Por
Decio Machado
La
teoría de las Relaciones Internacionales tradicionalmente ha venido siendo
determinada por aquellos actores protagónicos en las relaciones de poder
existentes en el Sistema Mundo. Es por ello que América Latina es una región
que en el plano geopolítico fue considera inicialmente como “tercer mundo”,
definición que conlleva la no pertenencia a la esfera de países industrialmente
desarrollados (primer mundo) ni a la de aquellos centralmente planificados
(segundo mundo). Con el paso del tiempo estos términos quedaron desfasados,
siendo el subcontinente incorporado al concepto de “países en vías de
desarrollo”, lo que de igual manera sigue implicando un rol secundario en el
Sistema Internacional.
Con el
fin de la guerra fría y el consiguiente colapso de los “socialismos reales” se dio
inicio a un nuevo ciclo de consenso neoliberal, cuyas características podrían
ser resumidas en tres puntos básicos: el “pretendido” fin de las ideologías, la
demonización de la acción del Estado y la imposición del mercado como mecanismo
regulador de la vida. Las consecuencias para la región no pudieron ser más
catastróficas y los años ochenta fueron considerados como la “década perdida”
(descomposición económica y social, instalación del aperturismo económico bajo
el paraguas del Consenso de Washington, aumento de la pobreza y varios
episodios de hiperinflación en países como Argentina, Bolivia, Nicaragua o
Venezuela). América Latina asistió a un nuevo régimen de acumulación que
desmanteló las bases de lo que había sido el ya entonces bastante erosionado
modelo desarrollista impulsado en una fase anterior por la CEPAL, imponiendo un
achicamiento del Estado mediante el ajuste del gasto público, una política
acelerada de privatizaciones, la importación de bienes y capitales, así como la
apertura financiera y el desmantelamiento de medidas proteccionistas en defensa
de los mercados nacionales.
En ese
contexto, el debate académico y político en torno a la identidad
latinoamericana y su proyección de futuro carecía de lugar tanto en marco de las
relaciones internacionales como de las comerciales intrarregionales, pues todo
se limitaba a las políticas de ajuste estructural implementadas desde las
instituciones de Bretton Woods.
Con la
llegada de la globalización capitalista, el regionalismo se convertiría en el
mecanismo recurrente que los gobiernos de diferentes países ubicados en muy
distintas partes del planeta utilizarían para conformar bloques regionales
(organizaciones internacionales que agrupando naciones buscan obtener beneficios
económicos mutuos). De esta manera la Asociación de los Países del Sudeste
Asiático (ASEAN), la Asociación Sudasiática para la Cooperación Regional
(SAARC), la Comunidad Económica de Estados de África Occidental (ECOWAS) o la
Comunidad de Desarrollo de África Austral (SADC), por poner tan solo algunos
ejemplos de bloques regionales conformados durante las últimas tres décadas del
pasado siglo se vieron revitalizados. De igual manera surgieron otros como Unión
Africana ya en el presente siglo. Todo ello sin perjuicio de que en la mayor
parte de los casos esta conformación de intereses comunes tenga difícil
distinción entre lo político y lo económico.
En el
caso de América Latina, durante el presente siglo también se profundizó la
cooperación política, financiera y social. Si bien en 1985 Argentina y Brasil
firmaron un acuerdo de integración económica que culminaría en 1991 con la
conformación del Mercado Común del Sur (Mercosur), sería ya a finales del 2004
cuando naciera la Alianza Bolivariana para los Pueblos de Nuestra América (ALBA),
siguiéndole en 2008 la Unión de Naciones Suramericanas (Unasur) y un año
después un Banco del Sur que nunca terminó de arrancar, para culminar en
diciembre del 2011 -en la cumbre de Caracas- con la constitución oficial de la
Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (Celac).
América Latina: sus relaciones políticas y
comerciales
Podríamos
decir que desde una perspectiva clásica, los objetivos de la integración regional
en diferentes partes del planeta se enmarcan en estrechar relaciones entre
países, reducir riesgos de conflictos armados, reducir las asimetrías entre
grandes y pequeños, promover una convergencia en el desarrollo hacia arriba, e
impulsar la industrialización y los servicios por medio de complementaciones
económicas.
