Por Decio Machado / Revista La Brecha Uruguay
La autoproclamación presidencial de Juan Guaidó -el pasado 23 de enero- inauguró un ciclo nuevo político en Venezuela. Se puede afirmar que es la primera vez, desde que el 2 de febrero de 1999 Hugo Chávez fuese investido presidente, el gobierno venezolano realmente siente la presión internacional a la que esta siendo sometido. Hoy, gran parte del establishment bolivariano teme que los impactos de su actual aislamiento internacional supongan un mayor deterioro de la economía nacional y el comienzo de una primavera venezolana que liquide definitivamente un régimen desde hace años sin legitimidad social.
A nivel global el mundo se ha dividido en torno a Venezuela: por un lado, apoyando a Guaidó están los Estados Unidos y la mayoría de los países de América Latina junto al Parlamento Europeo y los países más importantes del viejo continente; mientras las diplomacias de la República Popular China y de Rusia, así como gran parte de la izquierda regional y global intentan aún sostener al régimen de Nicolás Maduro.
Para la mayoría de analistas, especialmente los que se identifican con el lado progresista, asistimos a un nuevo orden geopolítico donde tantos los intereses humanitarios como los derechos democráticos y políticos están en disputa en Venezuela. Con base en esto se hacen grandilocuentes alegatos respecto a la libre autodeterminación de los pueblos y el derecho a la no injerencia extranjera en conflictos internos.
De igual manera, desde estas sensibilidades se considera que el elemento fundamental que motiva la presión política de Estados Unidos sobre Venezuela es su interés por controlar las reservas petrolíferas en la extensa Faja del Orinoco. De hecho, Estados Unidos a la fecha de hoy es el principal importador de petróleo venezolano.
Sin embargo y sin restar valor a lo anterior, un análisis serio sobre la crisis a lo interno de Venezuela requiere de un nivel de profundidad que no suele recogerse bajo parámetros estrictamente ideológicos y de barricada.
Autoproclamación de Juan Guaidó
La concatenación de hechos segundos después de que Juan Guaidó se autoproclamase presidente encargado refleja claramente que había un concierto internacional armado entre el joven legislador, su partido Voluntad Popular y varios actores internacionales. La inmediatez de los reconocimientos de Donald Trump y Luís Almagro -Estados Unidos y OEA respectivamente- así lo demuestran. De igual manera, la rápida puesta en escena del Grupo de Lima y de forma más tibia de determinados países de la Unión Europea son el fruto de como se calentaron las líneas de comunicación diplomática auspiciadas desde Washington.
El drama venezolano radica en que el gobierno de Maduro y el supuesto de Guaidó carecen de legitimidad democrática. Gran parte de la comunidad internacional no reconoció nunca el último proceso electoral venezolano, tampoco las Naciones Unidas y menos aún los propios venezolanos. Tras indicadores de participación por encima del 75% en los comicios electorales anteriores, en las elecciones presidenciales del pasado 20 de mayo en Venezuela apenas participaron el 46% de los electores y solo respaldaron a Nicolás Maduro 6,2 millones de electores de un censo electoral de 20,5 millones, todo ello inmerso en una lógica de coerción, fraude e irregularidades que distan mucho del debido proceso democrático. Es así que Venezuela registró la abstención más alta de su historia desde la llegada de la democracia al país en 1958.
Sin embargo, lo anterior no legitima a Guaidó. Los gobiernos internacionales que le han reconocido como presidente encargado argumentan su posición con base en un artículo constitucional -el 233- que tiene su fundamento sobre un posible vacío de poder en la poltrona presidencial. Hablemos claro, en el Palacio de Miraflores no existe vacío de poder alguno, sino un poder ilegítimo en la medida en que no está avalado por la mayoría de la población.
Injerencia extranjera en el país
Pese al interés desde Washington en el derrocamiento de Maduro, cabe señalar que Estados Unidos lejos está de necesitar el petróleo venezolano. El desarrollo del shale oil estadounidense le ha permitido al gigante del norte ser un país casi autosuficiente en materia de crudo, tal y como lo fue antaño la Unión Soviética. En este sentido, el interés sobre la explotación y comercialización del crudo en el subsuelo de la Franja del Orinoco responde a intereses corporativos privados, no solo de las transnacionales extractivas norteamericanas, sino del mundo entero.
