jueves, 15 de noviembre de 2018

La Cuarta Revolución Industrial

Por Decio Machado
Revista Plan V

Históricamente los impactos de las distintas revoluciones industriales han ido siempre mucho más allá de lo tecnológico. Cada una de estas revoluciones han transformado sistemas enteros, desde vertientes sus vertientes económicas, sociales, políticas e incluso ambientales.

De esta manera asistimos a tres revoluciones antes de la actual en curso. Cada una de ellas cambiaron las fuentes de energía básicas, el tipo de actividades industriales más dinámicas, su localización en el territorio y los medios de comunicación disponibles para desplazar mercancías, personas e información.

La primera revolución industrial, la cual tuvo su origen en Inglaterra en torno a 1786, conllevando cambios radicales respecto a los medios de producción. Se introdujeron instrumentos mecánicos de tracción hidráulica y a vapor (la primera máquina de vapor de Boulton y Watt data de 1774), el telar mecánico (primer telar mecanizado apareció en 1784)  y la locomotora (primera línea férrea entre dos ciudades tuvo lugar en 1829).

Entre 1870 y la Primera Gran Guerra se desencadenó la segunda revolución industrial, nuevamente en Inglaterra, aunque ahora incorporando a Europa occidental, Estados Unidos y Japón. Los ejes aquí fueron el desarrollo de un nuevo modelo de producción industrial (primera cinta transportadora fecha de 1870), la electricidad (en 1871 se da la primera central térmica), el foco eléctrico (en 1880 Thomas Edison patenta el foco), el automóvil de combustión interna (en 1886 se presenta el primer automóvil) y el radio transmisor (en 1897 se da la primera de estas).

La tercera revolución industrial, a la que alguna mente iluminada tuvo a bien definir como la revolución de los elementos “inteligentes”, comenzó a desarrollarse siete décadas atrás e impulsó las computadoras personales (en 1962 aparecen los primeros), la tecnología de la información para automatizar la producción (primer controlador programable -PLC- data de 1969), la aviación, la era espacial, la energía atómica, la cibernética y el Internet (la Word Wide Web aparece en 1990).

La cuarta revolución industrial, esta en la que estamos inmersos, no es diferente. Las tecnologías maduras que generarán el punto de inflexión en la transformación de mercados, sistema productivos, economía e incluso hegemonía geopolítica aun no están -al menos completamente desarrolladas- en el mercado. Pese a ello, la robótica superavanzada, el Internet de las Cosas, la minería de datos, el Big Data, la hiperconectividad, la inteligencia artificial, las tecnologías 3D, las plataformas BIM, la energía inteligente, el Smart Grid y las Smart Cities, la tecnología biomédica o la movilidad eléctrica, apuntan a una nueva transformación de paradigmas colectivos como el industrial, el comercio, la salud y educación, la producción de alimentos, el control social o incluso la forma en la que convivimos en las ciudades. 

Dentro de ese contexto, los sistemas tecnológicos no son neutros per se sino que más bien expresan y reflejan la ética y los objetivos de sus diseñadores. En un contexto de crisis sistémica y civilizatoria, baja confianza de la sociedad en sus gobiernos e instituciones públicas, deslegitimación del modelo democrático debido al incremento generalizado de la corrupción y la crisis del sistema de representación, así como un pesimismo generalizado respecto hacia donde se encamina el futuro del planeta y las lógicas convivenciales de las que nos hemos dotado como sociedad global, esta nueva e imparable revolución industrial no apunta de forma tan positiva como sucedió con otras. 

La historia nos enseña que todas las revoluciones tienen ganadores y perdedores. Al respecto, asistimos a como en los últimos años se va incrementando la destrucción de reservas ecológicas con sus respectivos impactos respecto a la existencia de especies animales, vemos de la misma manera el impacto de la acumulación por deposición en miles de personas que van siendo desplazadas de sus tierras y forzadas a vivir marginalmente en ciudades como carne de cañón del sistema capitalista en la economía informal.