En ese
contexto, el dinamismo político vivido en los últimos años en América Latina y
la forma en que la región ha participado en los procesos políticos y económicos
mundiales permitió vislumbrar hasta hace muy poco tiempo una base política
común construida con cierto enfoque teórico sólido.
Lo
anterior se debió al rescate de cierta visión interdependentista en la
percepción de las relaciones internacionales por parte de varios países de la
región, ya enmarcada ésta en el período que se ha venido en llamar “ciclo
progresista”, mediante el cual se concibió el Sistema Mundo como un escenario
global marcado por el triunfo del capitalismo transnacional y financiero.
Durante algo más de una década muchos gobiernos de los países de Suramérica
tomaron conciencia de que el régimen internacional de comercio e inversiones
está totalmente sesgado y favorece a los intereses de los países más ricos y
poderosos. Así se explica el actual marco global de asimetrías que derivan en
relaciones de desigualdad y explotación a las que se ven sometidos los países
periféricos dentro del ámbito de la división internacional del trabajo.
Ese
contexto llega acompañado de una nueva realidad: los vacíos generados por el
fracasado intento de establecer un nuevo orden mundial que pretendió ser
unipolar, tras el derrumbe de la Unión Soviética, permitió el crecimiento y la
expansión de potencias regionales en los diversos continentes, las cuales
paulatinamente fueron asumiendo su rol como nuevos centros de poder mundial
(Brasil, Rusia, India, China y Sudáfrica). El Consejo Nacional de Inteligencia
de Estados Unidos admitiría hace ya unos años en su informe Tendencias Globales 2025 que “la
transferencia de riqueza y de poder económico global, tiene lugar a grandes
rasgos, de Occidente a Oriente […] hecho sin precedentes en la historia
moderna”. Con la llegada del boom de
los precios de los commodities (2003)
los flujos de capital privado a países en desarrollo pasaron de dos mil
millones de dólares en el año 2000 a casi un billón de dólares en el año 2010.
Incluso los brokers de Wall Street se
vieron obligados a afirmar que frente al declive de las economías occidentales,
la tendencia del fluir del dinero pasaba a ser Oriente y el Sur. La suma de
fondos de inversión en acciones de mercados emergentes creció entre el año 2000
y 2005 un 92% mientras que entre 2006 y 2010 la cuota alcanzó el 478%. De igual
manera, el flujo de dinero privado que suponía el 2% del PIB de estos mercados
en 1990 saltó al 9% de un PIB mucho más alto en 2007. En definitiva, los
mercados emergentes se habían posicionado como un actor con capacidad de
generar grandes beneficios durante la primera década del presente siglo y los
países en vías de desarrollo, especialmente de América Latina, desarrollaron la
falsa idea de que seguirían creciendo con indicadores altos (en 2007, el punto
álgido de este crecimiento, todas las economías del mundo con excepción de
Fiji, República del Congo y Zimbabue crecieron, llegando 114 países a alcanzar
cuotas por encima del 5%) y de forma interrumpida durante la siguiente década.
En resumen, el mundo había vivido un momento de goldilocks economy global similar a lo que fue la “economía de
hadas” de la que disfrutó Estados Unidos en la década de 1990.
En ese
contexto, los procesos de integración latinoamericana -dinamizados durante el
período de bonanza económica- responden a la búsqueda por parte de los
respectivos países del subcontinente de su estabilidad sistémica como
resultante de la puesta en común de mercados y recursos. Bajo el objeto de
favorecer el desarrollo nacional, dicha integración aparece como una de las
fuerzas motrices que explicaban el interés de nuestros países por participar de
estos procesos más allá de las sensibilidades ideológicas de cada uno de estos
gobiernos.
En los
hechos, el interés inicial en integrarse se basó básicamente en dos aspectos
determinantes: revertir posibles tendencias al conflicto entre países del área
y los correspondientes costos –políticos y económicos- que para la región
supondrían un episodio de estas características; y enfrentar de mejor manera
los distintos tipos de desafíos externos –crisis internacionales e impactos de
la globalización- mejorando la capacidad de negociación, especialmente en el
ámbito comercial, con otros países o bloques ajenos a la región.
