Decio Machado / San Salvador (El Salvador)
A raíz de la llegada de Mauricio Funes y el Frente Farabundo Marti de Liberación Nacional (FMLN) al gobierno de la República de El Salvador, múltiples voces de la sociedad salvadoreña se levantan clamando investigaciones y justicia ante los numerosos casos de represión y genocidio que han permanecido ocultos en algunos casos hasta treinta años.
La guerra civil salvadoreña, que se prolongó entre 1980 y 1992, dejó un legado de 70.000 muertos y 7.000 desaparecidos, la mayoría civiles a manos de las fuerzas militares, policía y los escuadrones de la muerte organizados desde ARENA, partido político que gobernó durante los últimos 20 años consecutivos hasta el 1 de junio del presente año, fecha en la que tomó posesión como presidente de la República Mauricio Funes por el FMLN.
Asesinatos que marcaron una década
El asesinato del arzobispo de San Salvador
El asesinato de Monseñor Óscar Arnulfo Romero, es un asunto que atraviesa la historia de El Salvador. Este sacerdote, quien fue definido popularmente como “la voz de los que no tienen voz”, fue asesinado mientras oficiaba una misa en la capilla del Hospitalito de la Divina Providencia el 24 de marzo de 1980. El informe de la Comisión de la Verdad, auspiciado por Naciones Unidas, implicó a los escuadrones de la muerte en su asesinato y en especial a su fundador, Roberto D´Aubuisson.
Sobre su legado queda entre otras la famosa frase: “Yo quisiera hacer un llamamiento, de manera especial, a los hombres del ejército. Hermanos, son de nuestro mismo pueblo, matan a sus mismo hermanos campesinos. Y ante una orden de matar que dé un hombre, debe prevalecer la ley de Dios que dice: No Matar”. “Una ley inmoral nadie tiene que cumplirla”, dijo el sacerdote un día antes de su asesinato.
Juan José Tamayo, director de la Cátedra de Teología y Ciencias de las Religiones Ignacio Ellacuría de la Universidad Carlos III nos recordaba: “Mientras la Iglesia era perseguida y sus líderes mas representativos, asesinados, ¿cuál fue la actitud del Vaticano? Yo creo que puede hablarse de cierta complicidad, ya que desde el comienzo condenó la teología de la liberación, impuso silencio a algunos de sus principales cultivadores y los acusó –también a los jesuitas de la UCA- de marxistas sin sentido crítico, de desviarse de la doctrina católica, de politizar la fe y ponerla al servicio de la subversión e incluso de apoyar la violencia”.
En este sentido, se hace interesante recordar las frases cruzadas en la última visita al Vaticano de Monseñor Romero con Juan Pablo II, en las que el ya fallecido Papa le indicaba: “Cuidado, monseñor, que el comunismo ha entrado en la Iglesia!”, a lo que el arzobispo de San Salvador contestó con firmeza: “Santidad, no son los comunistas quienes asesinan a los sacerdotes en El Salvador”.
Para el padre José María Tojeira, rector de la UCA, “el asesinato de Monseñor Romero fue el signo de la apertura de la guerra civil, precisamente el intento de destruir en su persona la misericordia y la racionalidad pacífica que él representaba”.
El actual gobierno salvadoreño ha manifestado su voluntad de poner en marcha la construcción de una plaza estatal en homenaje a Romero y la realización de un video “sobre su vida y legado moral espiritual” con el objetivo de “rescatar su invaluable aporte humanista y preservarlo para futuras generaciones”, al mismo tiempo que indica que estudiará una reparación económica a sus familiares. Todo ello en el marco de cumplimiento de las resoluciones de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos emitidas en el año 2000 y que ningún gobierno de la derecha quiso acatar.
Adelaída Estrada, portavoz de Concertación Monseñor Romero, coordinación de organizaciones sociales que reivindican la figura del sacerdote, nos indica que su organización exige que el presidente Funes pida perdón en nombre del Estado el próximo 24 de marzo (a los 30 años del asesinato) frente a la catedral metropolitana.
