Por Decio Machado
Para Revista Opción Socialista
Antecedentes a la situación actual
El
neoliberalismo, concepción radical del capitalismo que subordina la vida al
mercado, llegaría a América Latina como una respuesta al modelo de
Industrialización por Substitución de Importaciones (ISI) y los Estados
desarrollistas que caracterizaron las décadas precedentes. Dicho modelo
económico se implementó en el Chile de la Junta Militar de la mano de los Chicago Boys (término usado para
denominar a los economistas neoliberales formados en la Universidad de Chicago, bajo la dirección de Friedman y Harberger),
quienes convirtieron al país en un laboratorio donde se implementaron reformas
económicas y sociales que llevaron a una economía de mercado neoclásica y
monetarista y desregulada. Le seguiría Bolivia, con el “Decreto Supremo 21060” de
Paz Estensoro en 1985; después México durante el gobierno de Salinas de Gotari,
la Argentina de Carlos Menen, el Perú de Alberto Fujimori, la Venezuela del
segundo gobierno de Carlos Andrés Pérez; extendiéndose por todo el
subcontinente hasta llegar a Ecuador de la mano del gobierno de Sixto Durán y
Alberto Dahik a principios de los noventa. En algunos casos, estas reformas
fueron introducidas buscando la salida del estancamiento económico y el control
de la inflación, en otros fueron impuestas en el marco del endeudamiento de los
países.
El
Consenso de Washington, un listado de políticas económicas neoliberales consideradas durante los años 90 por los
organismos financieros internacionales, generó consecuencias catastróficas para
el subcontinente: aumento de la dependencia del capital extranjero,
endeudamiento externo, déficit permanente, apertura comercial con atrofia de
las producciones nacionales, inflación y carestía de la vida, privatización del
sector público, vaciamiento del rol del Estado, desnacionalización de la
infraestructura productiva, desregulación de todo tipo de normativas económicas,
y generación de enormes brechas de desigualdad social que aun hoy se mantienen
en la región. Las economías latinoamericanas crecieron menos durante las
últimas dos décadas del siglo XX que en las décadas precedentes, y a su vez
sufrieron severas crisis como la de México y Argentina en 1995 o la de Brasil
en 1999.
La
gran lección recibida por la región tras la “pifia” neoliberal, fue entender
que los países no pueden ser desarrollados desde fuera a través de la dinámica
de los mercados, ya que al igual que llegan los grandes capitales extranjeros
de inversión, el proceso de enriquecimiento que les genera el mercado pasa a
ser exportado.
Tras
más de veinte años de recetas de ajuste estructural en la región, una elite
globalizada se vio ampliamente
beneficiada por el proceso de expansión mercantil, pero la mayoría de las y los
ciudadanos quedaron en situación de mayor precaridad y sus Estados se vieron
reducidos a la mínima expresión.
El
fin de siglo desveló datos escalofriantes para América Latina, estableciéndose
un pobreza en 1999 que afectaba al 43,8% de la población, lo que correspondía a
una cifra algo superior a 211 millones de pobres. Los niveles de desigualdad en
los ingresos medidos por el Coeficiente de GINI (medida por la cual 0 se corresponde
a perfecta igualdad y el valor 1 a la perfecta desigualdad) establecían a Brasil
en la pole position, con un
coeficiente de .64, mientras países como Bolivia, Colombia, Chile, Guatemala,
Honduras, Nicaragua, Panamá, y Paraguay, se movían en rangos de entre .55 y .60.
En el mejor de los casos, países como Costa Rica y Uruguay establecían
coeficientes de .47 y .44 respectivamente, muy lejos de países como Alemania
que gozaban de un coeficiente de .26.
Es
durante esa década de 1990, a la par del derrumbe del socialismo real y como
consecuencia de los impactos negativos del neoliberalismo en América Latina,
cuando se consolidan algunas organizaciones ya existentes y emergen nuevos
actores que protagonizarán los procesos de luchas sociales en cada país, siendo
referenciales el movimiento indígena andino, el neo-zapatismo mexicano, los “Sem Terra” brasileños y el movimiento
piquetero argentino. Estos nuevos y en ocasiones no tan nuevos movimientos
sociales –en especial sectores campesinos y en muchos casos indígenas- surgen a
partir de la pérdida de centralidad del movimiento obrero, y son quienes con
mayor entereza conformarán el frente de resistencia a las políticas de
desregulación y privatizaciones implementadas en la región.