En
términos teóricos y desde una perspectiva comercial, “integrar” se traduce en
construir un espacio económico ampliado superador del viejo modelo de “unidad
de comercio” (Estado nación), lo que en términos prácticos implica la
eliminación de barreras comerciales para la importación/exportación entre los
países socios del bloque y un concepto de planificación suprarregional basado
en la complementariedad en todos sus aspectos.
Pero el
eje económico de la integración no se disgrega del político en nuestra región,
y así en su discurso fundacional de Unasur, en junio de 2008, el entonces
presidente brasileño Lula da Silva explicitaría: “Más de 300 millones de
hombres y mujeres se benefician hoy de una fase excepcional de crecimiento
económico y de exitosos programas de inclusión social. Ellos son la base de
producción enorme y gran mercado de bienes de consumo. No es coincidencia que
ahora somos uno de los principales puntos de atracción de inversiones en el
mundo”.
Durante
el boom de los commodities, es decir, mientras duró el ciclo de bonanza económica
en la región, el crecimiento de las economías latinoamericanas y especialmente
el de las suramericanas se basó –en gran medida- en el impulso del consumo
privado, el cual obedece a una sustancial mejora del aumento del crédito y los
indicadores laborales. Fruto de ello, se dinamizaron las economías nacionales,
produciéndose cierto agotamiento de la capacidad productiva ociosa, lo que
provocó un incremento sostenido de la demanda interna y de la inversión en la
mayoría de nuestros países. A su vez, la continuidad del crecimiento y la mejora
en el empleo, junto a la aplicación de políticas sociales compensatorias como
eje de las nuevas gobernabilidades permitió obtener un descenso escalonado de
los indicadores de pobreza.
Terminada
la “década dorada” y con un mundo reconvertido a un crecimiento global
ralentizado donde las economías del Norte y de China redujeron las
importaciones de commodities a la par
que se incrementan los indicios de una política menos expansiva por parte de la
Reserva Federal de Estados Unidos, los mercados emergentes dejaron de tener los
rendimientos de antaño, haciendo que nuestras economías deban de nuevo
enfrentarse a lo que podríamos denominar una “nueva normalidad”. Estamos en el
momento de hacer balances y analizar perspectivas.
En marzo
del presente año el Mercosur –integrado en la actualidad por Argentina, Bolivia,
Brasil, Paraguay, Uruguay y Venezuela- cumplió su veinticinco aniversario. En su
cuarto de siglo de existencia los países que lo integran han multiplicado por
diez sus relaciones comerciales, sin que por ello se hayan solventado las
asimetrías internas que benefician especialmente a Brasil y en segundo lugar a
Argentina, además de haber logrado en el ámbito de lo político que entre los
Estados del bloque ahora sea posible viajar sin visa ni pasaporte, a la par que
los ciudadanos pertenecientes a estos países tengan derechos de residencia
garantizados por acuerdos y se reconozcan aportes de jubilación entre otros
aspectos (el objetivo es concretar la ciudadanía plena en el Mercosur antes de
finales del 2021). Otros de los retos que se planteaban al interior de este
bloque es la institucionalización del Parlamento del Mercosur (Parlasur), donde
existe un gran déficit democrático dado que solo los representantes de
Argentina y Paraguay son elegidos por voto directo, quedando para el debate si
el Parlasur llegará en algún momento a tener competencias legislativas, dado
que por ahora su carácter se limita a emitir recomendaciones a los Estados
miembros.
Cuando
se evalúa esta experiencia dentro del contexto regional, es fácil advertir que
el Mercosur ha conseguido logros que podemos considerar importantes. Se
convirtió en un proyecto positivo para fortalecer la seguridad interna y
externa de la región, de igual manera que la paz y la democracia en sus
respectivos países (cabe recordar como Paraguay fue expulsada tras el golpe de
Estado al presidente Fernando Lugo y reincorporada después tras el
restablecimiento de la normalidad democrática). De igual manera, en diversas
ocasiones los Estados miembros han hecho alarde de su voluntad de convergencia
y la adopción de respuestas solidarias ante problemas comunes. Su conformación
como bloque regional ha permitido la adopción, en diversas ocasiones, de
posiciones conjuntas como fueron los casos del ALCA y la OMC, así como la
superación de desencuentros intrarregionales como el caso de los existentes
entre Brasil y Argentina fruto de los objetivos de desarrollo nuclear del
primero. Pero especialmente, su mayor virtud se basa en el hecho de no haber dejado
en manos de las fuerzas del mercado el proceso de integración político
comercial de los países implicados, lo que le hubiese convertido en un proceso
de aproximación intrarregional esencialmente mercantilista.
