Por Decio Machado
Si
uno quiere analizar el estado de salud de algo tan antidemocrático como del
capitalismo global, necesariamente debe leer entre líneas lo que sucede en los
encuentros y ciclos de conferencias globales también muy antidemocráticos que
periódicamente organizan nuestras élites. Pues bien, el reciente foro económico
mundial realizado en la pequeña población suiza de Davos es uno de esos eventos
que nos permite ver el nivel de cinismo del 1% más privilegiado de nuestra
población mundial.
La
pasada semana las élites mundiales se reunieron en Davos, juntándose los CEOs
de las principales corporaciones mundiales, los más prominentes líderes
políticos internacionales, los periodistas que responden a los intereses de los
grandes grupos mediáticos globales, algunos sectores de la Academia funcionales
al sistema económico hegemónico e incluso algún que otro artista de Hollywood
que entre cocteles y miradas lascivas a la hija de algún mega-banquero intentó
comprender algo de lo que se decía a su alrededor.
La
imagen que se dio desde los Alpes suizos no pudo ser más reconfortante. Recordó
al Foro de Davos del año 2007, donde todo era optimismo. Allá, once años atrás,
presidentes de la época como Jacques Chirac o Tony Blair nos hablaban de
reducir sustantivamente la pobreza mundial, magnates del mundo tecnológico como
Bill Gates prometían donar centenares de millones para crear la vacuna contra
el SIDA, mientras CEOs globales y académicos de prestigio nos prometían tecnológicas
soluciones para cerrar el agujero en la capa de ozono y acabar con el proceso
de calentamiento global. Todo era perfecto… de no ser por el hecho de que unos
meses después ya se hizo innegable la existencia de una burbuja inmobiliaria que
terminó en la mayor crisis financiera de la historia del capitalismo tras el
crac de 1929.
En
Davos, la semana pasada, asistimos a la misma fiesta, lo cual indica nuevamente
que algo va mal. Se dijo que la economía mundial es ahora más fuerte y potente que
en ningún otro momento tras la crisis del 2008, pronosticándose un 3,9% de
crecimiento para este año. Los presidentes de las principales corporaciones
transnacionales aplaudieron las políticas de recortes fiscales de Estados
Unidos y el nuevo proceso de desregulación financiera emprendido por Donald Trump.
Gobiernos y corporaciones brindaron por una cuarta revolución tecnológica ya en
curso, la robótica, la cual pretenden sea el impulso definitivo para recuperar
los niveles de crecimiento anteriores al 2007, pese a que se estima dejará sin
empleo, tan sólo de forma inicial, a más de cinco millones de personas. Fueron
múltiples las voces que anunciaron el 2018 como el año del climax de la
economía mundial y hasta el FMI ¿cómo no? se unió a la fiesta, indicando que
este año podría registrar la cifra más baja de países en recesión de toda la
historia.
Pero
ahora, bajado el telón y terminado el espectáculo alpino, hablemos en serio. El
economista Alan M. Taylor, en 2015, junto con otros investigadores académicos
demostró que analizando los últimos 140 años de las diecisiete principales
economías del planeta, podemos observar que durante ese período hubo 166
recesiones, 78 antes de la Segunda Gran Guerra y 88 posteriores (Leveraged Bubbles, Paper 1486 del National Bureau
of Economic Research). Bueno pues aunque sorprenda la magnitud del dato,
nada nuevo, pues ya sabemos que la tendencia hacia crisis cíclicas es una ley
inherente al sistema capitalista. Pero donde el sistema económico capitalista
se enfrenta realmente a cambios traumáticos es ante las crisis sistémicas, tal
como la que actualmente vivimos y que pretendió ser negada en Davos. Los únicos
análisis serios en este sentido se hacen en los anuales encuentros del Club de
Bilderberg, motivo que explica el secretismo de su agenda interna.
En
el mismo período estudiado por Taylor, el capitalismo afrontó tres crisis
sistémicas. La primera tuvo su origen en 1873, la segunda en 1929 y la última,
en la que aún estamos inmersos, en 2007. Cada una de estas implicó el
agotamiento de la forma de hacer anteriormente existente y la implementación,
durante largos años, de un nuevo modelo que generaría una nueva normalidad.
El crac
bursátil de 1929 obligó a la implementación de un modelo de capitalismo diferente
al que se había puesto en marcha a partir de 1873, quedando integralmente
aplicado –nueva normalidad- durante la postguerra. Así, entre 1950 y 2007
asistimos a la fase estrella de eso que se ha llamado “progreso”, donde el
crecimiento medio del planeta fue del 5% hasta 1975 y luego se ralentizó por la
aplicación del neoliberalismo, pasando al 3%.