Pero más allá de ello, los responsables gubernamentales no han querido definirse sobre la posibilidad de abrir investigaciones y juzgar a los responsables del crimen.
El asesinato de seis jesuitas y dos asistentes en la UCA
El reconocido catedrático salvadoreño y actual Viceministro de Justicia y Seguridad del gobierno de Funes, Henry Campos, así como el Magistrado de la Corte Suprema, Sidney Blanco, declararon ante la Audiencia Nacional española el pasado 26 de noviembre por los asesinatos de los seis jesuitas en la Universidad Centroamericana José Simón Cañas (UCA) acontecido el 16 de noviembre de 1989. Ambos fueron los fiscales encargados de la acusación en el proceso que se llevó a cabo en El Salvador contra nueve militares por este caso. Dicha querella fue promovida por el Center For Justice & Accountability de San Francisco (EEUU) y la Asociación Pro Derechos Humanos en el Estado español.
En estos hechos fueron brutalmente asesinatos los sacerdotes hispano-salvadoreños Ignacio Ellacuría, entonces rector de la UCA, Ignacio Martín Baró, vicerector, junto a otros tres religiosos españoles y uno salvadoreño, al igual que una trabajadora doméstica y su hija de 16 años que en aquel momento se encontraba en la residencia de estos.
Ambos ex fiscales declararon que el proceso tuvo claros “obstáculos en la investigación hacia arriba”, añadiendo que “la investigación se limitó a buscar responsables desde el coronel (Guillermo Alfredo) Benavides hacia abajo”.
A pesar de que en los primeros días tras el asesinato, el gobierno salvadoreño acusó de los homicidios a la guerrilla del FMLN, llegando a decir el entonces presidente Cristiani que los guerrilleros habían reinvidicado los crímenes a través de Radio Venceremos; el coronel Benavides, director de la Escuela Militar de San Salvador y el teniente Yussy Mendoza, fueron condenados a treinta años, aunque ambos liberados catorce meses después, en 1993, tras promulgarse la Ley de Amnistía que perdonó todas las atrocidades cometidas durante la guerra civil en El Salvador.
Pero la declaración de los dos notables ante la Audiencia Nacional es contundente: “el juicio fue controlado y se hizo responsable a los intermediarios exculpando a los autores y a los dirigentes de los asesinatos”.
Según documentos desclasificados por la CIA en el 2001, dicho asesinato se gestó premeditadamente durante los tres días previos, la orden fue emitida por el general René Emilio Ponce, entonces Jefe del Estado Mayor, tras una reunión el día de antes con el presidente salvadoreño entre 1989 y1994, Alfredo Cristiani, y el ministro de Defensa, general Rafael Humnero Larios en las dependencias del Estado Mayor, según consta en el informe de la Comisión de la Verdad (elaborado por NNUU), permaneciendo en el interior del lugar hasta después de que se hubiesen cometido los crímenes (ubicado a unos 500 metros de la UCA). Los documentos de la CIA indican que el Departamento de Estado norteamericano tenía constancia previa de la masacre, a través de un informe denominado “Ellacuría assassination” emitido el día antes por William Walker, quien era embajador de los EEUU en El Salvador cuando se perpetró la masacre. Al hacer relación dicho informe a aliados de los EEUU en El Salvador, el documento iba precedido por clasificaciones de “Secret” y “Nodis” (No Distribution).
De igual manera, del estudio de los documentos desclasificados se deduce, según analistas consultados, que el CESID (la agencia de inteligencia española en aquel momento) también tenía conocimiento o barajaba la misma información que los estadounidenses. El gobierno de Felipe González no cambió a su responsable de inteligencia en El Salvador hasta cinco meses después de los sucesos.
En la trama, según en jefe de la misión diplomática estadounidense, también estaba el mayor del ejército Roberto D´Aubuinson. Según el informe de Walker, D´Aubuison había dado orden implícita de “limpiar el nido de subversivos en la UCA”.