La
mayoría de estos “nuevos” movimientos partían del principio de que la nueva
sociedad a construirse no podía ser creada por nadie en particular, y debería
emerger de los pueblos en su acción de lucha, generándose una nueva subjetividad,
nuevas formas de pensar y planteándose nuevas formulas para la solucionar de
los problemas.
De
esta manera, sectores sociales oprimidos y clases medias afectadas enfrentaron
al neoliberalismo propiciando a través de su acumulado de lucha, el ascenso al
poder de fuerzas políticas que en la actualidad diseñan programas de corte
nacionalista como alternativa al fracaso neoliberal en el subcontinente.
La llegada de gobiernos posneoliberales
Los
actuales gobiernos progresistas del subcontinente son el fruto de esta
resistencia social inmediatamente anterior: la resistencia contra el ALCA, la
crítica al Consenso de Washington, la lucha contra la voracidad de las
transnacionales, el reclamo de tierra y vida digna, las aspiraciones de equidad
e igualdad, así como la defensa de los servicios públicos y la naturaleza.
Las
movilizaciones de Seattle en rechazo a la Cumbre de la OMC y el arribo de fuerzas
políticas y líderes anti-neoliberales a determinados gobiernos de América
Latina marcaron la llegada de una nueva etapa política. La conformación de un
movimiento internacional conformado por un amplio elenco de movimientos
sociales integrados por activistas de distintas corrientes políticas en el
marco de la antiglobalización y el ascenso al Palacio de Miraflores del
teniente coronel Hugo Chávez, sepultaron en 1999 las tesis del pensamiento
único basadas en legitimar al mercado a partir de la deslegitimación del Estado
y en la desaparición de las ideologías propugnadas por los neocons estadounidenses. Esta nueva etapa se profundizaría en los
siguientes años con el lanzamiento del Foro Social Mundial en Puerto Alegre en
2001, la elección presidencial de Lula da Silva en 2002, y la paulatina llegada
de gobiernos “progresistas” en Argentina, Uruguay, Bolivia, Nicaragua, Ecuador…
Sin
embargo, los modelos económicos implementados por la mayoría de los gobiernos
de América Latina han de ser definidos como modelos “neodesarrollistas”, clasificándose
en la categoría de un desarrollo capitalista posneoliberal que manifiesta
ciertos cambios en el proceso de valorización del capital y de la política
pública que lo acompaña con respecto al pasado. Si bien en los países con
gobiernos “progresistas” el Estado ha pasado a ejercer como dinamizador de las
economías nacionales, implementando periódicamente reformas para la corrección de
fallas del mercado y recuperando el control de determinados sectores
estratégicos; se hace evidente que en lugar de cuestionar los pilares básicos
del capitalismo existente, lo perfeccionan y modernizan para su mejor
funcionamiento y persistencia. La dependencia a modelos económicos
extractivistas pone en cuestionamiento la sustentabilidad de estos proyectos de
“cambio”, generándose una violencia social hasta ahora de baja intensidad, propia
de la imposición de los interés transnacionales por encima de la decisión de
las comunidades locales.
En
el ámbito económico, la inserción comercial de la región en el mercado mundial
está basada principalmente en sus recursos naturales, condición que ha generado
una reprimarización de las economías del subcontinente, teniendo como principal
receptor de dicha exportación a China. Esta condición, consecuencia del precio
de los commodities en el mercado
internacional, es la que sustenta en la mayoría de casos los esfuerzos
realizados respecto al incremento del gasto social. Es decir, este tipo de
gobiernos sin soja transgénica, petróleo o minería a gran escala, carecen de
capacidad para articular políticas benefactoras y/o progresistas.
En
materia de Inversión Extranjera Directa (IED) continúa el crecimiento sostenido
desde 2010 en la región, marcando en 2012 un nuevo record histórico con USD
173.361 millones, manteniéndose aun los EEUU y la UE los principales
inversores, aunque las inversiones realizadas por empresas de países
latinoamericanos –especialmente de Brasil, Chile, México y Colombia- ha crecido
ostensiblemente hasta alcanzar la cuota del 14% del total de IED. Es decir, en
el marco de la tan renombrada integración de la “Patria Grande”, nunca a los
grupos de capital latinoamericanos les ha ido tan bien. Cabe indicar también
que sin incluir Brasil –donde las manufacturas tienen una incidencia
particular-, el 51% de la IED recibida por Sudamérica tuvieron como destino los
recursos naturales, en especial la extracción minería.
