domingo, 13 de octubre de 2019
País de lucha
El estallido popular desencadenado por las exigencias del Fmi sacude a un país en transición y pone en jaque al gobierno de Lenín Moreno. Enfrentado tanto a la actual administración como a la oposición correísta, un renovado movimiento indígena lidera las protestas con una ambiciosa
plataforma de reivindicaciones.
Por Decio Machado
Ecuador está inmerso en una huelga general. Esta semana fue ocupado por manifestantes el edificio de la Asamblea Nacional, tras haber sido evacuados apresuradamente los pocos funcionarios públicos que quedaban dentro: los legisladores habían sido los primeros en abandonar el barco un día antes. La consigna de un sector de los movilizados es: “El gobierno de la Asamblea de los Pueblos en Quito y el Gobierno de Lenín en Guayaquil”. En estos momentos todo puede pasar. La Defensoría del Pueblo confirmó al menos cinco muertos en relación con las protestas y la brutal represión policial. Los detenidos se estiman en unos 800 según cifras oficiales.
EL DETONANTE. El jueves 3 de octubre, la dirigencia de la Confederación de Nacionalidades Indígenas del Ecuador (Conaie) convocó, junto con sectores del sindicalismo tradicional, a un paro nacional con el objetivo de expresar su discrepancia respecto a las últimas medidas económicas del gobierno. El anuncio de la Conaie conllevó el inicio de una serie de movilizaciones en distintas localidades del país y asambleas permanentes en territorios con fuerte presencia indígena con el objetivo de coordinar una gran movilización a Quito en demanda de la derogación del decreto 883, que incluía el alza de precios de los combustibles en todo el país.
El antecedente de dicha medida se encuentra en los acuerdos establecidos por el gobierno ecuatoriano con el Fondo Monetario Internacional (Fmi). Este organismo financiero multilateral exige a las arcas públicas una optimización económica del 1,5 por ciento de su Pbi mediante reformas de carácter tributario, a cambio de otorgarles algo más de 10.000 millones de dólares en concepto de financiamiento durante los próximos tres años.
El problema de desequilibrio económico de Ecuador no es nuevo: ya en 2016 –última fase de la década de mandato de Rafael Correa– existían informes que recomendaban un ajuste fiscal asertivo para preservar la estabilidad macroeconómica y financiera del país, fruto del desequilibrio entre gastos e ingresos en esta economía dolarizada desde los inicios del siglo. El gobierno correísta decidió en aquel momento mantener en reserva dichos informes y no hacerlos públicos ante la población.
Dos opciones tuvo que manejar el gobierno presidido por Lenín Moreno ante tales exigencias fondomonetaristas: o incrementar el Iva en tres puntos porcentuales –medida que según los medios de comunicación parecía ser la más probable y en principio más regresiva– o la que definitivamente fue aprobada. A priori, la opción tomada por el gobierno ecuatoriano parecía ser la menos conflictiva.
Un modelo de subsidio con escasa eficiencia, que carecía de focalización y que mayormente beneficiaba a grandes empresas con alto consumo de combustible, a grandes flotas de transporte y a sectores de las elites económicas que disponen de más de un vehículo por unidad familiar, parecía ser el que menos rechazo social podría generar. De esta manera, Moreno decretó el fin de los subsidios, lo que implicó un notable incremento de precios de la gasolina “extra” –la más usada en el país–, pasando el galón de 1,45 a 2,41 dólares. De igual manera, la gasolina Ecopaís (extra con etanol) pasó de 1,45 a 2,53 dólares y la súper, de 2,3 a 3,07 dólares.
ESTADOS DE EXCEPCIÓN. Por experiencia histórica, el pueblo ecuatoriano es consciente de que el incremento de precios del combustible afecta al bolsillo del conjunto de la sociedad, sean propietarios de vehículos o no. Los precios de los productos básicos y los indicadores de inflación suelen ser afectados de manera indirecta por este tipo de medidas. Pero el descontento generalizado entre la sociedad no hizo cambiar la posición de Moreno, quien ha manifestado de forma permanente que la liberalización del precio del combustible a costos internacionales es una política necesaria para el mejoramiento de las finanzas públicas y sobre la que “no hay marcha atrás”.
