Por Decio
Machado // Director de la Fundación
Alternativas Latinoamericanas de Desarrollo Humano y Estudios Antropológicos
(ALDHEA)
Es mucha
ya la tinta vertida en torno al debate político de moda en América Latina: el
llamado “fin del ciclo progresista”. Tras una revisión general de estos textos,
se puede apreciar como se han polarizado las posiciones en contra y a favor de
estos procesos políticos latinoamericanos, la mayoría de las veces desde posturas
ideológicas de barricada que poco o nada aportan para entender la actual
coyuntura que se vive en la región.
Tesis enfrentadas
Es así que
los sectores más conservadores festejan a bombo y platillo el deterioro
político progresista, enarbolando discursos que tienen que ver con un
pretendido restablecimiento del sistema democrático frente al “supuesto”
totalitarismo esgrimido por los regímenes del llamado socialismo del siglo XXI
y sus adláteres. Estos generadores de opinión de la derecha tradicional,
también hacen referencia a lo que consideran un “generalizado” hartazgo ciudadano
ante el colapso económico propiciado por modelos de gestión donde la intervención
del Estado en la economía demuestra sus límites una vez terminado el período de
bonanza económica.
Las tesis
más elaboradas desde estos mundos del pensamiento liberal y neoliberal se
sustentan sobre el criterio de que a los gobiernos progresistas –sean de la
vertiente que sean- les ha ido bien mientras la economía fue fácil y permitió
aplicar sus excedentes como analgésicos para que las contradicciones de clase aparentemente
disminuyan. Llegado el período de “vacas flacas”, estos analistas expresan su
crítica a lo que llaman Estado “paternalista”, definiéndolo como ineficiente,
represivo e incapaz de generar salidas económicas a la actual crisis.
Frente a
estas tesis conservadoras a las cuales no le daremos ya más importancia en este
texto, la intelectualidad afín y legitimadora del accionar político de estos
gobiernos ha esbozado una batería de artículos en los que posicionan los logros
sociales y económicos obtenidos en los países progresistas de la región durante
el presente ciclo. Estas argumentaciones suelen ser prolíferas en el manejo de
indicadores socioeconómicos, mediante los cuales buscan evidenciar las notables
mejoras existentes respecto a un pasado inmediato neoliberal de resultados desoladores.
Así, esta inteligenssia pro
gubernamental nos habla de una “heroica” recuperación de la soberanía política
y económica, de “épicas y flamantes” conquistas en materia de derechos sociales,
y los más locuaces llegan incluso a esbozar alguna que otra tesis geopolítica
enmarcada en la crisis estructural del capitalismo global y la naturaleza del
actual mundo multipolar.
Sin
embargo, más allá de las antagónicas opiniones vertidas en torno al “fin de
ciclo progresista”, existe un denominador común que transversaliza al conjunto
de estos textos, el cual se basa en entender que lo sucedido en Argentina y
Venezuela –así como lo que pudiera suceder en Brasil- desborda el ámbito de las
fronteras nacionales y tiene implicaciones para toda la región. Esto marca una
diferencia sustancial entre el proceso político latinoamericano y lo que sucede
en el resto del planeta.
Consecuencia
de lo anterior, el cambio de gobierno en Argentina, la avasalladora derrota
sufrida por el chavismo en las legislativas de Venezuela y la gigantesca
deslegitimación social del PT en Brasil con Dilma Rousseff a la cabeza, ha
conllevado a que el progresismo latinoamericano viva momentos de grave
desorientación política. Todos los mandatarios progresistas del continente, a
pesar de las diferencias existentes entre ellos, han manifestado preocupación y
tristeza por estos últimos resultados electorales y la situación de
inestabilidad que atraviesa la institucionalidad política brasileña. En algunos
casos, esas declaraciones han dejado incluso muestras de cierto enojo respecto
lo desagradecidas que pueden llegar a ser nuestras “malcriadas” sociedades.