Estos asesinatos se dieron en el marco de la ofensiva guerrillera lanzada por el FMLN en la capital salvadoreña, conocida como operación “Hasta el Tope” y planificada como el asalto final, que no se consumó, debido a que la guerrilla decidió retirarse de San Salvador ante la enorme matanza de civiles en los barrios más humildes que emprendió el ejercito.
El proceso de investigación en el que intervinieron los dos ex fiscales estuvo viciado desde el primer momento. El abogado Mauricio Eduardo Colorado, quien había sido nombrado fiscal general siete meses antes, tras el ajusticiamiento por la guerrilla a su antecesor, llegó a tener profundas diferencias con Blanco y Campos, indicándoles según narran los declarantes que no se tomaran tan a pecho su trabajo, pues en aquella atmósfera de suma tensión era mejor no asomar mucho la cabeza. Según los declarantes en la Audiencia Nacional, “el doctor prácticamente amenazaba a los fiscales con que no insistiéramos en la investigación”. Nos decía: “Miren, los acusados son coroneles y estos no perdonan, no son pollos a los que estén asustando. Son coroneles. Yo les pido que se mantengan al margen y que dejen al juez hacer lo que él quiera”.
El 16 de noviembre del presente año, en el marco del aniversario de los 20 años de la llamada “Masacre de la UCA”, el gobierno de Funes homenajeó póstumamente a los jesuitas asesinados, por su labor académica y su contribución al proceso de paz culminado en 1992. Según Funes, “hoy, 20 años después de su cruel asesinato, poner en las manos de los familiares y compañeros (…) el mayor reconocimiento que concede este país, como es la Orden José Matías Delgado, significa, para mí, retirar un velo espeso de oscuridad y mentiras para dejar entrar la luz de la justicia y la verdad”.
El padre Jon Sobrino, compañero jesuita de los mártires de la UCA, que salvó su vida por estar en ese momento de viaje a Tailandia para dictar unas conferencias, revelaba sobre sus compañeros asesinados 20 años atrás: “reprodujeron en forma real, no intencional o devocionalmente, la vida de Jesús. Su mirada se dirigió a los pobres reales, aquellos que viven y mueren sometidos a la opresión del hambre, la injusticia, el desprecio, y la represión de torturas, desaparecimientos, asesinatos, muchas veces con gran crueldad”.
Por su parte, Roberto D´Aubuinson murió en 1992 de cáncer sin que fuese juzgado por la justicia, es más, los gobiernos arenistas le levantaron un monumento en la zona noble de San Salvador donde reza la leyenda: “El Salvador será la tumba de los comunistas”.
La impunidad en El Salvador
Estos dos crímenes cometidos contra sacerdotes marcaron los extremos de la guerra salvadoreña: en 1980 con el asesinato de Monseñor Romero, se definía el nivel de violencia y brutalidad que evidenciaba la oligarquía salvadoreña en aras a mantenerse en el poder; y con el de los jesuitas de la UCA, en 1989, se obligó ante el estupor internacional a que los EEUU cerraran gran parte de la ayuda al ejercito salvadoreño, lo que significó la apertura de puertas a la vía de negociación.
Entre ambos, miles de asesinatos y masacres cometidos son suma violencia sobre la población civil, sin juicios ni castigos para los responsables.
La retórica de no abrir puertas al pasado ha convertido en infructuosos todos los intentos de investigar. Todos ellos fueron obstaculizados por la jerarquía militar y política, y el Estado ha negado y sigue negando su obligación de averiguar la realidad y la responsabilidad de estos hechos.
Según Benjamín Cuéllar, el director del Instituto de Derechos Humanos de la UCA (IDHUCA), “la aptitud de las Fuerzas Armadas es cuestionable porque siempre se ha negado a colaborar con la Justicia para la suspensión de la impunidad, un punto que si estaba en los Acuerdos de Paz; lo que no estaban eran las amnistías y las prescripciones de delitos para no investigar”, indicando a su vez que, “la Ley de Amnistía debe ser derogada por tres razones: primero, por razones éticas y de dignidad de las víctimas, porque esa ley siempre ha sido el argumento para no hacer nada; segundo, porque el Estado tiene que cumplir con el mandato de la Comisión Interamericana que exige su derogación; y tercero, porque la ley impide la reconciliación nacional, es la piedra que impide que avancemos hacia una sociedad de paz, con justicia y conciliada”.
