AMÉRICA CENTRAL // EL ASESINATO DEL MONSEÑOR ROMERO Y LA MASACRE DE LA UCA FUERON LOS CASOS MÁS SONADOS DE LA GUERRA CIVIL
Con la llegada del FMLN al poder, importantes sectores de población reclaman la derogación de la Ley de Amnistía de 1993, que garantizó la impunidad a los responsables de miles de crímenes.
Decio Machado // desde El Salvador
A raíz de los recientes actos de homenaje a Monseñor Óscar Arnulfo Romero y a los “mártires de la UCA”, diversas voces se levantan en El Salvador exigiendo una justicia que ha sido negada durante más de 20 años, traicionando incluso el espíritu que se recogía en los Acuerdos de Paz de Chapultepec firmados en enero de 1992.
La guerra civil salvadoreña se prolongó entre 1980 y 1992 y dejó un legado de 70.000 muertos y 7.000 desaparecidos, la mayoría civiles a manos de las fuerzas militares, policía y los escuadrones de la muerte organizados desde ARENA, partido político que gobernó durante 20 años consecutivos hasta el 1 de junio del presente año, fecha en la que tomó posesión como presidente Mauricio Funes por el FMLN.
El asesinato de Monseñor Romero, definido popularmente como “la voz de los que no tienen voz”, se cometió mientras oficiaba una misa en la capilla del Hospitalito de la Divina Providencia el 24 de marzo de 1980. El informe de la Comisión de la Verdad
(auspiciado por la ONU) implicó a los escuadrones de la muerte en su asesinato y en especial a su fundador, Roberto D’Aubuisson, también fundador de ARENA.
Para el padre José María Tojeira, rector de la Universidad Centroamericana (UCA), “el asesinato de Monseñor Romero fue el signo de la apertura de la guerra civil, precisamente el intento de destruir en su persona la misericordia y la racionalidad pacífica que él representaba”.
El pasado 26 de noviembre, la Audiencia Nacional española llamó a declarar al actual viceministro de Justicia de El Salvador, Henry Campos, así como al Magistrado de la Corte Suprema, Sidney Blanco, por el asesinato de seis jesuitas en la UCA el 16 de noviembre de 1989. Ambos fueron los fiscales encargados de la acusación en el proceso
que se llevó a cabo en El Salvador a raíz de la masacre. En estos hechos fueron brutalmente asesinatos los sacerdotes hispano-salvadoreños Ignacio Ellacuría (entonces rector de la UCA), Ignacio Martín Baró (vice rector), junto a otros tres religiosos españoles y uno salvadoreño, al igual que una trabajadora doméstica y su hija de 16 años que en aquel momento se encontraba en la residencia de estos. Según los declarantes, “el juicio fue controlado y se hizo responsable a los intermediarios exculpando a los autores y a los dirigentes de los asesinatos”.
Impunidad garantizada
Por ello, fueron condenados a 30 años tan solo dos oficiales, liberados 14 meses después, en 1993, tras promulgarse la Ley de Amnistía.
Según documentos desclasificados por la CIA en 2001, dicho asesinato se gestó premeditadamente durante los tres días previos, la orden fue emitida por el general René Emilio Ponce, entonces Jefe del Estado Mayor, tras una reunión el día de antes con el presidente salvadoreño, Alfredo Cristiani, y el ministro de Defensa, general Rafael Humnero Larios en las dependencias del Estado Mayor, a unos 500 metros de
la UCA y donde permanecieron durante los hechos. Los documentos de la CIA indican que el Departamento de Estado tenía constancia previa de la masacre, a través de un informe denominado Ellacuría assassination emitido el día antes por William
Walker, quien era embajador de los EE UU en El Salvador. En la trama también estaba el mayor del ejército Roberto D’Aubuinson.
Según el informe de Walker, D’Aubuison había dado orden implícita de “limpiar el nido de subversivos en la UCA”. D’Aubuison murió en 1992 de cáncer sin que nunca
fuese juzgado por sus crímenes.
El 16 de noviembre pasado, en el aniversario de los 20 años de la ‘Masacre de la UCA’, el Gobierno de Mauricio Funes homenajeó póstumamente a los jesuitas asesinados
por su labor académica y su contribución al proceso de paz culminado en 1992. Según Funes, “hoy, 20 años después de su cruel asesinato, poner en las manos de los familiares y compañeros (…) el ayor reconocimiento que concede este país, como es la Orden José Matías Delgado, significa, para mí, retirar un velo espeso de oscuridad
y mentiras para dejar entrar la luz de la justicia y la verdad”.
Estos dos crímenes cometidos contra sacerdotes marcaron los extremos de la guerra salvadoreña: en 1980 con el asesinato de Monseñor Romero, se definía el nivel de
violencia y brutalidad que evidenciaba la oligarquía salvadoreña en aras a mantenerse en el poder; y con el de los jesuitas de la UCA, en 1989, se obligó ante el estupor internacional a que los EE UU cerraran gran parte de la ayuda al ejército
salvadoreño, lo que obligó a la apertura de la vía de negociación.
Entre ambos, miles de asesinatos y masacres cometidos con extrema violencia contra la población civil, sin juicios ni castigos. Bajo la retórica de no abrir puertas al pasado todos los intentos de investigar fueron obstaculizados por la jerarquía
militar y política, así como por el Estado quien sigue negando su obligación de investigar los hechos.
Para Violeta Valles, prestigiosa jurista salvadoreña, “el nuevo Gobierno llegó de la mano de un candidato que hizo campaña repitiendo que su inspiración era Monseñor Romero, pero que ha rehuido de su obligación moral de exigir investigaciones, de
ordenar que se abran los archivos del ejército y de buscar mecanismos para investigar los crímenes de guerra, aferrándose a contradecir las resoluciones de la Comisión Interamericana de DD HH que exige que se derogue la Ley de Amnistía”.
Según Benjamín Cuéllar, el director del Instituto de Derechos Humanos de la UCA (IDHUCA), “la aptitud del ejército es cuestionable porque siempre se ha negado a colaborar con la Justicia para la suspensión de la impunidad, un punto que sí estaba
en los Acuerdos de Paz. Lo que no estaban eran las amnistías y las prescripciones de delitos para no investigar”. Cuellar defiende que “la Ley de Amnistía debe ser derogada: primero, por razones éticas y de dignidad de las víctimas, porque esa ley
siempre ha sido el argumento para no hacer nada; segundo, porque el Estado tiene que cumplir con el mandato de la Comisión Interamericana que lo exige; y tercero, porque la ley impide la reconciliación nacional, al ser la piedra que impide que avancemos
hacia una sociedad de paz, con justicia y conciliada”.
Artículo publicado en el periódico DIAGONAL con fecha 9 de diciembre de 2009
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