La crisis
financiera de 2007 marca el fin de aquel período, situándonos desde entonces en
un momento de transito hacia otro modelo de capitalismo. En él y aunque aun
este en diseño, la flexibilidad laboral ha pasado a ser uno de sus ejes
fundamentales, precarizándose enormemente el mercado de trabajo. Pero además,
el capitalismo de las plataformas digitales hace que la disciplina laboral sea
más rígida, ya que impone supuestas mediciones “científicas” y evaluaciones que
pueden parecerse a la de la vieja fabricación industrial. Sin embargo y a
diferencia de antaño, a cambio de esta subordinación los trabajadores ya no
reciben seguridad social a cargo de la empresa ni derecho a la representación
político-sindical.
De
igual manera, el concepto de producción correspondiente al modelo anterior se
ha visto superado por el modelo de productividad. Producción y productividad
son dos términos que se confunden habitualmente pero que en realidad poco
tienen que ver. Entre 1995 y 2015 la productividad global ha crecido muy poco
por no decir prácticamente nada.
Durante
el modelo de crecimiento instaurado en la posguerra el enfoque se hizo muy
orientado hacia el consumo, soportándose esta realidad mediante incrementos de
la capacidad adquisitiva o bien con créditos. Con el tiempo el crédito fue
teniendo cada vez mayor importancia, pero siempre quedó anclado a las tasas de
ocupación y la capacidad salarial. Si resulta que la remuneración por hora
trabajada no crece, situación en la que estamos desde hace décadas, nos
encontramos ante un problema que tiene su impacto en los indicadores de
desigualdad.
Los
últimos estudios sobre desigualdad realizados por la OCDE con proyecciones
hacia el 2060 vienen a indicar que en todos los países la desigualdad crecerá.
Esto implica que tendremos que acostumbrarnos a movernos en un mundo cada vez
más desigual y con salarios estancados, condición que jamás había sucedido en
la historia de la economía mundial de forma sistémica.
Siguiendo
con los estudios prospectivos de la OCDE, alarma ver como estos análisis
indican que entre 2026 y 2060 el crecimiento caerá sostenidamente de forma
paulatina. Estos indicadores vienen a señalar que llegado el 2046 los países
OCDE estarán en los niveles de crecimiento del 2005 y en 2060 la situación será
aun inferior a la existente a primeros del presente siglo. Para los países que
no forman parte de la OCDE –Brasil o China entre ellos- esta declinación será
aún más pronunciada.
Cuando
esta crisis sistémica finalice llegaremos a un escenario estabilizado de nueva
normalidad donde el crecimiento estará altamente sesgado –unas zonas tendrán crecimiento
pero la mayoría no-; existirá un equilibrio estructural en desempleo elevado
–precisamente lo que Keynes cuestionó en su momento-; esto implicará que el
empleo a tiempo parcial y desempleo será muy elevado, disparándose la
contratación temporal a todos los sectores de la producción; la clase media
comenzará a declinar y con ella desaparecerá el concepto de Estado que hoy
conocemos a favor del poder de las grandes corporaciones; la industria 4.0 –era
postmáquina aplicada a la customización- hará que lo que se fabrique hoy mañana
será antiguo (la vida media de un nuevo producto en la década de 1980 estaba en
unos tres años, en la década de 1990 se redujo a un año, hoy se mueve entre
tres y cinco meses); y entraremos de lleno en la Sociedad 1/3, es decir, un
modelo de sociedad donde un tercio de nosotros será necesario, otro tercio
parcialmente necesario y el tercio restante un estorbo.
En
este modelo de sociedad el gasto público será muy reducido, y si no hay
ingresos superiores al gasto de la seguridad social -pensiones y subsidios por
prestaciones de desempleo- los subsidios se irán acabando consecuencia de que
los contratos serán cada vez más precarios y los ingresos tenderán a
estancarse.
Hasta
los economistas estadounidenses no marxistas más sensatos -caso de Robert
Reich, Paul Krugman o Joseph Stiglitz- se han visto obligados durante las
últimas décadas a modificar su interpretación de las causas del crecimiento de
la desigualdad. Tiempo atrás, los economistas liberales sostenían que el
aumento de la desigualdad era resultado de que había sectores de la clase
trabajadora que no reunían los requisitos tecnológicos o carecían de las
habilidades exigidas por “cambio tecnológico basado en la habilidad” (SBTC, por
sus siglas en inglés). En ese contexto, la educación era vista como el gran
nivelador, estabilizador de la riqueza y herramienta de avance de los sectores
atrasados. Sin embargo, el aumento del número de graduados universitarios en
todo el planeta, especialmente en los países del Sur, sin que la desigualdad
global deje de aumentar ha puesto el cuestión este discurso. Es la tendencia
hacia el monopolio que deviene de la evolución sistémica del capitalismo lo que
lleva al aumento de la desigualdad económica, algo de lo que Marx ya nos habló
hace 150 años…
El
cierre del Foro de Davos fue una fiesta, pero no nos equivoquemos, el planeta
va a una situación bastante peor de la que ya estamos. Entender esta realidad
es algo de fundamental importancia para sociedades, Estados y pequeños y
medianos emprendedores, pues ni izquierdas ni derechas muestran en la
actualidad capacidad alguna para plantear alternativas creíbles al nuevo modelo
de irracional capitalismo en curso.