Sin
embargo los tiempos están cambiando y el Mercosur se propone ahora como reto la
concreción de una serie de acuerdos comerciales entre los que destaca el que se
negocia hace años con la Unión Europea. Esta apertura a los tratados de libre
comercio conllevará la eliminación de 81 barreras comerciales proteccionistas
existentes en la actualidad bajo el pretexto de abrir el bloque regional al
mundo. Hasta hace relativamente poco tiempo este impulso hacia la
liberalización de los mercados venía siendo resistido por Argentina y
Venezuela, sin embargo los cambios de gobierno en Argentina y más recientemente
en Brasil resucitaron la visión neoliberal de antaño. En paralelo, los cuatro
países fundadores (Argentina, Brasil, Paraguay y Uruguay) decidieron impedir
recientemente que Venezuela, quien es miembro de pleno derecho desde el año
2012, asumiera la presidencia rotatoria que legítimamente le corresponde al
interior de este organismo, quedando advertida que de no agilizar la
ratificación de los acuerdos del bloque (Acuerdo de Complementación Económica
No. 18 que versa sobre la libre circulaciones de bienes, así como el Protocolo
de Promoción y Protección de Derechos Humanos y el Acuerdo sobre Residencia de
Nacionales de los Estados Partes de Mercosur) quedará suspendida el próximo
primero de diciembre. Lo que pueda suceder con Venezuela sin duda tendrá
implicaciones también para Bolivia, quien firmó la adhesión a Mercosur el
pasado 17 de julio. Fruto del conflicto anterior las relaciones entre Uruguay y
Brasil han quedado fuertemente dañadas, al denunciar el primero las presiones
recibidas desde Brasilia para votar contra la investidura venezolana. Pero para
terminar de profundizar la crisis, cabe destacar que recientemente el nuevo
ministro de Relaciones Exteriores brasileño, José Serra, ha puesto en cuestión
su interés en Mercosur, manifestando que Brasil se ha visto comercialmente
perjudicado por su pertenencia al bloque y planteando la necesidad de
flexibilizar la tarifa común y la cláusula de unión aduanera para así poder redirigir
sus estrategias preferenciales en el ámbito comercial y político con países
como México y profundizar sus relaciones con China. En estas condiciones, todo
parece indicar que Mercosur se está convirtiendo en un barco que navega a la
deriva.
En
paralelo, la Unasur, conformada por los doce países que integran Suramérica y
que tuvo un inicio muy promisorio, se encuentra en la actualidad dividida y
paralizada fruto del desencuentro entre los distintos modelos de desarrollo
político, económico y social que se dibujan actualmente en la región. Además de
ello, con el impacto de la crisis económica en América Latina vemos mermado el
despliegue que hasta hace poco se había hecho de las empresas multilatinas y
como los doce consejos temáticos de este organismo han quedado semiparalizados
a la hora de tomar decisiones de conjunto. La gradual ampliación de la brecha
entre propuesta y concreción existente al interior del Unasur ha conllevado su
parálisis y, lamentablemente también a la erosión de las lógicas anteriormente
imperantes de mayor asociación efectiva. Esta situación ha desembocado en el
hecho de que su secretario general, el colombiano Ernesto Samper, haya
recientemente anunciado que no se presentará a la reelección para dirigir dicho
bloque, bajo el “diplomático” pretexto de incorporarse al proceso de paz
iniciado en Colombia.
Hablando
claro, la llegada de Mauricio Macri y Michel Temer a dos gobiernos de la
importancia de Argentina y Brasil en Suramérica han configurado un nuevo
momento regional donde al calor del recrudecimiento de los conflictos
geopolíticos producto del fin de la bonanza económica, los modelos neoliberales
vuelven protagonizar iniciativas políticas en la región y se trastoca el modelo
de relaciones internacionales emprendido desde principios del presente siglo en
América Latina.
