Por Decio Machado
Revista PlanV
El
cada vez más rápido desarrollo tecnológico es claramente constatable en el
ámbito de la información y comunicación. Así vemos como a la radio le tomó
treinta y ocho años alcanzar una audiencia de 50 millones de personas, mientras
que a la TV tan solo trece, al internet cuatro, al Facebook dos y a Google +
escasamente ochenta y ocho días.
Desde
la perspectiva de la política institucional, en menos de cinco décadas pasamos
de la era de la TV, con aquel mítico primer debate político (1960) donde un joven
y bronceado John F. Kennedy derrotó por nocaut
a un veterano y sudoroso Richard Nixon, a la era del internet con la Política
2.0 de Barak Obama (2008).
Cuando
en 1991 Tim Berners-Lee logró vincular la tecnología de hipertexto al internet
con la creación de la World Wide Web
(www), se fundaron las bases de un nuevo tipo de comunicación en redes. Esto
transformó, entre otras cosas, el mundo del marketing político y la comunicación,
caducando el viejo modelo de comunicación unidireccional y secuencial donde
unos pensaban, otros analizaban y otros comunicaban.
Las
nuevas plataformas interactivas entraron en escena con la promesa de convertir
la cultura en un ámbito más “participativo”, “basado en el usuario” y “de
colaboración”. Ejemplo de esto sería la experiencia de Wikipedia, a través de
la cual Jimmy Wales y Larry Sanger alteraron la paz en las tumbas de Copérnico
y Galileo, volviendo a convertir al mundo en plano/horizontal con un proyecto
que goza ya de más de 45 millones de artículos en 287 idiomas construido de
forma desinteresada y colaborativa por cientos de miles de internautas en red.
La
jerga comunalista que caracteriza las principales palabras clave empleadas en
la red (social, colaboración, amigos, comunidad…) tiene que ver con las
primeras visiones utópicas establecidas en este mundo, donde muchos lo
consideramos como nuevos experimentos ciudadanos aplicables a la reinvención de
la democracia. De esta manera se estableció un parteaguas dialectico, donde
estar “bien relacionado” significa en el mundo offline tener relaciones que resultan valiosas en virtud de su
cualidad y condición, mientras que en el mundo online su importancia está en la posibilidad mantener un sinnúmero
de relaciones interpersonales y la gestación de comunidades más allá de limitantes
geográficas.
En
una nueva realidad donde el acceso a la información es prácticamente
instantáneo, la sociedad se convirtió en oblicua. Cualquier receptor de
información es además emisor, superándose el proceso tradicional de aprendizaje,
de importación/exportación, para entrar en el de creación múltiple y colectiva,
superadora de fronteras y transversal.
En
este sentido, hablar de tecnopolítica es hablar del uso táctico y estratégico
de las herramientas digitales para la organización, comunicación y acción
colectiva. Nos encontramos entonces ante una suerte de nuevas prácticas
políticas, lo que obliga a entender la comunicación de una forma diferente tanto
desde el Estado, como de los partidos políticos y las multitudes, comprendiendo
a estas últimas desde su sentido spinozista, es decir, la forma de existencia
política y social de los muchos en cuanto muchos en su pluralidad.
Sin
embargo, la política ecuatoriana muestra notables limitaciones para entender,
beneficiarse y beneficiarnos al conjunto de la sociedad con estas nuevas
herramientas.
Basta
hacer un análisis del uso de las redes sociales por parte de las instituciones
y los políticos del país para visualizar que estas son utilizadas para lanzar
mensajes pero no para escuchar. La multitud, ciudadanía en su versión
ecuato-institucional, sigue estando abajo mientras arriba se perpetúa una élite
política que -lejos de distinguir entre forma y fondo- entendió el uso de estas
nuevas herramientas desde una perspectiva simplista de aggiornamiento, es decir, como la incorporación de una nueva
técnica para hacer exactamente lo mismo que ya anteriormente hacía.