En todo
caso, el progresismo regional ha conformado un discurso común para explicar la
actual coyuntura política. Básicamente la cosa se resumen que asistimos a una
fuerte ofensiva imperialista que mediante variados y poderosos mecanismos
(apoyo económico a partidos conservadores y ongs cooptadas, complicidad con los
medios de comunicación nacionales e internaciones, presión diplomática extranjera
e injerencia en asuntos internos a través de estructuras internacionales como
la Comisión Interamericana de Derechos Humanos) tiene como objetivo la restauración
conservadora en el subcontinente. En resumen, las oligarquías nacionales, con
fuerte apoyo del exterior, buscan “volver al pasado” con el fin de impugnar los
avances sociales conseguidos durante el ciclo progresista. Para lograr sus
objetivos, se articuló una estrategia de desgaste contra los gobiernos
“populares” basada en atacar sus flancos más débiles: inseguridad ciudadana,
corrupción, inflación y en determinados casos la carencias de productos en el
mercado.
En este contexto al autocrítica no tiene porqué existir y de hecho por lo general no existe. Estos voceros del poder entienden que no hay responsabilidades por parte del progresismo latinoamericano en la conformación del actual escenario político que vive el subcontinente.
Estas tesis esgrimen aseveraciones del tipo de que ya sabemos que la inseguridad ciudadana es un fenómeno global y forma parte de esas grandes contradicciones de la sociedad moderna. Miremos a Europa, nos dicen algunos de estos autores, allí vemos como la extrema derecha -incluso en los países más desarrollados- hace uso de la esta realidad en expansión para legitimar sus discursos xenófobos y fines políticos.
Por su parte, este tipo de argumentaciones sostienen que la corrupción es un hecho inherente a la gestión del poder y, para virtud de nuestros procesos progresistas, dicha pauta de comportamiento se corresponde a casos aislados. Además, sostienen que unos de los grandes problemas con los que se enfrentan los gobiernos progresistas para combatir la corrupción es la histórica tolerancia que han demostrado nuestras sociedades respecto a este tipo de comportamiento. El cambio lleva tiempo, y que determinados directivos de las transnacionales brasileñas -en el caso más espectacular de corrupción detectado en la América progresista- estén hoy presos por sus affaires con políticos corruptos habría sido impensable una década atrás. Este hecho demuestra el buen hacer de nuestros gobiernos al respecto.
Por último está la inflación y el desabastecimiento de productos en el mercado. Al respecto, los voceros del progresismo nos explican como la capacidad adquisitiva de los trabajadores se ha ido incrementando de manera paulatina y sin precedentes durante estos años. Así, la inflación no existe en nuestros países y es tan sólo el fruto de empresarios especuladores que suben los precios de los productos con el ánimo de desgastar a los respectivos gobiernos progresistas. En el caso venezolano la tesis toma perfil bélico, pues el gobierno sufre una "guerra económica" bajo mando directo desde Miami y el desabastecimiento de productos en sus mercados devienen de una estrategia de acaparamiento por parte del empresariado golpista y reaccionario. Ante esta realidad, es innecesario de corregir las políticas económicas implementadas en los diferentes países progresistas de América Latina, pues no estamos ante lógicas de ineficiencia gubernamental sino ante operaciones camufladas de sedición por parte de los poderes fácticos del capital internacional.
Este conjunto de argumentaciones, a más de otras tantas esgrimidas por los mismos autores, vienen a reflejar lo desigual de la espartana batalla que enfrenta el progresismo latinoamericano en estos momentos: los diferentes actores del Machiavellian Global Capitalism se han puesto de acuerdo para emprender la salvaje ofensiva que en estos momentos asedia a los gobiernos populares de América Latina y sus "plebeyas" democracias.
En este contexto al autocrítica no tiene porqué existir y de hecho por lo general no existe. Estos voceros del poder entienden que no hay responsabilidades por parte del progresismo latinoamericano en la conformación del actual escenario político que vive el subcontinente.
Estas tesis esgrimen aseveraciones del tipo de que ya sabemos que la inseguridad ciudadana es un fenómeno global y forma parte de esas grandes contradicciones de la sociedad moderna. Miremos a Europa, nos dicen algunos de estos autores, allí vemos como la extrema derecha -incluso en los países más desarrollados- hace uso de la esta realidad en expansión para legitimar sus discursos xenófobos y fines políticos.
