista Alianza
País se ha ido constituyendo ya no solo en una máquina electoral, sino también
en una agencia de empleo y colocación para sus afiliados en las diversas
estructuras del Estado (locales, regionales y del Gobierno central). La
organización perdió su rol, si es que alguna vez lo tuvo, como espacio de
elaboración de un proyecto político en el seno de la sociedad, careciendo de
espacios de debate y generación de participación política. En las dos
convenciones nacionales desarrolladas por Alianza País desde su fundación (la
primera en Guayaquil en noviembre de 2010 y la segunda en Quito, en el Estadio
del Aucas, en noviembre de 2012) no se ha llevado a debate ni un solo documento
interno programático, no han existido tendencias ni discusión política alguna.
Como es normal, el modelo de Estado autoritario se replica en un modelo
político-partidista piramidal donde el líder determina prácticamente todo.
Cargos públicos del oficialismo ecuatoriano, muchos
de ellos sin trayectoria política previa y carente de cualquier tipo de
ideología más allá del arribismo político, ocupan los principales puestos en
las estructuras provinciales y nacionales de Alianza País, aspirando desde allí
a convertirse en herederos del mandatario o personas de su máxima confianza,
para emprender o mantenerse en una especie de carrera de ascenso político que recuerda
a los manuales de business
empresarial aplicados en las corporaciones transnacionales por yuppies y ejecutivos internacionales.
El actual estado de situación nos permite
incluso entresacar determinadas similitudes -marcadas por las diferencias en el
tiempo y en el modelo de Estado (totalitarismo vs autoritarismo)- de estética y
forma entre el neopopulismo ecuatoriano y las características enumeradas por
Emilio Gentile (7) en su clásico libro El
culto del littorio, el cual constituye una travesía por el universo
simbólico y litúrgico del fascismo, a significarse entre estos los siguientes:
la creación de una religión de la patria; la refundación del país promovida
bajo un apostolado de revolucionarios para la resurrección de la “nueva patria”
(la “nueva Italia” en el caso fascista); el culto a los mártires y la
utilización de simbologías histórico nacionales; la apelación a la fuerza de la
fe en el líder; la ira destructiva contra los símbolos de otras ideologías; la
retórica revolucionaria, socialista, de justicia e igualdad social; el concepto
de la verdad única, lo cual permite emprender una “cruzada” contra los
profanadores de la patria; una extensa parafernalia mediática que permite
compensar las limitaciones retóricas e intelectuales del líder; la “conversión”
de todos los ciudadanos a la doctrina oficial; una filiación al nacionalismo
más fuerte que a la libertad; el pensamiento único alineado al partido
gobernante; el monopolio de simbologías con el fin de reescribir la historia; el
culto al líder con su correspondiente elevación a los altares junto a la
patria; la utilización del calificativo “revolucionario” para todo; los
intelectuales orgánicos en labores de transformación del mito en culto; la
sacralización del Estado (definido en Italia como “arcángel mundano”); una
estética del poder autoritaria, irónica y avasalladora que se convierte en
estética de la vulgaridad y el mal gusto; la construcción de una rivalidad con
la Iglesia católica por el control y la formación de conciencias; una retórica
ampulosa y florida; cierta manía de protagonismo mundial por parte de su líder;
un discurso de dialéctica elemental en el cual se usa un léxico fácil y
referencias a lugares comunes; un sistema político altamente jerárquico basado
en la voluntad del líder sobre un entorno de mediocres; la discriminación entre
“buenos” y “malos” ciudadanos; la elevación de anónimos pequeños burgueses al
templo de la “Historia” y que se consideraran artífices de esta; la presencia
del máximo líder en lugares geográficos del país a los que nunca ningún
presidente había llegado antes, proyectando ante el pueblo cierta sensación de
cercanía al poder; el hiperpersonalismo de su máximo dirigente, emitiendo una
imagen del líder rodeado de indignos que lejos estaban de poder igualarle y
mucho menos reemplazarle; y, la cooptación al proyecto político de una mezcla
oportunistas, pragmáticos y convencidos.
El Estado de Bienestar
La conformación del Estado de Bienestar,
entendido como un Régimen capitalista de intervención estatal destinado a asegurar
la continuidad del ciclo económico y una cierta redistribución social de los
recursos, se convierte en el principal mecanismo de “legitimación” y “control
social” (Habermas, 1989) que pretende la anulación de todo tipo de alternativas
emancipatorias desde una perspectiva social y económica.
Los criminalizados, enjuiciados y encarcelados
desde el ámbito social son los cuestionadores de este modelo, los cuales en la
mayoría de los casos, consideran que el tan manipulado término de “buen vivir”
debería ser un elemento superador de las lógicas de desarrollo clásico que se
siguen repitiendo en este Gobierno.
La carga de violencia y control social asociada
al modelo neoextractivista y desarrollista que se implementa en el Ecuador (esta
situación tiene carácter continental) se realiza de forma tan acelerada como
acelerada es la imposición del modelo de Estado autoritario. Esta situación
hace que cada vez más el derecho a la libertad de los pueblos, cuya primera
representación escrita fue la palabra cuneiforme sumeria Ama-gi (8), se reafirme en su incoherencia con lo que fue el origen
del mal llamado proceso de “revolución ciudadana”.