Las organizaciones sociales ecuatorianas definieron las medidas económicas establecidas por el gobierno como un “paquetazo” neoliberal, argumentando que forman parte de un modelo de políticas públicas que beneficia fundamentalmente a sectores empresariales, flexibiliza el mercado laboral y achica al Estado, mientras desemplea a un número cada vez mayor de funcionarios públicos.
Así las cosas, durante todo el pasado fin de semana se sucedieron movilizaciones y asambleas indígenas en gran parte del territorio nacional pese a que el gobierno nacional optó por declarar el estado de excepción, en la búsqueda de suspender o limitar el ejercicio de varios derechos, como la inviolabilidad de domicilios, la libertad de tránsito, la libertad de asociación y la de reunión. Con movilizaciones cada vez mayores en todos los territorios afectados por la convocatoria, la resolución fue unánime: una gran movilización indefinida en el conjunto del país en rechazo a las medidas económicas y en defensa de los territorios indígenas, ríos, agua, páramos, la justicia indígena, la educación intercultural, la salud, el transporte y las radios comunitarias.
Se llegaron a contabilizar 300 cortes de carreteras simultáneos durante diferentes momentos del sábado y el domingo pasados. En paralelo, el gobierno intentó combinar dos estrategias disímiles. Por un lado, se intensificaba la represión bajo el eufemístico argumento del uso de la fuerza progresivo. Por otro, sus interlocutores buscaban desesperadamente el diálogo con los manifestantes, intentando establecer propuestas de compensación a los sectores movilizados (créditos productivos a bajo tipo de interés, apoyo para la adquisición de maquinaria agrícola, reconocimiento de autoridades locales). Nada sirvió, y la dirigencia nacional de Conaie ha manifestado públicamente que el diálogo con el régimen está totalmente cerrado. “No habrá ningún acercamiento con ningún representante del Estado hasta que se revea el decreto que eleva el precio de los combustibles”, manifestaron de forma homogénea todos sus voceros.
El conflicto se agudizó a lo largo y ancho de la geografía nacional y se llegó a retener en diversos territorios indígenas a unidades militares y policiales que posteriormente fueron entregadas a cambio de la liberación extraoficial de civiles detenidos. La Conaie, bajo el principio de autodeterminación de los territorios indígenas, también declaró su estado de excepción y prohibió en sus comunidades la entrada de infiltrados y grupos armados pertenecientes a los aparatos de seguridad del Estado.
BAJAR LA SIERRA. El lunes amaneció más tranquilo, y los voceros del gobierno nacional salieron a los medios de comunicación a autofelicitarse. El número de detenidos ya sumaban más de 320 en aquel momento. De los 300 cortes de vías se había bajado a 50, el número de movilizaciones en diferentes localidades del país también había bajado, el paro indígena y las movilizaciones urbanas en diferentes partes del país aparentemente estaban en retroceso. “Se impone paulatinamente la normalidad”, llegó a aseverar en su ignorancia María Paula Romo, ministra del Interior. Sin embargo, la versión indígena era radicalmente distinta. Según Jaime Vargas, presidente de la Conaie, “la represión de la fuerza pública permitió al movimiento fortalecerse y coordinar con sus bases y otras organizaciones sociales en cada provincia para poder desplazarnos hacia la capital”.
Apenas un par de horas más tarde comenzaban los mensajes de alerta en la capital. La policía nacional y el servicio de inteligencia del Estado detectaban fuerte movimiento en carreteras desde las provincias indígenas de la Sierra Central hacia Quito. La reacción no pudo ser más desafortunada: el ministro de Defensa, un general del Ejército en servicio pasivo que responde al nombre de Oswaldo Jarrín, amenazó directamente a los movilizados: “Que no se provoque a la fuerza pública, no la desafíen o sabremos responder…”. Estas declaraciones encendieron aun más los ánimos de los movilizados.