Por su parte, este tipo de argumentaciones sostienen que la corrupción es un hecho inherente a la gestión del poder y, para virtud de nuestros procesos progresistas, dicha pauta de comportamiento se corresponde a casos aislados. Además, sostienen que unos de los grandes problemas con los que se enfrentan los gobiernos progresistas para combatir la corrupción es la histórica tolerancia que han demostrado nuestras sociedades respecto a este tipo de comportamiento. El cambio lleva tiempo, y que determinados directivos de las transnacionales brasileñas -en el caso más espectacular de corrupción detectado en la América progresista- estén hoy presos por sus affaires con políticos corruptos habría sido impensable una década atrás. Este hecho demuestra el buen hacer de nuestros gobiernos al respecto.
Por último está la inflación y el desabastecimiento de productos en el mercado. Al respecto, los voceros del progresismo nos explican como la capacidad adquisitiva de los trabajadores se ha ido incrementando de manera paulatina y sin precedentes durante estos años. Así, la inflación no existe en nuestros países y es tan sólo el fruto de empresarios especuladores que suben los precios de los productos con el ánimo de desgastar a los respectivos gobiernos progresistas. En el caso venezolano la tesis toma perfil bélico, pues el gobierno sufre una "guerra económica" bajo mando directo desde Miami y el desabastecimiento de productos en sus mercados devienen de una estrategia de acaparamiento por parte del empresariado golpista y reaccionario. Ante esta realidad, es innecesario de corregir las políticas económicas implementadas en los diferentes países progresistas de América Latina, pues no estamos ante lógicas de ineficiencia gubernamental sino ante operaciones camufladas de sedición por parte de los poderes fácticos del capital internacional.
Este conjunto de argumentaciones, a más de otras tantas esgrimidas por los mismos autores, vienen a reflejar lo desigual de la espartana batalla que enfrenta el progresismo latinoamericano en estos momentos: los diferentes actores del Machiavellian Global Capitalism se han puesto de acuerdo para emprender la salvaje ofensiva que en estos momentos asedia a los gobiernos populares de América Latina y sus "plebeyas" democracias.
Pero al
interior del progresismo hay algunos sectores que elevan unos grados más la
complejidad de sus análisis. Entienden que ante la estrategia de “golpe blando”
de la derecha se debe hacer un esfuerzo por identificar las demandas de las
nuevas clases medias latinoamericanas, aunque con cierto tono de reproche
indican que estas no deberían nunca olvidar que nacieron al calor de estos
procesos.
De esta
manera, demuestran ser conscientes de que el ensanchamiento de la clase media en
la región ha incrementado las demandas que desde estas sociedades se expresan
hacia sus respectivos gobiernos. Su eje principal se concentra básicamente en
los sectores de salud pública, educación y seguridad, plasmándose un creciente
descontento respecto a la escasa calidad de los servicios públicos que reciben.
Pero una vez
más la autocrítica es exigua y hasta se considera innecesaria. Esta
intelectualidad pro poder nos indica que las “escasas” demandas sociales provenientes
de los sectores populares que quedaron insatisfechas, no son más que el fruto
de las “aspiraciones y anhelos” de las nuevas y desagradecidas clases medias
surgidas a raíz de la encomiable lucha contra la pobreza esgrimida por los
gobiernos revolucionarios de la región.
En todo
caso, para los sectores más lúcidos del progresismo comienza a ser evidente
–especialmente tras las turbulencias sociales generadas en Brasil durante los últimos
años y las elecciones en Argentina- que dicha clase media es a partir de ahora
un agente de cambio social al que hay que considerar en el tablero político
latinoamericano. Además se plantean un problema añadido de escaso debate aún en
los diferentes países progresistas de la región: ¿cómo hacer que dicha clase
media se torne autosostenible y no dependa de los programas de transferencia
estatales que le permitieron salir de la pobreza? En este sentido cabe
significar que aunque la pobreza por ingresos –ingresos inferiores a 4 dólares
al día- se ha reducido a casi la mitad durante la última década, es la
población vulnerable –ingresos entre 4 y 10 dólares al día- el segmentó más
amplio (el 38%) de población existente en América Latina.