Esto
coincide con el deterioro interno del ALBA fruto de la crisis política y
económica que atraviesa Venezuela y la incorporación de Argentina como miembro
observador de la Alianza del Pacífico, lo que a la postre significará su
alineamiento con cuatro países que han firmado tratados de libre comercio con
los Estados Unidos en los últimos años.
El impacto del estornudo chino en la región
Para
complicar aún más las cosas, cabe reseñar que la situación de la economía
china, país sobre el cual América Latina ha basado gran parte de la exportación
de sus materias primas, plantea en la actualidad grandes interrogantes y
riesgos.
Tras
cuatro décadas con unas tasas de crecimiento impresionantes, los conductores
chinos se han visto obligados a abrir un proceso de reflexión que en la
actualidad se ha convertido en una serie de medidas de reforma que están
transformando la realidad económica del gigante asiático.
En 2008,
el entonces primer ministro chino Wen Jiabao calificaría el crecimiento chino
como “desequilibrado, descoordinado e insostenible”. Desde entonces hasta hoy
la cosa no ha hecho más que empeorar: la deuda total en relación al PIB interno
crece con rapidez, la ventaja que suponía la mano de obra barata –eje
fundamental del acelerado crecimiento de China- ha ido paulatinamente
desapareciendo, y la actual fuga de capitales que se vive en el país comienza a
tener impactos sobre los niveles de su inversión interna.
El
crecimiento chino se ha desacelerado, pasando el 9,6% en el año 2000 al 6,4% pronosticado
para el presente. El camino más probable para China es el que siguió Japón a
principios de la década de 1970, cuando su economía en auge desde el fin de la
guerra se ralentizó notablemente aunque siguió creciendo a un ritmo respetable,
algo esperable en la fase de madurez de cualquier economía “milagro”.
La
desaceleración china supone el fin de un ciclo económico global que permitió la
reducción de la pobreza global aunque también se aceleraran las amenazas de
destrucción ambiental, el calentamiento global y la forja de un nuevo modelo de
imperialismo de perfil soft power.
Aunque
al cierre del año 2015 el superávit de la balanza comercial china se cifra en
594.500 millones de dólares, lo que demuestra que la maquinaria import/export asiática sigue en
funcionamiento, es evidente el cambio de velocidad a una marcha inferior ha
impactado fuertemente sobre América Latina y lo que viene aún puede ser peor.
Tras un
año de la debacle bursátil en China, el conocido como “agosto negro”, y a pesar
que durante este período los títulos se han mantenido estables, han ido
creciendo burbujas en los bonos y los bienes raíces, dos mercados que
desempeñan un papel muy importante en la economía asiática y que pueden
producir a futuro un grave estallido de repercusiones globales.
El alto
endeudamiento privado que enfrenta China es un problema grave, amortiguado por
el hecho de que dicho endeudamiento se desarrolle en su propia moneda. Lo
anterior no quita para que esta situación pudiera desembocar en un nuevo
tsunami financiero global, pues su “banca en la sombra” ha crecido a niveles
exponenciales y más de seis mil bancos subterráneos operan desde los trasfondos
de su economía. Si bien el sistema financiero del país no está ni remotamente
cerca de un colapso –siendo más robusto que el de algunos países
desarrollados-, los préstamos ocultos en los balances de los bancos, que forman
parte de las inversiones a corto plazo, y fuera de los balances como los
préstamos del sistema bancario en la sombra se elevan a 34,4 billones de yuanes
(2 billones de dólares), más de cinco veces el volumen de préstamos de alto
riesgo que tenía Estados Unidos al comienzo de la crisis financiera del 2008.
Es un
hecho que la deuda total de China (pública y privada) ya alcanza cuotas del
270% de su PIB (170% de las corporaciones, 60% del gobierno y el 40% de los
hogares), representando dicho PIB el 17% de la economía mundial. Esto hace que
curiosamente el PIB nominal chino esté por debajo que el PIB real, es decir,
gran parte de los nuevos préstamos no tienen como finalidad estimular la
economía sino pagar otros préstamos adeudados.
