jueves, 21 de septiembre de 2023

Milei, el anuncio de un futuro distópico


Por Decio Machado /
Sociólogo y consultor político

Entre las 2.848 páginas manuscritas en la cárcel italiana de Turi que dejara como legado un enfermizo y bajito recluso de origen sardo, quien fuera condenado por un tribunal fascista bajo la proclama “tenemos que impedir que este cerebro funcione durante veinte años”, aparece el siguiente texto:

«Si la clase dominante ha perdido el consentimiento, o sea, ya no es ‘dirigente’, sino sólo ‘dominante’, detentadora de la mera fuerza coactiva, ello significa que las grandes masas se han desprendido de las ideologías tradicionales, no creen ya en aquello en lo cual antes creían, etc. La crisis consiste precisamente en que muere lo viejo sin que pueda nacer lo nuevo, y en ese interregno ocurren los más diversos fenómenos morbosos.”

A partir de ahí, Antonio Gramsci crea y desarrolla en sus Quaderni del carcere el concepto de “crisis orgánica”, básicamente una crisis de representatividad, indicando su dimensión de largo plazo y afectación sobre estructuras permanentes de la sociedad. Por ende, las crisis de hegemonía -característica esencial de las crisis orgánicas- abren la oportunidad para la irrupción de un sujeto político nuevo capaz de originar las tensiones sociales y discursivas propias para la construcción de una nueva hegemonía. Para Gramsci, la reconfiguración del universo de los posibles solo es factible en condiciones de crisis y desplazamiento de equilibrios, motivo por lo cual los momentos de excepcionalidad son “momentos comunistas”.

Pese a que lo sustancial de dicha tesis sigue vigente, estamos cada vez más distantes del aquel utópico momento comunista, habiendo quedado atrapados en un intervalo del espacio-tiempo especialmente propicio para la aparición de monstruos y el auge de lo políticamente trágico.

Pues bien, esto es lo que estamos viendo en Argentina y no solamente en Argentina.

Si bien es cierto que el malestar “con” y “en” las democracias contemporáneas es un fenómeno marcado desde el arranque del presente siglo, lo que combina malestar objetivo (contraste entre democracia ideal y una democracia real cada vez más deteriorada) y malestar subjetivo (desafecto ciudadano al sistema y establishment político), también lo es que la pandemia agudizó la frustración colectiva, el desánimo comunitario y la crisis del sistema.

Es en esa insatisfacción, hartazgo y malestar social profundo, combinada con una crisis civilizatoria en la cual se incluyen valores, creencias y proyectos de vida, en la que se ancla el proyecto autoritario de la extrema derecha global y cuya expresión en Argentina encarna la figura de Javier Milei.

Argentina, pese a sus abundantes recursos naturales energéticos y agrícolas, acumula una década de estancamiento económico y una crisis que durante los últimos cinco años impactó negativamente en la capacidad adquisitiva de amplios sectores de la población. Ante esto, ni el modelo económico neoliberal ni la economía kirchnerista ha tenido capacidad de respuesta.

Pese a la sorpresa generalizada por los resultados de las PASO el pasado 13 de agosto, lo realmente sorprendente hubiera sido que el clivaje “lo nuevo vs lo viejo” no se hubiera impuesto a la tradicional fractura “izquierda vs derecha”. De ahí la disparidad sociológica del voto a Milei, donde se combina lo rural y urbano, pobres y ricos, trabajadores de la economía formal e informal, así como ancianos y jóvenes.

Es un hecho que la ultraderecha a nivel global ha conseguido elaborar relatos que, según las particularidades de cada lugar, articulan valores irrenunciables para ciertos sectores. Valores que quedaron menospreciados o ausentes en los discursos del establishment político tradicional. Estos no necesariamente se interrelacionan con sus planes de gobierno, sino que buscan activar otras lógicas más profundas -miedo, odio y frustración- que en el actual entorno de incertidumbres movilizan a la gente.

Pero más allá de lo anterior, el fenómeno de proletarización del voto a la ultraderecha tiene que ver con que la izquierda ha renunciado a una obviedad axiomática fundamental: los problemas que sufren nuestras sociedades derivan de la estructura del sistema político-económico al que estamos sometidos. Desde esa posición conservadora y derrotista, el rol de la izquierda quedó acotado a la defensa desesperada de unos derechos cada vez más menguados con cada nuevo ciclo económico, acomodándose ideológicamente a los términos políticos que paulatinamente van imponiendo capital y mercado.

En el caso argentino, el acomodo del progresismo al “realismo capitalista” permitió que Milei se apropiara de significantes y consignas propias de una izquierda que antaño se reivindicaba transformadora y hoy es parte del statu quo.

Así las cosas, mientras el peronismo tiene como única respuesta a la crisis amortiguar su dolor mediante asistencia económica del Estado, Milei promociona el frame (representación mental) de la injusticia -agenda tradicional de la izquierda- redefiniendo los porqués del desequilibrio social y presentándose como el único capaz de solucionarlo.

Es ahí, en esa asunción de la idea post-política del “no hay alternativa” -acuñado por Margaret Thatcher en los ochenta- donde se enmarca el drama peronista.