Sin
embargo y sin pretender desestimar las anteriores consideraciones esgrimidas
por concienzudos articuladores del pensamiento oficial-progresista
latinoamericano, la reflexión más autocrítica e interesante al interior de la
burocracia estatal progresista y sus aledaños deviene de un sector aún muy
minoritario, carente de forma orgánica, que comienza a plantearse preguntas que
van más allá de la autoafirmación: ¿será que la desproporcionada propaganda
emitida desde los aparatos gubernamentales, aunque enamoraba a dirigentes e
incondicionales, comenzó a saturar y molestar a amplios sectores de la
sociedad? ¿será que la gente empezó a cuestionar el hecho de que toda opinión crítica
respecto a estos regímenes políticos sea calificada como antidemocrática,
golpista y vinculada a intereses extranjeros? ¿será que la ciudadanía desde
hace algún tiempo viene interpretando que no toda la oposición política es
fascista per se y que las disidencias
de izquierda que paulatinamente fueron abandonando estos gobiernos no son
necesariamente traidores a la revolución? ¿será también que cada vez más
sectores sociales comenzaron a cuestionar la incapacidad de dialogo y consenso que
se esconde tras argumentos como ese de que quien no esté de acuerdo con el
régimen que monte un partido y nos gane en las próximas elecciones? En resumen,
¿será que a la sociedad en general se le acabó el enamoramiento respecto a un
estilo de que hacer política que reproduce arquetipos de lo viejo como son el
caudillismo, el paternalismo, las estructuras sociales jerárquicas, el
desmantelamiento de las organizaciones sociales autónomas y la subordinación de
la sociedad al poder político?
La tesis
oficial progresista respecto a este nuevo sector crítico responde al hecho de
que, por lo general, estos sujetos vienen a reflejar una “desviación” ideológica
derivada de disociar la teoría de la praxis. Esto les lleva a atentar,
“inconsecuentemente” claro está, contra los partidos y gobiernos nacional-populares
en cada uno de sus respectivos países. En definitiva, con sus críticas y
autocríticas estos “traidores revisionistas” le hacen el juego a la derecha,
formando parte de la estrategia global impulsada por intereses extranjeros y
los actores principales del capitalismo global. Citando a San Ignacio de Loyola
tal cual lo hiciera el presidente Correa durante las últimas elecciones
secciones en Ecuador: “en una fortaleza asediada toda disidencia es traición”.
Tras el
discurso progresista, una abyecta realidad
La década
dorada (2003-2013) de América Latina, auspiciada por el boom de los precios de las materias primas, ya es historia. Queda
atrás el período en el que la tasa promedio de crecimiento de la región se
aproximaba al 5%, permitiendo que unos 80 millones de personas salieran de la
pobreza y que la clase media haya crecido hasta alcanzar algo más de un tercio
de la población. Fue hermoso mientras duró, pero los gobiernos latinoamericanos
se ven ahora obligados a afrontar su gestión sin los enormes excedentes de los
que antes disfrutaron. En pocas palabras, la fiesta se terminó y se dejaron de
servir las copas cuando todavía la mayoría de invitados se mantenían desaforadamente
bailando.
Aquí cabe
una reflexión. Si bien es cierto que los gobiernos progresistas han
implementado una batería de políticas públicas destinadas a los sectores más
pobres, también lo es que la fuerza de penetración y obtención de ganancias del
gran capital no se ha visto mermada durante este período, pese a la
implementación de medidas regulatorias y la recaudación de impuestos. Es decir,
se mejoraron las condiciones en que viven los sectores populares sin confrontar
al poder económico y su matriz de acumulación. Es más, el sector privado ha
obtenido durante estos años “progresistas” tasas de beneficio muy superiores a
las obtenidas durante la última etapa neoliberal en cada uno sus respectivos
países. Sería el ministro de Economía y Finanzas de Bolivia, Luís Arce
Catacora, quien sin tapujos resumiría bien la cuestión: “Les está yendo muy
bien al sector privado, eso es bueno para nuestras economías y nos
congratulamos por ello”.