Durante todo el día de este lunes 7 de octubre llegaron diversos contingentes de indígenas a la capital ecuatoriana y de forma sorpresiva también a Guayaquil, segunda ciudad en importancia del país. En diversos barrios populares de la periferia quiteña los indígenas fueron recibidos con actos de solidaridad por los pobladores locales, pese a una fuerte campaña de desprestigio y racismo posicionada por influencers conservadores en las redes sociales. Con los accesos de entrada a las ciudades altamente custodiados por las fuerzas de orden público –militares y cuerpos de elite de la policía nacional– los enfrentamientos se sucedieron por doquier. Más manifestantes detenidos, más violencia en medio de los poco creíbles llamados al diálogo e incluso alguna que otra tanqueta policial fue incendiada durante las reyertas.
Distintos puntos geográficos de la capital ecuatoriana se convirtieron en focos de conflicto entre movilizados y fuerzas del orden público. El presidente Moreno anunció una cadena televisiva gubernamental que fue tres veces aplazada, y los periodistas destinados a cubrirla fueron desalojados por los militares del palacio presidencial de Carondelet.
Las movilizaciones populares, tanto en Quito como en Guayaquil, se combinaron con actos de vandalismo protagonizados por grupos organizados que aprovecharon la protesta para sus fines delictivos. De igual manera, militantes políticos que responden a la tendencia correísta se infiltraron en las movilizaciones y protagonizaron asaltos de edificios públicos –como la Asamblea Nacional y la Contraloría General del Estado–, que fueron censurados por la Conaie y otras organizaciones sociales. En otras provincias, los movilizados ocuparon instituciones públicas tales como la Gobernación o el Consejo de la Judicatura. Las movilizaciones fueron permanentes en las provincias amazónicas y en la Sierra Central, todas ellas con fuerte ascendencia indígena.
A las 21 horas del lunes por fin se produjo la tan esperada cadena nacional. El presidente Lenín Moreno, custodiado por su vicepresidente a la derecha y su ministra de Defensa a la izquierda, junto con los jefes de los diferentes cuerpos militares atrás, manifestaba –con cierto nerviosismo– que el pueblo ecuatoriano asistía a un intento de golpe de Estado vinculado a un complot internacional. “El sátrapa de Maduro ha activado junto con Correa su plan de desestabilización”, aseveró el mandatario ecuatoriano e insistió en que las medidas tomadas “no tienen marcha atrás” y que “los saqueos, el vandalismo y la violencia demuestran que aquí hay una intención política organizada para desestabilizar el gobierno y romper el orden constituido, romper el orden democrático”.
Para sorpresa de los ecuatorianos, la cadena nacional se emitió desde la ciudad de Guayaquil, lo que implica que el gobierno abandonó el Palacio de Carondelet en la capital quiteña. La estrategia política y comunicacional del gobierno de Moreno, que tiene una credibilidad inferior al 16 por ciento, no pudo ser más desacertada. Rodeado de militares, el presidente de la república realizó un confuso llamado al diálogo en medio de soflamas en las que reiteró que bajo ningún concepto se revisará el decreto 883.
Con la situación al límite, los movilizados se dispusieron a pasar la noche en Quito en tiendas de campaña situadas en parques públicos, en coliseos universitarios y locales de organizaciones sociales. Sectores sociales ciudadanos solidarios con los movilizados suministraron alimentos y mantas a los recién llegados, estudiantes universitarios de enfermería atendían a los heridos y el periodismo alternativo trataba de hacer coberturas coherentes sobre el qué y el porqué de lo que demandaban los movilizados. Manifestantes indígenas y estudiantes universitarios portaban carteles y pancartas cuya consigna era “ni Correa ni Moreno”, buscando desmarcarse de la pretendida capitalización política correísta de las movilizaciones. A partir de entonces, las marchas pasaron a ser resguardadas por unas improvisadas pero eficientes guardias indígenas. Los infiltrados, ya fuesen miembros de la policía secreta o agentes del correísmo, pasaron a ser expulsados violentamente de las movilizaciones por los propios manifestantes. Las acciones vandálicas disminuyeron radicalmente.
