Por Decio Machado
Las ciudades en América Latina han vivido un proceso
de expansión a gran escala durante la segunda mitad del pasado siglo.
Latinoamérica concentraba en 1950 el 41% de la población en sus ciudades,
mientras que en el año 2000 dicho indicador pasó al 78%. Este rápido
crecimiento hizo que estas urbes asumieran un protagonismo político del que no
disponían en el pasado. En el subcontinente se puso en práctica aquello ya
anunciado por José Ortega y Gasset: “la polis no es primordialmente un conjunto
de casas habitables, sino un lugar de ayuntamiento civil, un espacio acotado
por funciones públicas. La urbe no está hecha como la cabaña o el domus, para
cobijarse de la intemperie y engendrar, que son menesteres privados y
familiares, sino para discutir la cosa pública”[1].
Hoy, en una región que vive un proceso de cambios acelerados, cuando las y los
ciudadanos latinoamericanos salen de sus hogares lo hacen para encontrarse con
el otro y construir ciudadanía, produciendo prácticas y pensamiento cívico.
Desde esa perspectiva las urbes latinoamericanas son ya
hace algunas décadas espacios diversificados donde se concentra lo plural. Esto
conlleva a la existencia de lecturas múltiples y paralelas sobre la realidad
actual de nuestras ciudades, pasando estas a convertirse en un relato que se
interpreta de manera global aunque se construya localmente de formas muy
diversas y por lo general de manera conflictiva.
Es por ello que, en América Latina en general y en
Ecuador en particular, las ciudades ya no pueden entenderse exclusivamente
desde las lógicas de la implantación espacial de sus actividades urbanas, sus
infraestructuras básicas de servicios, su rol económico, el precio de sus suelos
o desde las perspectivas políticas del gobierno de turno. Se hizo imprescindible
aproximarse a estas también desde el conocimiento de cómo interpretan y piensan
sus habitantes, considerando para ello el acumulado de imaginarios construidos
a través del paso del tiempo. Y es desde ahí, desde donde hoy en Ecuador los
imaginarios urbanos pretenden ser integrados a las políticas públicas,
entendiendo que la conquista del deseo imaginario es un acto político. No
hacerlo significaría desconocer lo que piensan y hacen los habitantes de cada
una de nuestras sociedades urbanas.
En los años ochenta, tanto en Ecuador como en el
conjunto de América Latina, las ciudades fueron el escenario de una dura
competencia política. En las principales urbes latinoamericanas se desarrollaron
encarnizadas contiendas electorales y encendidos discursos politiqueros cual si
fueran plazas a ser tomadas por ejércitos rivales enfrascados en una cruenta
batalla. Sin embargo y a pesar de ello, los espacios urbanos nunca lograron
convertirse en un referente específico para la conformación de modelos
políticos referenciales. Los políticos y sus estructuras partidistas -estas que
intermedian entre Estado y sociedad- carecieron de propuestas específicas para
las ciudades, mientras que el Estado tampoco logró formular políticas urbanas claras,
integrales y coherentes. Los procesos de creciente urbanización y la separación
entre el organismo político y la participación social, características
esenciales del Estado moderno, le restaron atributos a la condición de
ciudadanía y trasformaron a los gobiernos locales (los más cercanos a la
población) en apéndices del gobierno nacional (los más distantes a la población),
siguiéndose una lógica clientelar tradicionalmente muy extendida en el
subcontinente. La crisis económica y las políticas de ajuste implementadas por
las instituciones de Bretton Woods durante el período neoliberal en la región (políticas
enfocadas a la privatizaciones de empresas y servicios públicos, así como asimétricas
aperturas económicas) terminaron redefiniendo los conceptos de participación social
y excluyendo a la población de la toma de decisiones sobre las cuestiones que
directamente les afectaban.
Hoy, inmersos en el proceso de redemocratización que
vive el subcontinente, es interesante observar como en Ecuador se busca –con
mayor o menor acierto- una mayor representación política mediante la
aproximación entre política y ciudad. Todo ello enmarcado en el fortalecimiento
del poder local, el nuevo rol asumido por las ciudades dentro de la
institucionalidad nacional, el desarrollo de procesos de descentralización, la
apertura de nuevos canales de participación y la emergencia de nuevos actores
con protagonismo sociopolítico y cultural.
Teniendo en cuenta que en Ecuador las experiencias
más innovadoras en materia de gestión municipal corresponden a municipios muy
pequeños y habitualmente en manos de la gestión indígena, pero que a su vez son
modelos poco válidos para replicar en los grandes centros urbanos europeos, me
limitaré a posicionar tan solo dos experiencias exitosas –aunque con muchas
aristas sociales, económicas y sociopolíticas- desarrolladas en la ciudad de
Quito y que tienen proyección internacional.
Quito y su
modelo de participación social
El Municipio es el organismo estatal más
descentralizado del Estado y por ello el más próximo a la sociedad civil. Es
desde esa proximidad que se construye la legitimidad de origen y de soberanía
popular, y se mantiene en su devenir a través de la participación, la representación
y la satisfacción de las necesidades de la población.
Pese a que desde los años noventa varios municipios
pequeños y medianos de Ecuador, localizados fundamentalmente en zonas con
predominio de población indígena, habían puesto en marcha formatos de gestión
participativa muy avanzados, no ha sido hasta fechas más recientes cuando la
ciudad de Quito –capital de la República del Ecuador- apostó por un modelo de
gestión participativa que pudiéramos definir como eficaz y eficiente.