Igual
sucede con el sector financiero privado, quienes han estado ganando cada vez
más dinero con independencia del actual momento económico y el tipo regímenes
políticos a los que están sometidos. Es por ello que en Brasil, durante el
primer semestre del 2015, el lucro de los cuatro principales bancos del país
creció un 46% respeto al mismo período del año anterior a pesar de la recesión
actual que sufre la economía brasileña. En Ecuador y Uruguay, los privados del
sector financiero igualmente reportan mayores beneficios aún de los conseguidos
durante el 2014, donde ya obtuvieron tasas records de ganancia. En Argentina e
incluso Venezuela, sus bancos ocuparon los primeros 10 puestos de un ranking
regional de retorno sobre capital. Es resumen, mientras varias patronales
bancarias señalan que atraviesan el “mejor momento de su historia” en América
Latina, los niveles de endeudamiento familiar, especialmente entre los sectores
más humildes de las sociedades progresistas latinoamericanas, ha ido
paulatinamente creciendo y comienzan a mostrar indicadores preocupantes.
La
popularización del crédito significó en Brasil que mientras en 2001 esté
representara el 22% del PIB, en 2014 ya superara el 58% de este. Entre los
sectores más humildes, se duplicó el número de gente que accedió a tarjetas de
crédito y cuentas corrientes. Mientras el salario creció en torno al 80% entre
2001 y 2015, el crédito individual aumentó un 140%. Las consecuencias hoy
saltan a la vista. En 2015 el endeudamiento de las familias con el sistema financiero
compromete al 48% de sus ingresos frente al 22% del 2006.
De igual
manera, una reciente estudio del Colegio de Economistas de Pichincha en Ecuador
demuestra que las políticas gubernamentales impulsadas con el fin de
desarrollar el consumo interno, están derivando en un fuerte endeudamiento
familiar. Según este estudio, el 41% de los hogares ecuatorianos gastan más de
lo que ganan, siendo las personas que más endeudadas están las que menos
ingresos perciben.
En
paralelo, el boom de los commodities convirtió a los países
latinoamericanos en espacios atractivos para la inversión extranjera en el
sector primario, dando lugar al llamado proceso de reprimarización de las
economías de la región y la agudización de su dependencia respecto a las
necesidades del capitalismo global.
Los
recursos naturales se convirtieron en apetecibles activos que promueven el
extractivismo como mecanismo de fácil inserción en los mercados
internacionales, transformándose en alternativa para el ingreso de divisas
procedentes del sector externo. Sin embargo y aunque la reprimarización de
estas economías incorpore actividades tecnológicamente maduras, la actividad
extractiva generó escaso valor agregado y nula diversificación de productos, creando
apenas empleos temporales con salarios por debajo del promedio respecto a otras
actividades económicas. En resumen, la visión “eldoradista” construida por los
gobierno progresistas latinoamericanos no ha generado más que economía de
enclave –sin encadenamiento producto ni integración en los mercados locales-,
mayor dependencia respecto a las oscilaciones de precio en el mercado global,
desequilibrios macroeconómicos internos y la proliferación de una innumerable
lista de conflictos socioambientales en los territorios afectados.
El
progresismo regional, con la infantil visión de que es posible un capitalismo
“bueno”, aplicó una lógica neo-desarrollista con criterios de cierta
redistribución del ingreso sin afectar a la riqueza concentrada históricamente
en muy pocas manos. Todo ello bajo la infantil ilusión de que es posible generar
una macroeconomía estable de crecimiento sostenido liberada de las periódicas
crisis sistémicas del capitalismo global.