El
gobierno chino ya acepta públicamente los niveles internos de riesgo y en
palabras de su premier, Li Keqiang,
se debe “hundir el cuchillo sin piedad en las empresas zombi”. Esta aseveración
implicará medidas de shock destinadas
a reestructurar a las firmas salvables, reconocer y asignar pérdidas de
acreedores, ocuparse de los trabajadores desplazados que queden sin empleo y
otros tantos costos sociales más derivados de las lógicas de perfil
librecambistas destinadas a una mayor apertura de los mercados al sector
privado. Próximamente China se enfrentará, como el resto de países del
capitalismo desarrollado, al desempleo estructural y a la reasignación de
trabajadores a otras funciones diferentes a las que actualmente ejercen,
teniendo que afrontar fuertes gastos de cobertura social hasta ahora desconocidos
en aquellas latitudes.
En la
actualidad China debe afrontar tres burbujas acumuladas y combinadas:
inmobiliaria, crediticia y bursátil. Todas ellas derivan de la huida hacia
delante emprendida por China tras la crisis de 2008, con incremento del gasto y
del endeudamiento general así como de los estímulos monetarios para mantener un
conseguir ritmo de crecimiento alto teniendo en cuenta el exceso de capacidad
de muchas de las industrias existentes en el país. Pero además, hemos de tener
en cuenta que en la última década el principal motor del auge chino fue el
aumento de la inversión del 35% a casi el 50%, una cifra sin precedentes en
ningún otro país de importancia. Esta inversión incluye desde redes de
transportes y comunicaciones hasta infraestructuras destinadas al sector empresarial
y equipamiento. China gastaba más en inversiones nuevas –principalmente en
construcción- que las economías estadounidenses y europea (donde las
inversiones son del 15 y 20% del PIB respectivamente). Pero este tipo de gasto
ya no puede continuar, pues la economía china ha entrado en una fase de madurez
que le obliga a transitar de una economía eminentemente industrial a otra en la
que predomine el sector servicios y donde el ritmo de crecimiento será
sustancialmente más débil.
Los
problemas en China tienen por su dimensión una afectación planetaria. La ralentización
del crecimiento chino ha tenido un impacto directo sobre la demanda y el precio
de las materias primas en los mercados globales y especialmente en América
Latina. El impacto de esa caída de precios ha deprimido las economías de los
países emergentes haciendo que algunos de ellos entraran en recesión y otros
aún estén en riesgo de hacerlo. Si China estornuda todo el mundo se resfría y
en el caso de América Latina, nos mete en cama.
Nuevos tiempos de incertidumbre para
América Latina
La
importante caída de la demanda interna de los países de la región hace que las
proyecciones de contracción regional para el 2016 se mantengan por segundo año
consecutivo. Para el presente ejercicio se espera una caída del producto del
0,8%, una cifra significativamente mayor al 0,5% observado en 2015. Esto
conlleva una disminución del PIB per cápita del 2,0%.
A la
menor demanda externa se suma la tendencia a la baja de los precios de los
productos básicos. Según CEPAL el índice de precios de exportación de productos
básicos cayeron un 29% en 2015, con diferencias entre los rubros: los precios
de los productos energéticos disminuyeron un 42%, los de los metales y
minerales un 23%, y los productos agropecuarios un 16%. Los países exportadores
de hidrocarburos de América del Sur, fuertemente golpeados por la baja de sus
precios de exportación, experimentaron un fuerte descenso del valor de sus
exportaciones: el 50% en el caso de Venezuela, más del 30% en Colombia y
Bolivia, y el 28% en el caso de Ecuador. A inicios de 2016 esos precios
sufrieron nuevas caídas intensas y durante el transcurso del años se han ido
recuperando aunque muy lentamente sin esperarse variaciones significativas en
lo que queda de año. Con estas expectativas, es de esperar que el precio del
petróleo crudo disminuya un 21% este año respecto al 2015, el cobre un 13%, el
mineral de hierro un 23% y el de la harina de soja un 14%.