Con la Ley de Amnistía General, el Estado ha violado el artículo 2 de la Convención Americana, violando igualmente el derecho a conocer la verdad en perjuicio de los familiares de las víctimas y de la sociedad salvadoreña en su conjunto.
El nuevo gobierno llegó de la mano de un candidato que hizo campaña repitiendo que su inspiración era Monseñor Romero, pero que hasta la fecha ha rehuido de su obligación moral de exigir la apertura de investigaciones, de ordenar que se abran los archivos del ejército y de buscar mecanismos para aclarar los crímenes de guerra. Funes, por miedo, se aferra a contradecir las resoluciones de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos que exige a El Salvador que derogue la Ley de Amnistía.
Hoy, los fantasmas del arzobispo de San Salvador, Monseñor Romero, así como los de los seis jesuitas mártires de la UCA, junto a su empleada e hija, se levantan del pasado reclamando justicia. Justicia no solo para ellos, sino para los miles y miles de campesinos, sacerdotes, enseñantes, juristas, académicos, universitarios, niños y mujeres asesinados por los escuadrones de la muerte y por el ejército, con la intención de crear el pánico y evitar así cualquier apoyo a la guerrilla, que hoy es gobierno en el pequeño país salvadoreño.
Romero, Ellacuría y Martin-Baró, entre otros, son mártires de un pueblo, y un símbolo a nivel internacional. El símbolo de la atrocidad que es capaz de cometer el fascismo. Para ello, basta una muestra…
Al cumplir este marzo pasado 80 años el profesor e intelectual Noam Chomsky, un periodista le preguntó qué le daba fuerza para continuar en la lucha. “Imágenes como ésa”, respondió, señalando con la mano un cuadro en el que aparece el arzobispo Romero y los seis jesuitas de la UCA.
A raíz de la llegada de Mauricio Funes y el Frente Farabundo Marti de Liberación Nacional (FMLN) al gobierno de la República de El Salvador, múltiples voces de la sociedad salvadoreña se levantan clamando investigaciones y justicia ante los numerosos casos de represión y genocidio que han permanecido ocultos en algunos casos hasta treinta años.
La guerra civil salvadoreña, que se prolongó entre 1980 y 1992, dejó un legado de 70.000 muertos y 7.000 desaparecidos, la mayoría civiles a manos de las fuerzas militares, policía y los escuadrones de la muerte organizados desde ARENA, partido político que gobernó durante los últimos 20 años consecutivos hasta el 1 de junio del presente año, fecha en la que tomó posesión como presidente de la República Mauricio Funes por el FMLN.
Asesinatos que marcaron una década
El asesinato del arzobispo de San Salvador
El asesinato de Monseñor Óscar Arnulfo Romero, es un asunto que atraviesa la historia de El Salvador. Este sacerdote, quien fue definido popularmente como “la voz de los que no tienen voz”, fue asesinado mientras oficiaba una misa en la capilla del Hospitalito de la Divina Providencia el 24 de marzo de 1980. El informe de la Comisión de la Verdad, auspiciado por Naciones Unidas, implicó a los escuadrones de la muerte en su asesinato y en especial a su fundador, Roberto D´Aubuisson.
Sobre su legado queda entre otras la famosa frase: “Yo quisiera hacer un llamamiento, de manera especial, a los hombres del ejército. Hermanos, son de nuestro mismo pueblo, matan a sus mismo hermanos campesinos. Y ante una orden de matar que dé un hombre, debe prevalecer la ley de Dios que dice: No Matar”. “Una ley inmoral nadie tiene que cumplirla”, dijo el sacerdote un día antes de su asesinato.