El error
no pudo ser más nefasto. Si bien es cierto que la evolución del valor de las
exportaciones latinoamericanas ha significado un crecimiento exponencial en las
tres últimas décadas, pasando de 19.000 millones de dólares en 1980 a 340.000
millones en el año 2000 para llegar a 1 billón de dólares a comienzos de la
presente década, la falta de diversificación económica –en algunos casos las
materias primas que se siguen vendiendo al exterior son las mismas desde hace
un siglo- ha hecho que 2015 sea el tercer año consecutivo en que caen las exportaciones
latinoamericanas. Así, países como Venezuela cuyo 96% de la exportaciones es
petróleo o Ecuador donde entre cuatro productos –principalmente el crudo- suman
el 75% de las exportaciones, atraviesan en estos momentos una situación
tremendamente compleja que puede a la postre conllevar cambios de gobierno. Cuando
los precios internacionales de las materias primas exportadas cayeron, las
economías de la región -a pesar de elocuentes y conmovedores discursos
soberanistas- se desplomaron a la velocidad de crucero.
Aquí una
aclaración. Si bien es cierto que la retórica de los legitimadoras de los
regímenes progresistas invoca por doquier los avances logrados en su lucha
contra la pobreza, ese discurso oculta dos mentiras. El primer el lugar, el discurso progresista
no distingue entre desigualdad estructural y desigualdad coyuntural lo cual
implica una trampa dialéctica; mientras en segundo término, el comportamiento
de los indicadores sobre pobreza que se ha dado en el continente goza de cierta
homogeneidad, y mantiene una lógica independiente a la tendencia ideológica de
los diferentes gobiernos en cada país.
Esto es
visible con tan solo comparar los casos de Ecuador y Colombia, dos regímenes a
priori confrontados ideológicamente. El gobierno correísta presume de ser el
que mejores logros ha obtenido en materia de lucha contra la pobreza en la
región. Correa se vanagloria públicamente de ser un referente en modelos de
políticas públicas y sociales para erradicar la pobreza. Según los datos del
Instituto Nacional de Estadísticas y Censos del Ecuador (INEC), durante los
primeros ocho años de gestión correísta (2007-2014) la pobreza nacional medida
por ingresos disminuyó del 36,74% al 22,50%, lo que significó una reducción de
pobreza de 14,20 puntos porcentuales. Sin embargo, según el Departamento
Administrativo Nacional de Estadística de Colombia (DANE), ese país pasó de un
indicador del 45,06% de pobreza media por ingresos en 2006 a 28,50% en 2014,
por lo tanto, se contabilizó una reducción de la pobreza de 17,45 puntos
porcentuales. En resumen y según estos datos, la Colombia neoliberal disminuyó
3,25 puntos porcentuales más que el Ecuador progresista la pobreza en
prácticamente el mismo período.
Decía el
popular escritor y humorista Mark Twain, que hay tres clases de mentiras: las
mentiras, las malditas mentiras y las estadísticas. Dicha aseveración parece
tomar validez algo más de un siglo después de su muerte, ante otro curioso dato
esbozado por el régimen correísta. Mientras el oficialismo progresista
ecuatoriano se jacta de haber bajado el Índice GINI (indicador de la
desigualdad de los ingresos dentro de un país) de 0.54 en 2007 a 0.48 en 2012
(en la actualidad está en 0.47), los ingresos de las 300 principales empresas
que operan en el país y su relevancia respecto al PIB nacional se ha
incrementado de manera notable durante los años de gestión progresista. Así, en
2006, con un PIB de 46,8 miles de millones de dólares, las 300 empresas más
grandes en el Ecuador ingresaron 20.363 millones de dólares, lo que viene a
significar un 43,6% del PIB nacional. Estas mismas empresas en 2012, con un PIB
de 84,7 miles de millones de dólares, ingresaron 39.289 millones de dólares, lo
que implica un 46,4% del PIB nacional. El incremento de casi tres puntos
respecto al peso de las 300 principales empresas que operan en el mercado
ecuatoriano sobre un PIB que casi de duplicó entre 2006 y 2012, demuestra la
actual tendencia a la mayor monopolización en los mercados, lo que implica que
las empresas más grandes ganen sustancialmente más durante el “progresismo”
correísta que en el período neoliberal implementado en la “mitad del mundo”.