Las consecuencias
Igual que para Marcel Proust es imposible
disociar la música o la literatura de los conjuntos arquitectónicos o de la
vida micro social en los salones de la aristocracia; el capitalismo -también el
posneoliberal desarrollista y neoextractivista-, no funciona únicamente en su
esfera económica, actuando a su vez a través de un modo de control de la
subjetivación, “cultura de equivalencia” (Guattari y Rolnik, 2005), lo que
viene a significar que el control del poder del mercado va en paralelo al
control del poder sobre la subjetividad.
Mientras en las lógicas de control sobre las
disidencias se acentúa una práctica política que conlleva el recorte de
libertades y la implementación del miedo (temor a la movilización
reivindicativa, asociación con organizaciones criminalizadas o autocensura de
periodistas y cronistas políticos), las mayorías lo aceptan, en su priorización
por la mejor situación económica (según datos oficiales, la evolución de
ingresos familiares en 2006 conllevaba una cobertura de la canasta básica
familiar de tan solo un 66,7%, mientras que en 2012 ese porcentaje se elevó al
92,43% y se estima que en el presente año llegue al 103%).
Los derechos y libertades, que fueron factores
vitales en los orígenes de la sociedad industrial se debilitan ahora, perdiendo
racionalidad y su contenido tradicional. Bajo las condiciones de un creciente
nivel de vida (desde la perspectiva consumista y no desde su calidad), la disconformidad
con el sistema aparece como socialmente inútil, y más aún si aparece con tangibles
desventajas económicas (se pierde comodidad) y políticas (exposición al riesgo
a ser reprimido) y pone en peligro el buen funcionamiento del conjunto (una
sociedad en evolución desarrollista). En la fase actual de modernización del
capitalismo ecuatoriano, la “sociedad libre” ya no puede ser definida en
términos clásicos, requiere nuevos modos de realización, y corresponde al
aparato de propaganda del gobierno ir definiéndoselos al conjunto de la
población paulatinamente.
La libertad política no puede conceptualizarse
como antes porque implicaría la liberación de las personas de una política
sobre la que no ejercen ningún control efectivo. Lo mismo sucede con la
libertad intelectual, dado que de lo contrario podría restaurarse el
pensamiento individual cada vez más absorbido por la comunicación y el
adoctrinamiento de masas.
Como fenómeno educacional, se refleja un
proceso de conservadurismo en la sociedad ecuatoriana, donde se establece entre
otros valores que todo lo que haga el líder es adecuado per se, dado que él es el que sabe lo que hay que hacer -aquello de
“confíen en mí” expresado por el mandatario en el Referendo/Consulta del 7 de
mayo de 2011 ante la insuficiencia argumental para justificar los cambios del
texto constitucional-.
En la práctica, supone el debilitamiento del
tejido social autónomo existente y un mayor control sobre una sociedad, que en general
empieza a aceptar prescindir de los escasos canales existentes para su real expresión
y el potencial de reivindicación que conlleve.
Siguiendo a Holloway, se exagera la “autonomía
relativa” del Estado y de la política institucional como herramienta de cambio
social. La ilusión de que el Estado puede impulsar por sí mismo un cambio
radical en la sociedad conlleva el olvido respecto a que el Estado no es más
que una forma de relación social enraizada en las relaciones sociales
capitalistas separando a las personas del control de sus propias condiciones de
producción y, por último, de sus propias vidas.
Referencias bibliográficas
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Notas
- Los politólogos Carl Friedrich y Zbigniew Brzezinski son referentes de la utilización del término totalitarismo en las ciencias sociales, definiendo como paradigmas de este modelo político a los regímenes de la Unión Soviética y los fascismos de la primera mitad del siglo pasado.
- “Tercera vía” es el nombre que se ha dado a una variedad de aproximaciones teóricas y propuestas políticas que, en general, sugieren un sistema económico de economía mixta, y el centrismo o reformismo como ideología.
- La doctrina burguesa jurídico-política consta de dos grandes apartados hoy: la doctrina del Estado de derecho y la doctrina de la separación de los tres poderes del Estado.
- Otto Rühle, comunista de izquierda alemán que se unió al Partido Social Demócrata Alemán en 1900 y votó junto a Karl Liebknecht contra los créditos de guerra en el Reichstag en 1915 y fue un miembro de la Liga Espartaco hasta 1917.
- http://www.inredh.org/archivos/pdf/escenarios_crimina- lizacion_defensoresydefensoras.pdf
- Corte IDH, Opinión Consultiva OC-5/85 del 13 de noviembre de 1985 sobre colegiación obligatoria de periodistas.
- Emilio Gentile es un historiador italiano especializado en los temas de las religiones políticas, el totalitarismo y el fascismo.
- Ama-gi es una palabra sumeria que expresa la manumisión de los esclavos. Traducida literalmente, significa “retorno a la madre” en la medida que los antiguos esclavos “retornaban a sus madres” cuando recobraban su libertad.
1 comentario:
Excelentes articulos he vivido en Loja y lo he podido comprobar.
Marcos Gutiérrez
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