Juan José Tamayo, director de la Cátedra de Teología y Ciencias de las Religiones Ignacio Ellacuría de la Universidad Carlos III nos recordaba: “Mientras la Iglesia era perseguida y sus líderes mas representativos, asesinados, ¿cuál fue la actitud del Vaticano? Yo creo que puede hablarse de cierta complicidad, ya que desde el comienzo condenó la teología de la liberación, impuso silencio a algunos de sus principales cultivadores y los acusó –también a los jesuitas de la UCA- de marxistas sin sentido crítico, de desviarse de la doctrina católica, de politizar la fe y ponerla al servicio de la subversión e incluso de apoyar la violencia”.
En este sentido, se hace interesante recordar las frases cruzadas en la última visita al Vaticano de Monseñor Romero con Juan Pablo II, en las que el ya fallecido Papa le indicaba: “Cuidado, monseñor, que el comunismo ha entrado en la Iglesia!”, a lo que el arzobispo de San Salvador contestó con firmeza: “Santidad, no son los comunistas quienes asesinan a los sacerdotes en El Salvador”.
Para el padre José María Tojeira, rector de la UCA, “el asesinato de Monseñor Romero fue el signo de la apertura de la guerra civil, precisamente el intento de destruir en su persona la misericordia y la racionalidad pacífica que él representaba”.
El actual gobierno salvadoreño ha manifestado su voluntad de poner en marcha la construcción de una plaza estatal en homenaje a Romero y la realización de un video “sobre su vida y legado moral espiritual” con el objetivo de “rescatar su invaluable aporte humanista y preservarlo para futuras generaciones”, al mismo tiempo que indica que estudiará una reparación económica a sus familiares. Todo ello en el marco de cumplimiento de las resoluciones de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos emitidas en el año 2000 y que ningún gobierno de la derecha quiso acatar.
Adelaída Estrada, portavoz de Concertación Monseñor Romero, coordinación de organizaciones sociales que reivindican la figura del sacerdote, nos indica que su organización exige que el presidente Funes pida perdón en nombre del Estado el próximo 24 de marzo (a los 30 años del asesinato) frente a la catedral metropolitana.
Pero más allá de ello, los responsables gubernamentales no han querido definirse sobre la posibilidad de abrir investigaciones y juzgar a los responsables del crimen.
El asesinato de seis jesuitas y dos asistentes en la UCA
El reconocido catedrático salvadoreño y actual Viceministro de Justicia y Seguridad del gobierno de Funes, Henry Campos, así como el Magistrado de la Corte Suprema, Sidney Blanco, declararon ante la Audiencia Nacional española el pasado 26 de noviembre por los asesinatos de los seis jesuitas en la Universidad Centroamericana José Simón Cañas (UCA) acontecido el 16 de noviembre de 1989. Ambos fueron los fiscales encargados de la acusación en el proceso que se llevó a cabo en El Salvador contra nueve militares por este caso. Dicha querella fue promovida por el Center For Justice & Accountability de San Francisco (EEUU) y la Asociación Pro Derechos Humanos en el Estado español.
En estos hechos fueron brutalmente asesinatos los sacerdotes hispano-salvadoreños Ignacio Ellacuría, entonces rector de la UCA, Ignacio Martín Baró, vicerector, junto a otros tres religiosos españoles y uno salvadoreño, al igual que una trabajadora doméstica y su hija de 16 años que en aquel momento se encontraba en la residencia de estos.
Ambos ex fiscales declararon que el proceso tuvo claros “obstáculos en la investigación hacia arriba”, añadiendo que “la investigación se limitó a buscar responsables desde el coronel (Guillermo Alfredo) Benavides hacia abajo”.
A pesar de que en los primeros días tras el asesinato, el gobierno salvadoreño acusó de los homicidios a la guerrilla del FMLN, llegando a decir el entonces presidente Cristiani que los guerrilleros habían reinvidicado los crímenes a través de Radio Venceremos; el coronel Benavides, director de la Escuela Militar de San Salvador y el teniente Yussy Mendoza, fueron condenados a treinta años, aunque ambos liberados catorce meses después, en 1993, tras promulgarse la Ley de Amnistía que perdonó todas las atrocidades cometidas durante la guerra civil en El Salvador.