Algunas impertinentes reflexiones cara al
futuro
De todo
lo expresado con anterioridad, surgen una serie de cuestiones sobre las cuales
a la intelectualidad orgánica progresista ni se les pasa por la cabeza mínimamente
reflexionar.
La
primera de ellas tiene que ver con la inconveniencia de fusionar partido y
Estado en este tipo de procesos pretendidamente transformadores. La fusión de estos,
conforma un nuevo sistema oligárquico que se convierte en el primer paso para
la cristalización de una nueva “casta” en el poder. Se trata de una élite
tecno-burocrática que nace del control de poder estatal y que se impone, bajo
soflamas revolucionarias, sobre la sociedad. Los niveles de corrupción
existentes en los regímenes progresistas latinoamericanos vendría a demostrar
que estos nuevos administradores de la sociedad suelen tener serías tendencias
a beneficiarse directamente de su gestión.
La segunda
de estas, tendría que ver con el hecho de que el progresismo no se ha
preocupado por el fin del capitalismo, sino más bien en desarrollar formas de
convivencia con el gran capital que buscasen la minimización de los costos
sociales derivados de la acumulación capitalista. Es por ello, que la
dinamización de las diferentes economías nacionales “progres” a través de la
intervención del Estado, más allá de democratizar el acceso al consumo, han
significado que los sectores más beneficiados hayan sido el capital privado y
su sistema financiero, los cuales ostentan records en sus tasas de ganancia a
consta del endeudamiento familiar de los más pobres.
La
tercera cuestión, se referencia en el hecho de que entender por progresista y transformador
la construcción de “mas Estado”. El capitalismo en general e incluso el
neoliberalismo en particular no implica necesariamente el concepto de “Estado
mínimo”, si no más bien se trata de que el Estado intervenga intensamente a
favor del capital. El tamaño del Estado entonces pasa a ser una consideración
coyuntural. En este sentido, el llamado “retorno del Estado” que ha formado
parte de las políticas progresistas en el subcontinente, junto al emotivo discurso
del aumento del gasto social, se convirtió en el eje estratégico sobre el cual
se devolvió al sistema económico capitalista a su normalidad tras su pérdida de
legitimidad social que sufrió en el último tramo de la era neoliberal. Un
mercado fuerte necesita de un Estado fuerte, y la reinstitucionalización del
Estado en decremento de poder autónomo ciudadano en la práctica se materializa
como una respuesta al empoderamiento desarrollado por los movimientos sociales
durante la explosión de sus resistencias durante la embestida neoliberal.
Por
último, una cuarta cuestión derivada de lo anterior. Suponiendo que lo que los
gobiernos progresistas habrían de haber hecho es desmercantilizar a la
sociedad, construir poder popular, nacionalizar y entregar a la gestión obrera
las empresas, así como empoderar a las organizaciones sociales autónomas
creando condiciones objetivas para la construcción de consciencias
revolucionarias… ¿es posible que esto se haga desde el Estado? La pregunta tiene
una respuesta sencilla y su confusión emana de la ilusión acerca del Estado neutral
y mediador relativamente autónomo en el conflicto de clases. Si tanto Marx como
Engels ya explicaron que el Estado no pasa de ser esencialmente una máquina
capitalista, convendría citar a Negri cuando definió al Estado contemporáneo
como esa máquina equipada para la planificación y la gestión de la creciente
conflictividad y el control de los peligrosos comportamientos políticos de las
masas. Por lo tanto, parece difícil que sea el Estado el motor de cambio cuando
hace tiempo ya que el cerebro capitalista se convirtió en Estado, su legitimidad
en el poder de mando y su racionalidad productiva en el desarrollo del capital.
Y es aquí
cuando llega el drama. Pues en un momento en que el progresismo latinoamericano
comienza a mostrar cierto nivel de agotamiento y desgaste, nadie sabe que hacer
para reactualizar dicho proyecto político en el marco de una coyuntura
económicamente adversa. Si el éxito del progresismo se ha basado en la
democratización del acceso al consumo, una gestión más eficaz del erario
público y la implementación de determinadas políticas sociales, son
precisamente en estos ámbitos donde más se comienza a sentir el impacto de los
actuales recortes presupuestarios y el deterioro de la capacidad adquisitiva en
la ciudadanía latinoamericana.