En primer lugar se desarrolló una fase previa basada
en experiencias participativas que se sustentaron sobre cuatro modalidades: la
microplanificación barrial, que se desarrolló especialmente en barrios
populares y fue articulada con base a la priorización de obras urgentes que
eran demandadas desde esos mismos barrios; las “visiones de futuro”, proceso
mediante el cual se reunían a los actores de una zona para que construyeran
–junto al Municipio- una hoja de ruta que les llevase hacia un “horizonte
deseado” común; la Asamblea de Quito, considerada como una especie de “ágora”
griega enfocada al tratamiento de temas de interés ciudadano en el ámbito de la
política municipal; y las obras de cogestión, herramienta enfocada al
desarrollo de “mingas” populares (definición andina de una reunión solidaria de
vecinos para desarrollar labores en común) que tenían como objetivo completar
con trabajos voluntario necesidades requeridas para ciertas obras barriales.
Un análisis crítico llevó a determinar que el modelo
anteriormente señalado era fragmentario, careciendo de una visión global del
territorio y mostrando escasa capacidad frente a la necesidad de construir
modelos adecuados de planificación global y de ordenamiento territorial.
Seria ya a principios del presente siglo cuando la
organización de las instancias de participación quiteñas pasarían a ser
concebidas como un conjunto interrelacionado, el cual tiene una matriz
territorial pero que involucra formas de representación sociales y temáticas de
forma combinada. La figura que se adopta y replica en cada nivel territorial
pasó a ser el cabildo, término que tiene su origen en las corporaciones
municipales creadas en las Indias (América y las Filipinas) por la colonia
española para la administración de las ciudades y villas, como expresión de la
articulación de las organizaciones sociales existentes en cada localidad y de
las nuevas dinámicas de participación social de la ciudadanía.
A nivel metropolitano se instala el Cabildo Quiteño,
que constituye una instancia de participación ciudadana para el ámbito
territorial. Su composición tiene tres vertientes: representación territorial
–compuesta por delegados de cada una de las parroquias (barrios) urbanas y
suburbanas existentes en la ciudad; mesas temáticas –conformada por delegados
de los barrios en base a las temáticas derivadas de las políticas municipales-;
y los consejos sociales –conformado por los delegados de los cabildos o
consejos de mujeres, jóvenes, grupos étnicos y culturales- que se constituyan
en el territorio.
De esta manera, el Cabildo Quiteño es una instancia
deliberativa y representativa del conjunto de dinámicas sociales existentes en
Quito. Se dota de los insumos derivados de las diversas instancias
participativas existentes en la ciudad y tiene como principales funciones:
elaborar los lineamientos del plan estratégico para Quito para el conocimiento
y aprobación del consejo municipal; elaborar los lineamientos del plan de
inversiones y en general las políticas estructuradoras que serán implementadas por
el Municipio; monitorear, regular y reconfigurar el diseño del sistema de
gestión participativa adoptado por la ciudad.
Por su parte, en el ámbito de cada administración
zonal (la ciudad se divide en 11 zonas metropolitanas conformada cada una de
ellas por varios distritos) se instalan los cabildos zonales, en los que
confluyen representaciones territoriales, temáticas y sociales. Esta es la
instancia clave donde se negocia y se llegan a acuerdos entre los diferentes
subsistemas del sistema de gestión participativa quiteño. De igual manera que
el anterior, los cabildos zonales tienen tres vertientes en su composición:
territorial, temático y social. Teniendo como función: estructurar planes y
políticas de desarrollo zonal; elaboración de lineamientos preliminares del
plan de inversiones en cada uno de sus distritos; establecer compromisos de
gestión compartida; y definir modalidades para el acompañamiento, control y
seguimiento de la gestión municipal.
A nivel distrital, eje articulador entre las administraciones
zonales y la población en cada barrio, se constituyen asambleas parroquiales
(distritales), que constituyen el espacio de representación y participación de
un conjunto de barrios.
Por último y en la dimensión más cercana a la
población, están los cabildos barriales o comunales. Estos son instancias de
participación en la micro-escala barrial y recintos rurales que pertenecen a la
ciudad, los cuales pretenden ser
instancias de participación social directa de la ciudadanía y están
constituidos por una muy diversa variedad de lógicas de organización formales y
no formales que se dan en cada unos de estos barrios. Estos cabildos barriales
o comunales son el mecanismo de control social directo sobre los planes de
acción concertados, a la par que elaboran propuestas políticas que son
recogidas por el Municipio en el territorio respectivo, especialmente en
relación con la calidad de prestación de los servicios. Es desde estos cabildos
barriales o comunales desde donde se delegan los representantes para las
instancias parroquiales (distritales) descritas con anterioridad.
La capacidad activa del sistema de gestión
participativa adoptada por el Municipio de Quito depende de la respuesta de la
sociedad civil quiteña en cada momento. Esta realidad hace referencia tanto a
la densidad organizativa basada en federaciones barriales, asociaciones
ciudadanas de diferente índole, agrupaciones gremiales, uniones o cooperativas,
movimientos sociales urbanos, etc., como a la específica respuesta que desde
tales instancias se le otorga a esta apertura dialógica del gobierno municipal
por medio de modelos innovadores de acción social.
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