Pero la declaración de los dos notables ante la Audiencia Nacional es contundente: “el juicio fue controlado y se hizo responsable a los intermediarios exculpando a los autores y a los dirigentes de los asesinatos”.
Según documentos desclasificados por la CIA en el 2001, dicho asesinato se gestó premeditadamente durante los tres días previos, la orden fue emitida por el general René Emilio Ponce, entonces Jefe del Estado Mayor, tras una reunión el día de antes con el presidente salvadoreño entre 1989 y1994, Alfredo Cristiani, y el ministro de Defensa, general Rafael Humnero Larios en las dependencias del Estado Mayor, según consta en el informe de la Comisión de la Verdad (elaborado por NNUU), permaneciendo en el interior del lugar hasta después de que se hubiesen cometido los crímenes (ubicado a unos 500 metros de la UCA). Los documentos de la CIA indican que el Departamento de Estado norteamericano tenía constancia previa de la masacre, a través de un informe denominado “Ellacuría assassination” emitido el día antes por William Walker, quien era embajador de los EEUU en El Salvador cuando se perpetró la masacre. Al hacer relación dicho informe a aliados de los EEUU en El Salvador, el documento iba precedido por clasificaciones de “Secret” y “Nodis” (No Distribution).
De igual manera, del estudio de los documentos desclasificados se deduce, según analistas consultados, que el CESID (la agencia de inteligencia española en aquel momento) también tenía conocimiento o barajaba la misma información que los estadounidenses. El gobierno de Felipe González no cambió a su responsable de inteligencia en El Salvador hasta cinco meses después de los sucesos.
En la trama, según en jefe de la misión diplomática estadounidense, también estaba el mayor del ejército Roberto D´Aubuinson. Según el informe de Walker, D´Aubuison había dado orden implícita de “limpiar el nido de subversivos en la UCA”.
Estos asesinatos se dieron en el marco de la ofensiva guerrillera lanzada por el FMLN en la capital salvadoreña, conocida como operación “Hasta el Tope” y planificada como el asalto final, que no se consumó, debido a que la guerrilla decidió retirarse de San Salvador ante la enorme matanza de civiles en los barrios más humildes que emprendió el ejercito.
El proceso de investigación en el que intervinieron los dos ex fiscales estuvo viciado desde el primer momento. El abogado Mauricio Eduardo Colorado, quien había sido nombrado fiscal general siete meses antes, tras el ajusticiamiento por la guerrilla a su antecesor, llegó a tener profundas diferencias con Blanco y Campos, indicándoles según narran los declarantes que no se tomaran tan a pecho su trabajo, pues en aquella atmósfera de suma tensión era mejor no asomar mucho la cabeza. Según los declarantes en la Audiencia Nacional, “el doctor prácticamente amenazaba a los fiscales con que no insistiéramos en la investigación”. Nos decía: “Miren, los acusados son coroneles y estos no perdonan, no son pollos a los que estén asustando. Son coroneles. Yo les pido que se mantengan al margen y que dejen al juez hacer lo que él quiera”.
El 16 de noviembre del presente año, en el marco del aniversario de los 20 años de la llamada “Masacre de la UCA”, el gobierno de Funes homenajeó póstumamente a los jesuitas asesinados, por su labor académica y su contribución al proceso de paz culminado en 1992. Según Funes, “hoy, 20 años después de su cruel asesinato, poner en las manos de los familiares y compañeros (…) el mayor reconocimiento que concede este país, como es la Orden José Matías Delgado, significa, para mí, retirar un velo espeso de oscuridad y mentiras para dejar entrar la luz de la justicia y la verdad”.
El padre Jon Sobrino, compañero jesuita de los mártires de la UCA, que salvó su vida por estar en ese momento de viaje a Tailandia para dictar unas conferencias, revelaba sobre sus compañeros asesinados 20 años atrás: “reprodujeron en forma real, no intencional o devocionalmente, la vida de Jesús. Su mirada se dirigió a los pobres reales, aquellos que viven y mueren sometidos a la opresión del hambre, la injusticia, el desprecio, y la represión de torturas, desaparecimientos, asesinatos, muchas veces con gran crueldad”.