En
la práctica, el fracaso del modelo neoliberal y el dolor que este generó a
millones de ciudadanos y ciudadanas del subcontinente, fomentó el surgimiento
de una “nueva izquierda” sistémico-reformista, que consciente del rol del
Estado en la lucha contra la desigualdad, sabe que su legitimación social y
permanencia en el poder depende de su capacidad de satisfacer parte de las
demandas sociales desatendidas durante el último cuarto del siglo pasado.
El
crecimiento de la región se cuantifica en un 3% durante el año pasado, y los
países del área siguen mostrando que mantienen el control de sus finanzas
públicas y reservas monetarias internacionales, las cuales están en niveles
óptimos en comparación con el pasado reciente. Los gobiernos “progresistas”
mantienen cierto grado de control sobre los mercados y un peso importante en
materia redistributiva, donde se ha priorizado el gasto público y hay avances
en materia de disminución de la desigualdad.
En este sentido, cabe señalar que las
políticas tributarias en la región mantienen viejas lógicas regresivas y de
indirectos, lo que limita la capacidad redistributiva de los Estados y mantiene
a las élites económicas en condición de beneficiarios del sistema. Además no
podemos olvidar que a pesar de los avances en materia de recaudación, los niveles de incumplimiento en el
pago de impuestos son significativos –con rangos de evasión entre 40% y 65%-.
En
el ámbito social es visible como estos gobiernos han, en gran parte, desmercantilizado
sus políticas sociales, implementando
mayor niveles en acceso a derechos universales, tímidas reformas tributarias y una
amplia gama programas de promoción al desarrollo combinados con el intento de
universalización de los servicios públicos (mayor acceso aunque se mantiene la
mala calidad en los servicios). En Venezuela esta situación se combina con una
estrategia de mayor radicalidad en el pulso que se mantiene con los grupos históricos
de poder, lo que permite la implementación de acciones más decididas hacia la
redistribución de la riqueza. Sin embargo, en ningún caso se ha alcanzado una
reforma tributaria profunda y progresiva, así como tampoco se ha reformado los
sistemas de educación, salud y seguridad social con un sentido claramente equitativo
y transformador.
El reporte Panorama social de América Latina 2012, de la CEPAL, indica que el
10% más rico de la población latinoamericana recibe el 32% de los ingresos
totales, mientras que el 40% más pobre se beneficia sólo del 15%. Mientras Venezuela
exhibe cifras de notable disminución en este aspecto –con un Coeficiente de
0.39-, los niveles notablemente altos de concentración del ingreso se
observaron en Brasil, Chile, Colombia, Guatemala, Honduras, Paraguay y
República Dominicana. A pesar de que los datos demuestran que la lucha contra
de desigualdad sigue siendo un reto en la región, no se puede obviar avances
importantes en esta materia: el gasto social por porcentaje del PIB en América
Latina alcanza el 18.6%, lo que significa 7.4 puntos porcentuales más que en la
década de 1990; se contabilizan 167 millones de personas en situación de
pobreza, lo que significa 44 millones menos que en 1999; y en los últimos
veinte años 19 millones de personas lograron salir del hambre a pesar de que
aun se contabilicen 49 millones en esa condición (datos FAO).
Con excepción de Venezuela y todas sus
contradicciones, no se visualiza en la región la búsqueda de alternativas al
capitalismo, sino más bien el convencimiento de que no puede existir
crecimiento sin un modelo de desarrollo inclusivo que genere oportunidades a un
abanico notablemente más grande que las viejas élites oligárquicas –únicas
beneficiarias en el pasado-.
Desmovilización
social y crisis de la izquierda transformadora
En
los países denominados “progresistas”, la deslegitimación de quienes hasta hace
relativamente poco tiempo dominaron el poder político ha provocado en la
mayoría de los casos, tendencias de afianzamiento de los gobiernos de populismo
asistencialista y del nacional-desarrollismo, que combinada con la
rearticulación del Estado y una creciente concentración y acumulación de poder
en el Ejecutivo, está provocando una mayor personalización del poder
presidencial. De forma general, la representación política de las y los
ciudadanos va siendo paulatinamente sustituida, con el asentimiento de estos,
por la conducción política de los gobernantes.
Estos
gobiernos, envueltos en complejas contradicciones ideológicas, han sido capaces
de reconducir el ciclo de protestas que caracterizaron décadas anteriores, a la
par que los movimientos sociales se reconvierten políticamente –muchos de ellos
han visto como sus dirigencias se integraron en el nuevo oficialismo-
atrofiándose como herramientas de cambio.