Existen
incluso varios elementos, tanto internos como externos, que podrían empeorar
esta proyección de las exportaciones en la región. Por un lado, esta la fuerte
dependencia del mercado brasileño por parte de algunos países de América del
Sur, lo que podría tener efectos negativos consecuencia de la situación que atraviesa
el gigante suramericano (en el caso de los países del Mercosur las
exportaciones dirigidas al Brasil representan algo más del 20%). Por otro y
volviendo al punto anterior, hay que considerar que una mayor desaceleración de
la economía China tendrá graves afectaciones en el subcontinente.
Con la
consolidación del modelo primario exportador y la profundización de la
dependencia regional al mercado global de commodities,
nuestros países se han reprimarizado durante la última década, hecho que determina
que tras el fin de la “década dorada” se haya desacelerado la demanda interna,
con notables caídas de la inversión y el consumo. En 2015 la demanda interna
descendió un 1,6%, con disminuciones del consumo final (-0,2%) y de la
formación bruta de capital (-6,5%). El consumo dejó de ser el componente que
sostenía la demanda. Países como Brasil cerrarán el presente año con una caída
del crecimiento en torno al -3,5% y Venezuela alcanzará la cuota de -8,00%.
El
impacto de la desaceleración económica en la tasa de desempleo está aumentado
respecto al ya resultado negativo del 2015 (el desempleo alcanzó el 7,4%, lo
que supuso un significativo aumento respecto al 7,0% del 2014). Fruto de la
menor generación de empleo asalariado, se expande el trabajo por cuenta propia,
lo que significa un empeoramiento de la calidad del empleo en la región.
Todo lo
anterior conlleva a una reflexión general. Si bien es cierto que han existido
países de la periferia más cercena al centro que han conseguido, mediante
dinámicas de desarrollo tardo-capitalistas, ocupar posiciones prominentes en el
mercado global a costa de viejas potencias en declive, basta releer la teoría
marxista del desarrollo desigual y combinado para poner en discusión que esta
regla pueda ser generalizada. En la cúspide de la pirámide de la economía global
no hay sitio para todos, esto implica que muy pocos países hayan logrado un
crecimiento rápido y sostenido a lo largo del tiempo.
Haciendo
un breve recorrido sobre la historia económica reciente veremos que a lo largo
de cualquier década desde la mitad del siglo pasado, sólo una tercera parte de
los países emergentes han logrado crecer a una tasa de crecimiento anual del 5%
o superior. Menos de un cuarto han mantenido ese ritmo durante dos décadas y la
décima parte durante tres. Sólo seis países (Malasia, Singapur, Corea del Sur,
Taiwán, Tailandia y Hong Kong) han mantenido esta tasa de crecimiento durante
cuatro décadas y dos de ellos (Corea del Sur y Taiwán) durante cinco. Es más, durante
la última década –con excepción de China e India- todos los demás países que
consiguieron mantener una tasa de crecimiento del 5% era la primera vez que lo
hacían. Estamos ante lo que podemos denominar primera regla de la “ley de
gravedad” económico capitalista.
Con el doloroso
final de una época dorada de dinero fácil y crecimiento también fácil en América
Latina, el capital está generando un nuevo mapa de mercados emergentes, lo que
está implicando para algunas economías regionales antes muy beneficiadas un
fuerte impacto por fuga de capitales. El caso más significativo de esta nueva
realidad es México, donde mientras el servicio de deuda sigue creciendo, se
registra una salida de capitales por 11.368 millones de dólares durante este
primer semestre.
Algunas reflexiones y la necesidad de
incorporar nuevos retos
Hoy nos
encontramos que tras más de una década de propuestas que se decían alternativas
en materia de interrelación entre los países de la región y de un modelo de
integración que se autodefinía como superador del mero esquema comercial, no
se han construido siquiera universidades binacionales –símbolo máximo de nuestra
debilidad regional- y no se ha sido capaz de diversificar las economías de la
región (no se ha generado valor agregado en nuestro sistema productivo y el
discurso sobre mentefactura sigue siendo una ilusión).
Para que
haya integración debe amplitud de actores en un marco de diálogo y negociación,
y por lo tanto tensión. Esto es una asignatura pendiente, pues terminado el
período de bonanza económica y dinero fácil, el subcontinente queda dividido
políticamente en dos y nuestras ciudadanías no se han incorporado a los
procesos teóricamente de transformación más allá que mediante el mecanismo del
sufragio universal.