Es
de esta manera que la institucionalidad sepulta los mayores potenciales que
brindan estas nuevas herramientas tecnológicas: su función interactiva con la
ciudadanía; la generación de foros virtuales para el debate, aprendizaje mutuo
y construcción de consensos; o el impulso a movimientos cibernéticos como una
nueva forma de organización política ciudadana.
En
la práctica, cuando nuestros políticos son increpados de forma continuada por
un internauta lo más habitual es que lo bloqueen, eliminando cualquier
posibilidad de feedback y lejos de
hacer el más mínimo esfuerzo por entender la base del cuestionamiento al que es
sometido. Esto convierte a las redes sociales en la más áspera justificación de
la libertad de expresión, pues no implica generar la más mínima cultura de
diálogo.
Dado
que el capitalismo no es más que una cultura de buscavidas, en este entorno
aparecieron, ¿cómo no?, locuaces vendedores de espejitos digitales. Estos,
mediante la creación de costosas herramientas destinadas al monitoreo y
presencia en redes detectan las tendencias del “comportamiento de manada” que
hace que la gente se apropie de determinados mensajes que resultan relevantes y
que pasan a ser masivamente replicados. El objetivo de tal quehacer no es otro
que la clasificación de cuentas y perfiles desde una lógica de control y
estigmatización, lo que orwellianamente podríamos definir como la construcción
de una “policía del pensamiento” que lejos está de buscar la comprensión de lo
que está ocurriendo en las redes como un transmisor de percepciones sociales.
El
absurdo sorprende dado que tanto instituciones como partidos suelen realizar
una notable inversión en investigación social buscando saber que piensa la
sociedad sobre ellos, pero ignoran la comprensión de los mensajes que se
transmiten desde las redes sociales, los cuales deberían ser decodificados para
entender como comunicar mejor con las multitudes y nutrirse de ellas. La
consecuencia de lo anterior es evidente: los políticos e instituciones
ecuatorianas no comunican bien pese a que piensen lo contrario, carecen de
emotividad en sus mensajes y están muy lejos de generar enlaces con los
sectores profesionales y los más jóvenes de la sociedad (targets mayoritario en
redes). Sin duda el mundo empresarial entendió mejor la tecnopolítica que los
políticos…
Basta
chequear las cuentas de nuestros políticos para ver como su comunicación sólo
genera efectos positivos en su público cautivo –simpatizantes de sus tiendas
políticas-, replicando los mensajes de sus seguidores bajo una lógica de
autoadulación. Inconsecuentemente, donde más impactan los posicionamientos en
redes de los políticos más notables es precisamente en los medios
tradicionales, quienes suelen hacer referencia a sus mensajes más conflictivos.
Esto
se agrava en lo referente a los partidos políticos, quienes tras costosas
campañas electorales -donde contratan técnicos para construir comunidades de
receptores y replicadores de sus mensajes- les olvidan, en lugar de sacar
rédito de ese capital político tanto para el desarrollo de la gestión pública
como para ejercer una oposición de mejor calidad y sintonizada con la sociedad.
Los
partidos políticos, esas entidades ectoplásmicas que sufrimos de forma
permanente pese a que su materialización es esporádica -apenas aparecen cuando
necesitan del voto-, no son estructuras diseñadas para aprender, lo cual las
convierte en resistentes a todo lo que signifique innovación. Los partidos se
miden bajo una lógica que se limita a competir por espacios de poder, es decir,
su importancia esta en función de cuando espacio institucional ocupan. Esto les
lleva a no comprender que en el mundo de hoy se deben producir nuevas formas de
organización en red y nuevas maneras que crear contenido e ideas, lo que pone
en cuestión sus arcaicas estructuras organizativo piramidales, el modelo de sus
convenciones o congresos, así como el propio sistema de delegación que implica
la democracia representativa.
Lo
anterior nos lleva a enunciar que más que una brecha tecnológica, en Ecuador lo
que hay es una brecha mental entre la institucionalidad política y la sociedad,
lo que más temprano que tarde esto traerá consecuencias. Nuestro establishment
político determina empíricamente un supuesto cuya resolución ya intuíamos: el
uso de teléfonos inteligentes no hace al usuario necesariamente inteligente.
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