Por
su parte, las pocas izquierdas políticas fuera de las alianzas gubernamentales,
se encuentran sumamente debilitadas fruto de la perdida de espacio frente a las
políticas públicas desarrolladas por los gobiernos posneoliberales -los cuales
a su vez se han apropiado de los discursos de oposición al reciente pasado
neoliberal-, perdiendo credibilidad social tanto por los golpes que reciben
desde los aparatos de propaganda gubernamentales como por sus propios errores,
en muchos casos acumulados durante décadas de una acción política que ha dejado
mucho que desear.
Los
aparatos de los nuevos oficialismos se han adueñado de las viejas lógicas
clientelares desarrolladas en el pasado, adoptando nuevas formas y
racionalidades en este caso enmarcadas en la figura del líder y las actuales políticas
redistributivas de amplios y transicionalmente efectivos programas sociales.
Los mecanismos de cooptación por parte del Estado, que sirven para integrar
líderes sociales a las instituciones del Estado también son estrategias de
máxima actualidad.
En
la actualidad la reducción de la conflictividad social en la región está
condicionada por la represión política -mucho más sutil y de inferior grado que
la ejercida por los gobiernos
totalitarios de antaño-; así como por la violencia social, es decir, la ruptura
de vínculos sociales que se ha ido fraguando por el establecimiento de un
modelo de sociedad que tiende a eliminar los lazos comunitarios y la acción
colectiva.
La
política neoextractivista desarrollada por los gobiernos “posneoliberales” ha
permitido la recuperación de grados mayores de control sobre estas actividades,
aunque en todos estos países se mantiene un alto nivel de connivencia y
complicidades con el gran capital transnacional, lo que se justifica
ideológicamente en base a la necesidad de recursos que permitan la construcción
del “modelo de país” pregonizado por cada uno de estos gobiernos.
El
conflicto que se genera en torno a esta realidad, en función de las demandas de
las comunidades afectadas que exigen consulta y autorización previa ante los
emprendimientos de estos megaproyectos de explotación de recursos naturales;
así como las resistencias desarrolladas en función del incumplimiento
gubernamental, no tienen por si solas la capacidad de desarrollar movimientos de
masas que generen contrapoder. Esta situación conlleva que los conflictos
sociales de este orden terminen habitualmente con despojos del territorio, represión
policial o militar y compra de líderes comunitarios por parte de las transnacionales
extractivas o su cooptación por parte del Estado. Al conflicto entre “neodesarrollismo”
y las propuestas de un patrón civilizatorio distinto, inspirado en el “Sumak
Kawsay/Suma Qamaña”, aun le queda mucho tiempo por delante para desarrollar el
suficiente peso en las conciencias ciudadanas que lo convierta en eje
aglutinador que contrahegemonías.
En
pleno proceso de desarrollo consumista, debido al incremento de capacidad
adquisitiva que acompañan las políticas públicas de los gobiernos
“posneoliberales”, resulta difícil pensar que la pérdida de biodiversidad, la
degradación ambiental o la contaminación de agua y aire, tengan capacidad de
formar parte de las principales preocupaciones de la ciudadanía a corto plazo.
La
concentración de poder por parte del Ejecutivo, especialmente en algunos países
de la región, desatan conflictos generalizados en el marco del recorte de
libertades, el cumplimiento respecto a derechos humanos y con especial énfasis,
respecto a la libertad de expresión e información. Las incapacidades
anteriormente señaladas de las izquierdas transformadoras, hacen que en ese
contexto, en muchos casos estas apoyan
posiciones afines a los grupos mediáticos pertenecientes a la vieja oligarquía,
en lugar de posicionar propuestas propias alternativas de democratización de la
información frente al creciente aparato de propaganda que desarrollan muchos de
estos Estados.
Para
las izquierdas transformadoras, toca durante este período trabajar en la
conciencia de las nuevas generaciones -posiblemente ya poco dispuestas a
aceptar el rol de subyugación que vivieron sus padres y abuelos-, con el fin de
generar un pensamiento crítico capaz de cuestionar el modelo “neodesarrollista”
basado en el consumo, y que permita articular demandas de reales cambios
estructurales con base en un movilización y organización popular más próximo a
“primaveras indignadas” que a los viejos esquemas de organización hasta ahora
propugnados.