Ciertamente
hay avances en infraestructuras energéticas y modernización en nuestros
Estados, sin embargo los megaproyectos de conectividad intrarregional (el viejo
y neoliberal IIRSA hoy reconvertido tan solo por su nombre en Cosiplan) apenas sirvieron
como herramienta facilitadora para la reprimarización de nuestras economías,
pero no para aumentar el comercio entre nuestros países y construir las bases
de un futuro común y complementario.
Si bien
es cierto que asistimos en la región a una “década ganada” en materia de
desarrollo de infraestructuras, inversiones sociales (educación y salud
principalmente) e incremento del target poblacional en capas medias, también lo
son la debilidad de estos logros. A tan solo dos años de que terminase el boom de los commodities, la región ya ve como se invierte la evolución de los
indicadores de pobreza (40% de nuestra población, el target más alto de
latinoamericanos, es población vulnerable y tiene serios riesgos de involución
en su escala social), los sectores populares sufren un fuerte proceso de endeudamiento
familiar fruto del impulso de un modelo consumista carente de criterios y
valores, el proceso de integración regional y la construcción de la Patria
Grande ha entrado en crisis, no ha habido transformaciones significativas en
nuestro sector agrario más allá de la notable expansión de la soja, no hay
apenas complementariedades económicas entre nuestros países, nuestras distintas
economías nacionales siguen determinadas por el modelo de ganancia y el
conjunto de la región se ha vuelto aún más dependiente de las necesidades de
los países del Norte. Países como Bolivia y Ecuador, en los cuales se
implementaron los procesos constituyentes posneoliberales más innovadores hoy
son los Estados que más se han reprimarizado durante el último período, e incluso
Brasil –el país más industrializado de América del Sur- ha perdido durante esta
década el 20% de su capacidad industrial consumiendo en su mercado interno
productos chinos que antes producía.
El
concepto de desarrollo aplicado en los países latinoamericanos, sin distinción
de la sensibilidad política a la que responde cada uno de nuestros gobiernos,
se basó en una lógica de crecimiento y en el mejor de los casos en cierta
redistribución del excedente (no confundir excedente con concentración de
riqueza). Sin embargo, la historia nos indica que si se quiere romper con las
dinámicas del capitalismo global se hace necesario una redefinición del sistema
económico partiendo de la perspectiva de la atención de las necesidades humanas
básicas, incluido dentro de ello el marco social y ecológico.
Lo
anterior significa romper con esquemas de enfoque economicista y la ilusión
consumista. La construcción de una economía humanista exige repensar la
dialéctica entre necesidades, satisfactores (medio por el cual se expresa una
necesidad) y bienes.
Nuestro
subcontinente vive una paradoja consustancial al concepto imperante de
desarrollo. Mientras sostuvimos un crecimiento considerable en términos de PIB
e incremento de fuerzas productivas fruto del alza de precios en el mercado
especulativo global de los commodities,
incrementamos en paralelo el número de habitantes en nuestras gigantescas
urbes, los niveles de deterioro ambiental, el despilfarro de recursos naturales
y también de fuerza de trabajo.
Seamos
claros, no hay correspondencia entre el crecimiento económico y la realización
del ser humano con el consiguiente respeto a la libertad y los derechos humanos.
Jugar a imitar procesos externos de relaciones entre países, comercio
supranacional y modelos de crecimiento exitosos en el sureste asiático implica
aceptar los mismos conceptos de “maldesarrollo” que se exponen por todas partes
del sistema mundo y que devienen en la actual insostenibilidad planetaria.
El
desarrollo de la planificación estratégica por parte de los Estados
latinoamericanos nos debería obligar a acelerar la integración y adecuar nuevas
formas de interrelación complementaria en materia de cooperación y
comercio. Pero el estudio estratégico no
puede derivar solo discursos, presidencias y metas que a medio y largo plazo
suelen quedar en la nada o se agotan.
Es hora
de repensar hojas de ruta y modelos de interrelación regionales, si es que de
verdad queremos construir una inserción inteligente en el sistema mundo.