UN PAÍS EN TRANSICIÓN. El pasado 10 de agosto, Ecuador cumplió 40 años de democracia. En este período se han desarrollado 11 contiendas electorales, se han aprobado tres constituciones –1978, 1998 y 2008– y se ha vivido una década de desestabilización política que comenzó con la caída de Abdalá Bucaram y que perduró hasta la llegada de Rafael Correa a la poltrona presidencial del Palacio de Carondelet.
La década correísta estabilizó políticamente el país, si bien terminó con la decepción notable de la mayoría del pueblo ecuatoriano y desinstitucionalizó aun más a Ecuador, tras implementar el predominio del Poder Ejecutivo sobre los demás poderes del Estado. La última fase de deterioro económico del país comenzó en el año 2014, momento en el que la caída de los precios del petróleo comenzó a golpear fuertemente a la economía nacional. El presupuesto general del Estado pasó de 44.300 millones de dólares en 2014 a 37.600 millones en 2016, y el endeudamiento público –interno y externo– pasó de 2,8 por ciento del Pbi en 2012 al 8,1 por ciento en 2016 y 9 por ciento en 2017.
La Conaie fue el motor de la resistencia rural comunitaria durante toda la década correísta. El propio Correa los llegó a definir como el principal enemigo de la llamada revolución ciudadana, término propagandístico con el que autodefinió su período de gestión. Pese a ese rol y a haber protagonizado episodios heroicos como el alzamiento de agosto de 2015 –fuertemente reprimido por el gobierno correista–, la Conaie no levantaba cabeza en su crisis interna, iniciada hace una década y media atrás durante el corto período de gestión presidencial del coronel Lucio Gutiérrez, cuando decidió apoyar al gobierno y ocupar carteras ministeriales, abandonando sus principios fundacionales.
Sin embargo, hoy Ecuador vive un momento de renovación política enmarcado en un mapa de transiciones. Con el inicio de las actuales jornadas de lucha, nuevos dirigentes sustituyeron a líderes históricos del movimiento indígena que se encontraban políticamente agotados. Estos últimos días se vio a una Conaie renovada en los diferentes territorios en los que tiene implantación: provincias de la Sierra Central y territorio amazónico. Una Conaie combativa y con fuerte capacidad de movilización popular.
El mismo gobierno de Moreno, inicialmente presentado como la continuidad del correísmo, se ha autodefinido como un gobierno de transición, transitando hacia posiciones neoliberales y entreguistas respecto al Fmi. Incluso en el seno del gobierno de Moreno se puede visualizar una transición con la conformación de nuevas figuras políticas que renovarán en breve la caduca derecha ecuatoriana. Personajes como el vicepresidente de la república, Otto Sonnenholzner, el secretario de la presidencia, Juan Sebastián Roldán, o el ministro de Economía y Finanzas, Richard Martínez, son parte de esa regeneración en el frente conservador en detrimento de los liderazgos más clásicos.
Pero ahora, y a partir del jueves 3 de octubre, todo puede pasar. El gobierno sigue desesperadamente buscando canales de diálogo con el movimiento indígena, Lenín Moreno vuelve a Quito tras las fuertes críticas recibidas por todos lados tras refugiarse en Guayaquil, y en las calles más de 20 mil indígenas acompañados del tejido social solidario quiteño tienen tomado el centro de la capital.
Fuente: https://brecha.com.uy/pais-de-lucha/
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