Por su parte, Roberto D´Aubuinson murió en 1992 de cáncer sin que fuese juzgado por la justicia, es más, los gobiernos arenistas le levantaron un monumento en la zona noble de San Salvador donde reza la leyenda: “El Salvador será la tumba de los comunistas”.
La impunidad en El Salvador
Estos dos crímenes cometidos contra sacerdotes marcaron los extremos de la guerra salvadoreña: en 1980 con el asesinato de Monseñor Romero, se definía el nivel de violencia y brutalidad que evidenciaba la oligarquía salvadoreña en aras a mantenerse en el poder; y con el de los jesuitas de la UCA, en 1989, se obligó ante el estupor internacional a que los EEUU cerraran gran parte de la ayuda al ejercito salvadoreño, lo que significó la apertura de puertas a la vía de negociación.
Entre ambos, miles de asesinatos y masacres cometidos son suma violencia sobre la población civil, sin juicios ni castigos para los responsables.
La retórica de no abrir puertas al pasado ha convertido en infructuosos todos los intentos de investigar. Todos ellos fueron obstaculizados por la jerarquía militar y política, y el Estado ha negado y sigue negando su obligación de averiguar la realidad y la responsabilidad de estos hechos.
Según Benjamín Cuéllar, el director del Instituto de Derechos Humanos de la UCA (IDHUCA), “la aptitud de las Fuerzas Armadas es cuestionable porque siempre se ha negado a colaborar con la Justicia para la suspensión de la impunidad, un punto que si estaba en los Acuerdos de Paz; lo que no estaban eran las amnistías y las prescripciones de delitos para no investigar”, indicando a su vez que, “la Ley de Amnistía debe ser derogada por tres razones: primero, por razones éticas y de dignidad de las víctimas, porque esa ley siempre ha sido el argumento para no hacer nada; segundo, porque el Estado tiene que cumplir con el mandato de la Comisión Interamericana que exige su derogación; y tercero, porque la ley impide la reconciliación nacional, es la piedra que impide que avancemos hacia una sociedad de paz, con justicia y conciliada”.
Con la Ley de Amnistía General, el Estado ha violado el artículo 2 de la Convención Americana, violando igualmente el derecho a conocer la verdad en perjuicio de los familiares de las víctimas y de la sociedad salvadoreña en su conjunto.
El nuevo gobierno llegó de la mano de un candidato que hizo campaña repitiendo que su inspiración era Monseñor Romero, pero que hasta la fecha ha rehuido de su obligación moral de exigir la apertura de investigaciones, de ordenar que se abran los archivos del ejército y de buscar mecanismos para aclarar los crímenes de guerra. Funes, por miedo, se aferra a contradecir las resoluciones de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos que exige a El Salvador que derogue la Ley de Amnistía.
Hoy, los fantasmas del arzobispo de San Salvador, Monseñor Romero, así como los de los seis jesuitas mártires de la UCA, junto a su empleada e hija, se levantan del pasado reclamando justicia. Justicia no solo para ellos, sino para los miles y miles de campesinos, sacerdotes, enseñantes, juristas, académicos, universitarios, niños y mujeres asesinados por los escuadrones de la muerte y por el ejército, con la intención de crear el pánico y evitar así cualquier apoyo a la guerrilla, que hoy es gobierno en el pequeño país salvadoreño.
Romero, Ellacuría y Martin-Baró, entre otros, son mártires de un pueblo, y un símbolo a nivel internacional. El símbolo de la atrocidad que es capaz de cometer el fascismo. Para ello, basta una muestra…
Al cumplir este marzo pasado 80 años el profesor e intelectual Noam Chomsky, un periodista le preguntó qué le daba fuerza para continuar en la lucha. “Imágenes como ésa”, respondió, señalando con la mano un cuadro en el que aparece el arzobispo Romero y los seis jesuitas de la UCA.
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