Pero además la robótica tiene sus inconvenientes. Un documento de trabajo del Fondo Monetario Internacional (FMI) llamado “¿Hay que temer la revolución de los robots (la respuesta correcta es que sí)?” concluye indicando que esta revolución industrial es notablemente diferente a las anteriores. Los robots desarrollaran tareas que hasta ahora han sido ocupadas por trabajadores, y lo harán de forma más rápida y económica. En definitiva, aumentará la productividad pero se reducirán los salarios. 

¿Los ganadores? Pues los propietarios de los robots… ¿los perdedores? Claramente los trabajadores… En resumen y utilizando textualmente palabras del FMI: “la automatización es buena para el crecimiento y mala para la igualdad”. 

La Federación Internacional de Robótica (IFR, por sus siglas en inglés) estima que más de 2,5 millones de robots industriales estarán en funcionamiento el año que viene, representando un crecimiento del 12% respecto al año pasado. Siguiendo las pautas del documento del FMI, el McKinsey Global Institute predice que la mitad del total del aumento de la productividad que se necesita para asegurar un crecimiento mundial del 2,8% en los próximos 50 años vendrá de la automatización.

Se espera que para el 2019, el 40% de la producción global de robots industriales esté destinada a China. Sin embargo, existe también otro tipo de robótica distinta a la industrial: la llamada robótica de servicios. Existen identificadas más de 600 compañías dedicas a la producción de robots de servicios en sectores como limpieza, medicinal, plataformas móviles, inspección, construcción, etc… Según algunos análisis se que configuran como prudentes, tan sólo en los próximos cinco años se perderán 7,1 millones de empleos en las 15 economías más grandes del planeta. En distintos sectores se incrementará el desplazamiento de trabajadores por dispositivos inteligentes.

Lo anterior implica mayor inequidad social, desigualdad económica e irresuelto a la dignidad de las personas. No se trata de negar el avance tecnológico ni de reivindicar doscientos años después el ludismo -movimiento encabezado por artesanos ingleses en el siglo XIX que protestaron contra las nuevas máquinas que destruían empleo-, pero parece evidente que seguimos profundizándonos en un proceso encaminado al enriquecimiento de unos cuantos y la desregulación laboral para la mayoría de los trabajadores. Ya el 1% de la población mundial goza de más riquezas que el 99% restante, los 62 individuos más ricos del planeta tienen más recursos que la mitad de la población (OXFAM International, 2016) y la brecha entre ricos y pobres llegó al punto más álgido en países desarrollados y emergentes: el 10% de los países más ricos tienen ahora  ingresos 9,6 veces superiores al 10% de los más pobres (en 1980 la relación era de 7,1).

Según la OIT, el mundo tiene 1.600 millones de trabajadores con empleos estables; 1.500 millones con empleos estacionarios; 115 millones de niños trabajando en condiciones peligrosas; 21 millones víctimas de trabajos forzados, y 621 millones sin trabajar ni estudiar. En su informe 2015, calculó 197.1 millones de desempleados (72 millones menores de 25 años). El Informe de Desarrollo Mundial 2013, del Banco Mundial, reportó la necesidad de crear 600 millones de nuevos empleos en los próximos 15 años (85% de empleos los provee el sector privado), condición que se viene al traste con el impacto de la nueva revolución industrial.

Aterrizada esta realidad en el caso latinoamericano, vemos como es Brasil el país que destaca en envíos anuales realizados y estimados cara al futuro en robots industriales polivalentes en el subcontinente (se estima en 2019 un crecimiento de doble de unidades con respecto al 2016). En ese sentido, no debería sorprender que justamente sea el gigante suramericano el país de América Latina que lidera las reformas laborales en el marco de la precarización laboral. El desempleo en este país pasó del 6,5% en 2014 al 13,1% en la actualidad (13,7 millones de personas).

En términos generales podemos decir que en la actualidad al menos un 10% de los trabajos son enteramente automatizables, y este porcentaje seguirá en crecimiento con el desarrollo de la actual revolución industrial. En ese contexto, las políticas estatales deberían proveer de cobertura al mercado de trabajo y a la ciudadanía en general frente al desarrollo tecnológico, proveyendo de conocimientos técnicos necesarios a los trabajadores para reciclarse ante la nueva realidad, pero marcando las pautas que impidan una mayor explotación del trabajo asalariado.











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