Más allá de las amenazantes declaraciones de Donald Trump, en Washington existe escaso interés en plantearse cualquier tipo de intervención militar masiva en territorio venezolano. En el Pentágono son conscientes que un guerra civil en Venezuela donde los Estados Unidos estén implicados sería un caos generalizado y con un fuerte riesgo de aparición de grupos paramilitares incontrolados dado el reparto de armas realizado por el régimen. Más que una guerra de perfil binario, los Estados Unidos podrían estarían enfrentando un proliferación de frentes locales más al estilo de lo que sucedió en Irak que el tan recurrido argumento izquierdista de Vietnam.
Pero además, Washington es consciente también de que la mayoría de la población norteamericana está lejos de avalar la participación de su país en un conflicto armado de estas características. En paralelo, si algo está caracterizando al gobierno de Trump es su escaso interés en articular una política internacional inteligente y posicionada con eje en la defensa de los intereses estadounidenses y el de sus aliados en el mundo. Ahí está la retirada de tropas de Siria y la reducción de unidades militares en Afganistán, ambos hechos cuestionados mayoritariamente por demócratas y republicanos en el Capitolio.
Hablemos claro. Desde los sucesos del 11S de 2001 la política exterior estadounidense se ha despreocupado de América Latina. Su injerencia en asuntos como el golpe de Estado en Honduras y el intento de compartir el uso de bases colombianas por parte de tropas estadounidenses -ambas cuestiones en el año 2009- ha sido puntual. Quizás por ello fue posible un ciclo políticamente progresista en el subcontinente sin derramamiento de sangre.
Así las cosas, las declaraciones de Donald Trump y la presión estadounidense sobre Venezuela -más allá de buscar ir liquidando elementos residuales del ciclo progresista- podría responder a rearticular las bases más ultraconservadoras del Partido Republicano. Esas que ya no encuentran hoy una Bahía de Cochinos por invadir y siente decepción respecto a un hipotético y gigantesco muro imaginario que no se plasma en realidad y que Trump instaló en sus subconscientes durante la campaña electoral bajo una lógica de guerra contra el supuesto enemigo de la migración.
Por otro lado, entender el alineamiento de posiciones geopolíticas en torno a la crisis venezolana bajo una lógica de “bad cops” (Trump, Almagro, Grupo de Lima…) versus “good cops” (Rusia, China, Turquía, México, Uruguay…) es una simplicidad.
Pero existe un reverso de la geopolítica que apoya a Maduro y donde aparecen potencias mundiales como la Federación Rusa y la República Popular China. Ambos, cabe decirlo, rentabilizando jugosos contratos de ventas de armamento durante los últimos quince años.
En el caso ruso la cosa es sencilla. Soportan el 5% de la deuda pública externa del país, llevan dos décadas invirtiendo más de 17.000 millones en el país principalmente mediante la petrolero estatal rusa Rosneft y ahora corren el riesgo de que un nuevo gobierno más amigo de Washington que de Moscú les generé problemas de cobro.
Por su parte, la República Popular de China vive una situación similar. En los últimos diez años Beijing ha inyectado en la economía china más de 62.000 millones de dólares, es decir, el 53% del monto total invertido o prestado en formato de créditos en América Latina. Los actuales 23.000 millones de dólares de deuda externa venezolana en manos chinas correrían peligro en el caso hipotético de que un régimen pro-estadounidense le pasase factura a Xi Jinping por haber sido el balón de oxigeno bolivariano durante la última década.
Grupo de contacto sobre Venezuela
Así las cosas, no es de sorprender que la reciente reunión del grupo de contacto sobre Venezuela en Montevideo haya sido un fracaso. Este hecho se visualiza en que su declaración final que no fue adoptada de forma unánime por el conjunto de países participantes.
No será la diplomacia internacional quienes ayuden al pueblo venezolano a resolver su problema interno. De hecho, las sanciones económicas y la intervención sobre Citgo y PDVSA que se realiza en el exterior incrementarán la penuria en la que se hayan los venezolanos, penuria a la que han sido sometidos por un gobierno sostenido económicamente también por billeteras extranjeras.
Una salida sin derramamiento de sangre y sin injerencia extranjera solo será posible en Venezuela si es que desde la sociedad se es capaz de articular una tercera vía que no responda a las lógicas hoy en conflicto.
Venezuela necesita su primavera!!!
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