El
neo-desarrollismo progresista no ha sido más que una teoría del crecimiento
económico que se ha mantenido sujeta a dimensiones economicistas y a medidas
cuantitativas insuperables. En el fondo, la lógica neo-desarrollista
latinoamericana se puede resumir en: aplicación de políticas económicas
heterodoxas con una intervención protagónica del Estado que permite disimular
con pragmatismo su favoritismo hacia los capitalistas, retomando la idea de la
necesidad de industrialización como prioridad en las economías intermedias y
promoviendo paralelamente alianzas con el agrobusiness, mientras buscan
acuerdos con transnacionales extranjeras en aras a reducir la brecha
tecnológica e intentar imitar el proceso protagonizado entre 1960 y 1990 por
los llamados “tigres asiáticos”.
Para
financiar lo anteriormente descrito y emerger del subdesarrollo, esta modalidad
de capitalismo de Estado ha buscado mediante el neoextractivismo –orientación
de la economía hacia actividades de explotación de la naturaleza con papel
protagónico del Estado- el incremento de su renta extractivista. Sin embargo y
en la práctica, el progresismo nos ha más que demostrado sus límites a la hora
de combinar crecimiento económico en el marco del desarrollo capitalista
subordinado y emancipación social.
Y es por
ello, que el progresismo latinoamericano se hace ahora una pregunta sin
respuesta: ¿Cómo volver a seducir a las mayorías sociales con un proyecto político
que, sin transformar consciencias, basó su éxito en un festín consumista que ahora
entra en crisis y deja como resultado niveles preocupantes de endeudamiento
familiar entre los sectores más pobres?
¿Fin de
ciclo?
El tan
polemizado fin de ciclo progresista no tiene porqué conllevar la caída de todos
los gobiernos autodefinidos como progresistas en la región. De hecho, es
difícil pensar que eso se vaya a dar. El cambio de ciclo o su continuidad viene
determinado por el tipo de políticas que estos gobiernos vayan implementado en
esta nueva etapa, lo que definirá sobre cuales espaldas recaerá el peso de la
crisis económica que vive el subcontinente.
Los
actuales gobiernos progresistas se encuentran ahora ante la disyuntiva que
habitualmente enfrentan todos las tendencias socialdemócratas en circunstancias
de crisis económica: ¿o seguir defendiendo un modelo de gestión pseudo
progresista del capitalismo y su institucionalidad burguesa o tomar el camino
de la radicalidad y el conflicto, determinando que el costo de la crisis debe
recaer sobre los sectores que más se beneficiaron durante la bonanza económica?
En este
sentido, cabe indicar que lo que se está viendo hasta ahora no es muy
alentador. Cuando ya comienzan a aparecer indicadores que reflejan caídas en el
nivel de empleo, deterioro en la situación laboral de las mujeres y los
jóvenes, e indicios de que podría estar volviendo a subir la informalidad a
través de una mayor generación de empleos de menor calidad, la opción
determinada por el progresismo regional –incluidos los gobiernos considerados
más transformadores- esta siendo la implementación de alianzas público privadas
que buscan aligerar de cargas fiscales y sociales al sector privado con el
supuesto objetivo de fomentar la inversión.
Es así
que los gobiernos progresistas decidieron pegarse un tiro en la sien, pues en
base a la actual hoja de ruta, en unos años serán tan poco distinguibles de la
derecha latinoamericana como lo es la socialdemocracia liberal del
conservadurismo europeo.
En todo
caso y más allá de las decisiones a las que se ven abocados los que juegan a la
real politik y el “asalto a los
cielos”, una vez más, todo parece indicar que la balanza se volvió a inclinar
hacia el lado equivocado: no están siendo quienes más ganaron durante el
periodo de bonanza económicas, a quienes se les pone sobre sus espaldas el peso
de la actual crisis económica en América Latina…