Sin alternativas políticas a una crisis de carácter terminal como la que hoy vive Argentina, no queda otra opción que gestionarla a través de medidas asistencialistas que eviten que el empobrecimiento se convierta en indigencia. En paralelo y mientras se cierran los ojos ante desequilibrios macroeconómicos de una magnitud sin precedentes, el déficit fiscal es financiado con una emisión de moneda muy superior a la capacidad productiva de bienes y servicios, generándose una espiral inflacionaria que -de forma gradual- agrava el empobrecimiento. Todo ello con la notoria ilusión de que con el paso del tiempo se superará una crisis para la cual no consideran más vía de solución que las propias del capital: intensificación del modelo extractivo, recortes presupuestarios, reforma previsional y algunas vueltas de tuerca más en la explotación laboral.

Milei ocupa el espacio vacío dejado por la izquierda tras su renuncia al cuestionamiento del sistema, lo cual en un contexto de crisis prolongada carente de solución orgánica, le permitió proyectarse al centro de la escena política argentina. Ante esto la izquierda quedó sin respuesta, pues enfrentar el discurso del odio sin plantear alternativas a sus causas más profundas refuerza su efecto entre las mayorías silenciosas carentes de expresión pública.

El exitoso impacto del discurso de Milei está más relacionado con las emociones que con sus propuestas o ideología. Se trata de una pulsión, que en el actual marco de indignación generalizada, incita a la apuesta por algo diferente.

Milei no necesita de la razón como elemento vehiculizador o motivador del voto. Es por ello que le basta con posicionar ideas simplistas como resolución de graves problemas estructurales de la economía argentina, tales como dolarizar la economía, privatizar las empresas públicas o “dinamitar” el Banco Central. Lo que en paralelo combina con la construcción populista de un “otro” como enemigo, en este caso la “casta política”, instalando además una serie de valores ultraconservadores de perfil involucionista para terminar de redondear su relato.

Pero más allá del histrionismo y discurso agresivo propio de los líderes de la ultraderecha, su puesta en escena es coherente con la coyuntura política existente. Ante la normalización de la corrupción institucional, la falta de respuestas desde el establishment político a las demandas populares, el agotamiento de un modelo económico sin soluciones ante una crisis eterna o la carencia de propuestas que aunque sean utópicas nos hagan creer en un futuro mejor, Milei aparece como una excepcionalidad que plantea -más allá de lo excéntrico y regresivo de sus propuestas- alternativas que aparecen como radicales y encarnan la rebeldía ante un sistema generador constante de injusticias. Es decir, todo aquello que tiempo atrás representó la izquierda transformadora.

Dicho esto, tomemos la propuesta de la pretendida dolarización de la economía cuyo referente es el modelo ecuatoriano, eje central de la campaña de Milei y sobre la cual sustenta tanto el cierre del Banco Central como el fin de una inflación en crecimiento continuo, para denotar la falta de solvencia y la inconsecuencia de sus argumentaciones.

Vale señalar como primera cuestión, las notables diferentes existentes entre las economías de Argentina y Ecuador. Ni la estructura del PIB, ni el volumen de los mercados, ni los productos de exportación, ni los principales socios comerciales son coincidentes.

Mientras los principales productos de exportación del Ecuador son el petróleo, el camarón y el banano; Argentina exporta maíz, harina y aceite y otros derivados de la soja. Similar disparidad existe respecto a los mercados de exportaciones entre ambos países, dos de los tres principales países receptores de los productos ecuatorianos -Estados Unidos y Panamá- tienen el dólar como divisa, mientras que el caso argentino expresa una realidad diferente teniendo a la cabeza del ranking de demandantes a Brasil y China.

Pero más allá de lo anterior, si bien es cierto que la dolarización trajo estabilidad a la economía ecuatoriana, también lo es que limitó las tasas de crecimiento económico del país, es decir, su capacidad de desarrollo. Lo que genera desempleo, altos índices de pobreza y descontento social. Valga como ejemplo indicar que Ecuador es uno de los pocos países cuya economía no recuperó sus niveles previos a la pandemia.

Por si esto fuera poco, la pérdida de soberanía monetaria implica una renuncia al principal mecanismo de coordinación social y económica de un país, limitándose la capacidad operativa de su gobierno en condiciones de estancamiento o crisis económica.

En paralelo, la experiencia ecuatoriana demuestra que la dolarización requiere de mucha disciplina fiscal y cuentas públicas equilibradas, complejizando el uso de las reservas internaciones existentes en el banco central en caso de ser necesarias.

Como quinto elemento de riesgo destacado a señalar, la dolarización implica un equilibrio permanente entre la salida y entrada de moneda en la economía nacional, algo complejo para países sometidos a la volatilidad de precios de los commodities y con alta vulnerabilidad a shock externos.

La repercusión inicial de la dolarización sobre las remuneraciones de los trabajadores es otro elemento importante a considerar, pues convierte a estos en salarios miseria, obligando a la población a pasar por un período transitorio de alto sufrimiento. Al Ecuador le costó años de dignificar los salarios a través de su incremento paulatino.

Por último, la dolarización eleva la estructura costos en el sistema productivo nacional, lo que hace a la industria poca competitiva, teniendo como resultado procesos de reprimarización económica.

Para terminar un par de apuntes, pese al sorprendente estado de shock en el que vive la clase política, está por ver que Javier Milei gané las elecciones. De hecho, la diferencia entre La Libertad Avanza y Unión por la Patria apenas llega a los 700.000 votos en un proceso que involucró a más de 24 millones de electores, lo que deja abierto el escenario futuro.

Pero si algo diagnostica los resultados del pasado 13 de agosto, es el fracaso de la clase política argentina y en especial el de un progresismo cuyos incumplimientos e inconsecuencias son el caldo de cultivo de la extrema derecha.

Fuente: Revista Coyunturas