Publicado en Revista PLANV
El 15 de septiembre se cumplirá el noveno aniversario
de la quiebra de Lehman Brothers, la que fuera una de las mayores compañías de
servicios financieros del planeta, oficializándose la más grande crisis de la historia
del capitalismo tras el crack de 1929.
Sus consecuencias fueron múltiples, destacándose
entre ellas una profunda escasez de liquidez que implicó grandes inyecciones de
dinero en efectivo desde los bancos centrales de todo el mundo a los sistemas financieros
privados, una crisis alimentaria que afectó a las regiones más pobres del
planeta –especialmente a países como Malaui, Zambia y Zimbaue-, junto a
diversos derrumbes bursátiles y un cataclismo económico de magnitud global
cuyos efectos aún persisten en la actualidad.
Tras ello, los principales países afectados
decidieron aplicar un programa de políticas de estímulo buscando dinamizar sus
respectivas economías nacionales. Para evitar la deflación (exceso de oferta
que genera caída de precios y recesión) que podrían conllevar este tipo de
medidas, la Reserva Federal de los Estados Unidos en coordinación con el Banco
de Inglaterra bajó los tipos de interés hasta cero y empezó a aplicar lo que se
ha venido en denominar Quantitative Easing: un programa de compras expendida de
activos buscando contribuir al incremento de la producción, el consumo y los precios
en las economías globales.
Pese a las políticas expansivas aplicadas por los
países desarrollados cabe indicar que históricamente nunca las recuperaciones
poscrisis han sido tan lentas como la que vivimos en la actualidad. Larry
Summers, quien ejerciera como Secretario del Tesoro en la época de Bill Clinton
y posteriormente como asesor de Barak Obama, ha llegado a desarrollar la
llamada tesis del “estancamiento secular”, según la cual el tipo de interés de
equilibrio en la economía habría bajado tanto que las políticas monetarias
ultraexpansivas ya no serían suficientes para estimular la demanda, llegándose
a la conclusión de que el crecimiento sólo se consigue ya por medio de burbujas
que tras estallar vuelven a generar una economía maltrecha.
En realidad es un hecho que las medidas aplicadas de
flexibilización cuantitativa, las cuales han significado la inyección de miles
de millones de dólares en el sistema financiero privado mundial generando tasas
de interés más bajas y buscando estimular al capital financiero para invertir
en la economía real, han sido en la práctica un fracaso. ¿Cómo explicar sino
que tras nueve años de período poscrisis la inversión siga estando muy por
debajo de donde estaba antes del 2008 y además se carezcan de grandes estímulos
en la economía global?
Así y pese a que los tipos de interés han estado
bajando desde 1982 a escala planetaria, gran parte de los endeudamientos
público globales existentes en la actualidad son el fruto de cómo se ha dado
respuesta a la salida de la última crisis, lo que ha hecho que durante este año
el volumen global de la deuda alcanzase un nuevo récord de 217 billones de
dólares, lo que equivale al 327% del PBI mundial según datos del Institute of
International Finance. Lo anterior implica un incremento del 46% respecto al
volumen de deuda existente diez años atrás.
Pese a que la mayoría de los gurús del sistema
capitalista dediquen gran parte de sus alocuciones públicas a llamar a la calma
a la ciudadanía planetaria, es evidente que estamos abocados, más temprano que
tarde, a un fuerte colapso del sistema financiero internacional. En la memoria
de muchos está la década de 1990, cuando la burbuja de la deuda soberana de
países como Indonesia, Tailandia o Corea del Sur, sumada a un default por parte de Rusia,
desencadenaron una grave crisis en los mercados emergentes.
Si bien la deuda es la clave del arco del desarrollo
económico mundial en los últimos treinta y cinco años, tras la crisis
financiera de 2008, la banca de los países emergentes volvió a abrir el grifo del
crédito a hogares y al sector corporativo. Desde 2009, el nivel medio de deuda
privada en las economías emergentes ha pasado del 75% al 125% del PIB según
datos del Bank for International Settlements. Países como China y Brasil tienen
niveles de deuda privada del doble del tamaño de sus economías.
Volviendo a la deuda pública, cabe indicar que la
mayoría de esta -emitida por los países occidentales y Japón- está en manos de
sus respectivos bancos centrales, llegando algunos de estos bancos a comprar
otros tipos de activos que no son ni renta fija ni privada. Estamos ante una
transformación del sistema económico capitalista, donde el discurso de la no
intervención del Estado en la economía dejó de tener valor para sus defensores
inteligentes, ahora el Capital y las grandes corporaciones necesitan al Estado
para sobrevivir.
Lo que tenemos en la actualidad es un ritmo de
crecimiento muy inferior al de antes de la crisis, un incremento permanente de
la desigualdad global, una tendencia generalizada al elevado desempleo y un
nivel de endeudamiento que supera por más de tres veces el volumen real de la
economía mundial.
En definitiva, la ingente cantidad de deuda con
rendimiento negativo y los inflados balances de los bancos centrales, cada vez
más cargados de deuda soberana sin que la economía global termine de despegar,
plantea de forma inevitable la hoja de ruta hacia un burbuja de deuda. Estamos,
como ya vaticinó Bill Gross -CEO del Pacific Investment Management y uno de los
“duros” internacionales en renta fija- ante una “supernova a punto de
estallar”.
Los bonos soberanos constituyen en este momento
probablemente una de las mayores burbujas de la historia financiera, donde un
escenario alternativo de repunte inflacionario significaría una corrección de
tal envergadura y dramatismo de los precios de la deuda pública, que sus
gestores deberían dedicar una parte de la cartera a cubrir este riesgo de cola.
Pese a que el sistema financiero se autodefina como mucho más sólido de lo que
lo era en 2008, exista abundante liquidez y menos apalancamiento, las
condiciones están dadas para que el pinchazo pueda llegar a tener dimensiones
apocalípticas.
Hablando claro, desde que Marx escribiera los Grundisse sabemos que la tendencia hacia
crisis cíclicas es una ley inherente al capitalismo. Es un hecho indiscutible
que el sistema capitalista ha generado periódicamente docenas de crisis
cíclicas por lo menos desde 1825, cuando la primera auténtica crisis de sobreproducción
internacional golpeó el planeta. Ahora bien, la forma en la que se desató la
crisis del 2008, a diferencia de otras anteriores, demuestra que el sistema
económico global ya no es tan sólido como lo era antaño, condición que hace que
su recuperación sea muy lenta, altamente conflictiva y conlleve una crisis a
futuro que tendrá aun peores consecuencias.
En este sentido, es de esperar que el sistema
monetario internacional esté abocado al fracaso, pues en este momento la deuda
global no se está pagando sino que está siendo sistemáticamente renovada. Sin
embargo, llegará el momento en que será imposible dilatar por más tiempo la
necesidad de afrontar dichas obligaciones. A su vez, la reducción de gastos en
bienes de inversión está provocando el descenso de la tasa de crecimiento de la
productividad de la economía planetaria como consecuencia de que los fondos
acumulados por las grandes corporaciones están siendo canalizados hacia actividades
especulativas como la recompra de acciones y fusiones.
En definitiva, tenemos la combinación perfecta para
una nueva implosión del sistema capitalista mundial, mientras algunos teóricos liberal
economicistas siguen gastando tinta, afectados sin duda por algún mal hepático,
sobre los fallidos modelos basados sobre la intervención del Estado como eje
regulador de la economía.
En cualquier sistema caótico existen crisis pero no son periódicas y en eso está equivocado Marx. En cuanto a la actual crisis global, no es fundamentalmente financiera sino energética, de recursos naturales y climática.
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